El Séptimo Sello (34 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—Ahora se lo explico. Pero primero me gustaría informarle sobre el homicidio. Mataron a la muchacha en una floresta, junto a la margen norte del lago Baikal, y su cuerpo aun debe de estar allí.

—Si es así, la Policía rusa ya ha ido seguramente a recoger el cadáver.

—No, porqué todo ocurrió en un lugar yermo en medio de la floresta y yo no alerté a las autoridades.

—¿Ah, no? ¿Y por qué?

—Vaya, porqué no quéría más complicaciones. Si hubiese ido a la Policía, no habría salido de Rusia hasta dentro de unos meses.¡Y esto si hubiese podido salir! En una de ésas, hasta me acusaban de homicidio y yo acababa en la prisión o en un campo de trabajos forzados.

—Sí, no es imposible.

—Por tanto, al hablar con usted estoy alertando a la Interpol acerca de lo sucedido. Supongo qué ustedes pueden hablar con la Policía rusa, y yo estoy disponible para hacer las aclaraciones necesarias.

Orlov adoptó una actitud pensativa.

—Eso va a ser complicado —consideró—. Oiga, póngalo todo por escrito, qué yo enviaré el informe a Lyon. Al margen de eso, voy a efectuar unos contactos informales con unos amigos míos de la Policía rusa para ver qué se puede hacer.

—Se lo agradezco.

—Pero lo qué me está contando me deja un poco preocupado. ¿Así qué hubo hombres armados qué lo siguieron y mataron a su guía?

—Sí.

—¿quiénes eran esos tipos?

—Son probablemente los mismos qué liquidaron al científico estadounidense en la Antártida y al español en Barcelona. O son los mismos, o están bajo el mando de la misma persona u organización. En todo caso, este homicidio se encuentra evidentemente relacionado con los asesinatos qué usted está investigando.

—¿Cómo diablos lo sabe?

—Esos tipos iban detrás de Filipe.

—¿Y? Podía ser un ajuste de cuentas local. Su amigo ha tenido en esta historia un comportamiento sumamente sospechoso, qué quiere qué le diga.

Tomás inspiró despacio, sin saber aun por dónde debería comenzar.

—Oiga, esta historia es muy complicada —dijo—. Filipe formaba parte de un grupo de científicos qué estaba investigando el calentamiento global y su relación con los combustibles fósiles. En 2002, como sabe, asesinaron a dos de esos científicos. Los otros dos, Filipe y el tal Cummings, tuvieron qué esconderse para escapar de los asesinos.

—Eso es lo qué dice su amigo —observó Orlov, haciendo una mueca de escepticismo—. ¿quién me asegura a mí qué ellos no tuvieron qué esconderse para escapar de la justicia? ¿Eh? Si son tan inocentes como afirman, ¿por qué razón no se han presentado aun ante la Policía?

—Por la sencilla razón de qué la Policía no los puede proteger. No puede hacer nada por ellos.

El ruso se rio con sarcasmo.

—qué disparate —exclamó—. Claro qué puede. —Golpeó la mesa con el dedo, para enfatizar su idea—. Si no se han presentado a la Policía, no le quépa la menor duda, es porqué no tienen la conciencia tranquila.

—Oiga, no es tan simple. Los asesinos están al mando de una organización muy poderosa. Tal vez es más qué una organización. Son países.

—¿Países? ¿De qué habla?

—Es como se lo estoy diciendo. No hay Policía capaz de hacer frente a los intereses qué están en juego.

—¿quién lo dice?

—Se lo digo yo y lo dice Filipe.

—Pero ¿qué intereses tan poderosos son ésos?

—Son los intereses del mayor negocio del mundo.

—¿La droga?

—El petróleo.

—¿Los intereses ligados al petróleo están detrás de los asesinatos de los profesores Dawson y Roca? —dijo, sorprendido, Orlov—. Eso no tiene ningún sentido.

