Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Tengo que preguntarle a Marcos. A lo mejor no le parece bien que sus chicos vayan a una comisaría.
Le pareció de perlas. Muy instructivo y original, según comentó. Ni que decir tiene que a los tres encartados aquella propuesta les fascinó. Marina preguntaba, entusiasmada:
—¿Nos dejarán ver a los presos?
—En las comisarías no hay presos, tonta; eso es en las cárceles —respondió Hugo muy suficiente. Pero ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
—Sí que hay, ¿verdad, Petra? En algunas películas lo he visto: aparece un montón de gente en una comisaría porque se han metido en un lío y todos hablan a la vez. Entonces el policía que está de guardia les dice: «¡Basta, basta o los encerraré a todos en el calabozo!».
—Bueno, ya sabéis que no hay que hacer demasiado caso a las películas —exclamé tirando pelotas fuera.
Teo, duro, implacable, ponía todo su empeño en que no se notara la emoción que sin duda le producía el plan del