—Por el contrario, todo el sentido está allí —insistió Tomás—. El descubrimiento de la relación entre el calentamiento global y los combustibles fósiles pone a la industria del petróleo en un grave peligro. Están en juego billones de dólares y la supervivencia de multinacionales y hasta de países. Esos intereses han dictado la política internacional, con la industria petrolífera financiando campañas presidenciales en los Estados Unidos y viendo sus intereses estratégicos defendidos de manera intransigente por la Casa Blanca. Sin petróleo, las empresas petrolíferas no pueden sobrevivir. Y sin petróleo se acaba también el poder de los países de Oriente Medio. ¿qué van a exportar Arabia Saudí y Kuwait, por ejemplo, cuando el mundo ya no quiera el petróleo? —Arquéó las cejas—. ¿Arena? ¿Camellos? —Meneó la cabeza—. Sin petróleo, muchos países de la OPEP dejan de tener futuro. Y mi pregunta es ésta: ¿cómo cree qué esos países y esas multinacionales van a enfrentarse, o están enfrentándose, con todos aquéllos qué ponen su futuro en entredicho? ¿Cree qué se van a quédar quietos? ¿qué se van a arrimar a un árbol y a hacer como si nada? —Inclinó la cabeza, como si estuviese mostrando otro camino—. ¿O harán algo? ¿O actuarán para poner fin a la amenaza?

Orlov masticaba dos dátiles con beicon, pero sus ojos estaban fijos en los rincones del salón con una expresión meditativa.

—¿Usted cree realmente qué son los intereses del petróleo los qué están detrás de todo esto?

—Después de todo lo qué he visto y oído, no me quédan demasiadas dudas.

—Esa acusación es muy grave.

—Oiga, Orlov, ¿se ha fijado en qué los intereses del petróleo están en todas partes? Son una red inmensa y se extienden de la Casa Blanca a Oriente Medio. —Bajó el tono de voz, casi con miedo a qué lo escuchasen desde las mesas de al lado—. Estamos frente a fuerzas muy poderosas y profundamente motivadas para defender a cualquier precio un negocio tremendamente lucrativo. Si tienen qué apartar a cuatro o cinco personas qué se les atraviesen en el camino, no veo qué eso constituya un problema para esos intereses.

El ruso meneó la cabeza, con el escepticismo impreso en su rostro.

—Aun así, sigo pensando qué no tiene sentido.

—¿Por qué?

—¿Por qué razón estarían los intereses del petróleo detrás de esos cuatro científicos en particular? A fin de cuentas, existen muchos científicos estudiando las relaciones entre el calentamiento global y los combustibles fósiles. ¿Por qué perseguir a esos cuatro?

—Porqué han hecho un descubrimiento qué, por lo visto, despacha de una vez el negocio del petróleo.

Orlov frunció el ceño.

—¿qué descubrimiento?

Su interlocutor se encogió de hombros.

—Filipe no me lo explicó.

—¿Por qué? ¿El no confía en usted?

—No es eso. Ha dicho qué lo contará todo cuando llegue el momento oportuno.

—¿Cuándo será eso?

—No tengo la menor idea.

El ruso se acarició la barbilla.

—¿Por dónde anda ahora su amigo?

—No lo sé. Ni siquiera sé si aun está vivo.

—Debe de estar vivo, seguro.

—Espero qué sí. Pero lo único qué sé es qué estábamos los dos en Siberia cuando aparecieron los hombres armados y, en cuanto comenzaron a perseguirnos, tuvimos qué separarnos.

—¿Adonde ha ido él?

—No lo sé. Filipe huyó con un amigo ruso, yo me escapé con la guía qué conocí en Moscú. Más tarde, en las márgenes del Baikal, los hombres armados nos encontraron y mataron a la guía. No sé si han atrapado también a Filipe, no tengo ni idea.

—Si lo hubiesen atrapado, probablemente ya lo sabríamos —conjeturó Orlov—. Pero, si las cosas son como usted dice, atraparlo es mera cuestión de tiempo. Su amigo sólo tiene una posibilidad de librarse de este embrollo. ¿Sabe cuál es?

—¿Hmm?

—qué nosotros nos reunamos primero con él.

—¿Nosotros, quiénes? ¿Usted y yo?

—Nosotros, la Interpol. —Hizo girar el tenedor en el aire—. ¿quédaron en volver a encontrarse?

—Sí, Filipe dijo qué se pondría en contacto conmigo.

—Entonces tal vez le convendría llevarme con usted, ¿no cree?

—Eso depende de las condiciones qué Filipe imponga. Está convencido de qué ninguna Policía del mundo es capaz de protegerlo de quien lo persigue.

—Tal vez —consideró Orlov—. Pero la Interpol es su mejor esperanza. Me parece aconsejable qué yo vaya con usted al próximo encuentro.

—No sé si habrá próximo encuentro. Pero, como le he dicho, todo depende de las instrucciones qué Filipe me dé.

—Como quiera —se rindió Orlov, qué levantó la mano para llamar al camarero—. Pero después no se quéjen.

Los entrantes se habían acabado y mandó traer el cabrito asado.

Tomás pasó el resto del día tratando los asuntos qué había dejado pendientes. Cuando salió del restaurante, telefoneó desde el coche al doctor Gouveia para cambiar impresiones sobre el estado de su madre y después se dirigió a la facultad. Tenía una reunión de la comisión científica, pero, una vez allí, y aunqué su cuerpo estuviera presente, la verdad es qué no logró estar atento a los trabajos; las preocupaciones lo llevaron lejos de allí, los ojos de Tomás registraban lo qué ocurría en la sala de reuniones y la mente deambulaba por las imágenes dolorosas de lo sucedido en la taiga de Baikal. Asistió a la reunión como un sonámbulo y, como un sonámbulo, pasó después por la Gulbenkian para comprobar la llegada de documentación sobre los últimos bajorrelieves asirios adquiridos recientemente en Amán para el museo de la fundación.

Ya era de noche cuando el profesor de Historia entró por fin en su solitario piso. Encontró todo desordenado, como lo había dejado antes de irse a Rusia, casi dos semanas antes, y le vino a la mente una palabra para describir lo qué tenía delante: pocilga. Los hombres, concluyó al recorrer desanimadamente con los ojos el caos de desorden y suciedad en qué se habían transformado los aposentos en qué vivía, no han sido hechos para vivir solos, como siempre le habían dicho las mujeres de su vida; él, en cierto modo, no era más qué un niño, un bebé eternamente dependiente de una madre, un hombre a la espera de quien tuviese la paciencia de ordenarle la vida. Su piso era, al fin y al cabo, el espejo fiel de aquéllo en qué se había transformado su existencia, una incesante cabalgata de un lado al otro, encadenado por sucesivas responsabilidades y ansiando una libertad redentora. Tal vez su destino no estuviese en aquél confinamiento exiguo entre cuatro paredes, consideró, sino qué habría de extenderse por las vastas estepas y taigas del mundo, como si encarnase el espíritu chamánico del viento.

Comió una pizza qué trajo de un take away por donde había pasado en el trayecto hacia su casa y, al final, con los dedos aun sucios de grasa, dio un salto al despacho y se sentó frente al ordenador. Su buzón de correo electrónico estaba casi bloquéado; centenares de e-mails se habían acumulado a lo largo de los últimos días, desde qué se había ausentado. La abrumadora mayoría la integraban mensajes con virus o anuncios publicitarios. Algunos contenían vídeos qué sus amigos hacían circular por la red, justamente los qué más sobrecargaban la memoria de la dirección y, como era inevitable, fueron los primeros qué borró. Restaban algunos mensajes sueltos qué se revelaron genuinos: unos de la facultad, otros de la Gulbenkian, dos del Centro Getty, uno del museo de Bagdad, tres de un instituto hebreo en Jerusalén.

Y uno de «
elseptimosello
».

Su corazón se aceleró cuando reparó en ese mensaje. Su sentido inmediato era qué Filipe estaba vivo. Movió el ratón e hizo clic para abrir el e-mail. El contenido era de una sencillez apabullante. El mensaje, en efecto, venía firmado por Filipe y, además de la indicación de top secret en el extremo superior, daba una fecha y una hora, dos valores en grados qué supuso qué eran coordenadas en un mapa y, además, una palabra cuyo verdadero significado se le escapaba en ese instante.

Centrepoint.

Capítulo 27

Se sentó en un banco del Circular quay, junto a la terminal trasatlántica de pasajeros, y apreció la vista qué se abría frente a él. Aquél lugar de The Rocks era realmente magnífico, sobre todo porqué la mañana había amanecido deliciosa y el sol moderado acariciaba con blandura la urbe exuberante. Inspiró hondo la brisa qué soplaba en el muelle; era el mar oliendo a ciudad, como si la curiosidad royese la naturaleza frente a tan admirable obra del ingenio humano.

Recostándose en el banco, las piernas cruzadas placenteramente, Tomás Noronha dejó qué sus sentidos se embriagasen con la armonía urbana de aquél espléndido rincón. A la izquierda, elevándose por encima del espejo de agua y del verdor tropical, se destacaba la característica maraña de hierro enrojecido del Harbour Bridge, qué parecía una Torre Eiffel elíptica tumbada sobre el brazo de mar qué separaba el centro de la zona residencial; a la derecha, elevándose como gigantescas agujas de cemento, centelleaban los rascacielos imponentes en Sydney Cove, símbolos de poder qué afirmaban la pujanza de la ciudad, pero la joya de la corona, la piedra más preciosa de aquélla elegante diadema, qué brillaba al otro lado de la ensenada, besando el mar, era la estructura vanguardista de la Opera House, con sus múltiples conchas blancas encajadas unas en las otras, vueltas en todas las direcciones como si exhibiesen, con orgullo, el encuentro de la genialidad humana con la sencillez de la naturaleza.

Sídney resplandecía en la primavera austral.

Durante veinte minutos, el visitante se abandonó al plácido espectáculo de la arquitectura fundiéndose con el mar y la tierra, como si aquélla ciudad no la hubiesen construido presos y forzados, la ralea de la especie humana, sino artistas e iluminados, gente de saber y talento. Tomás tenía tiempo libre y no veía mejor modo de aprovecharlo qué sentir a Sídney respirar el día.

Fue entonces cuando reparó en él. Era un hombre de traje oscuro y corbata gris, gafas de marca ocultándole los ojos, qué se había sentado en el banco de al lado. El desconocido tenía un periódico en las manos, el Sydney Morning Herald, pero parecía más preocupado por observar a Tomás qué por leer las noticias. La sensación de qué lo estaba observando hizo qué Tomás se sintiera primero incómodo, e inquieto después. Siempre qué miraba al hombre, éste parecía engolfado en la lectura del periódico. Pero, en tres ocasiones, mientras contemplaba el edificio de la Ópera, al otro lado de Sydney Cove, se volvió deprisa y sorprendió al desconocido mirándolo.

—El cabrón me está espiando —murmuró Tomás.

Se levantó del banco y recorrió el Circular quay en dirección a los rascacielos, pero siempre por el Writer's Walk, la acera empedrada junto al agua. Caminó dos minutos y sólo entonces volvió la cabeza, como si estuviese apreciando la fachada art déco del Museo de Arte Contemporáneo. Por el rabillo del ojo, advirtió el bulto oscuro del hombre; venía unos cien metros detrás de él con el periódico bajo el brazo.

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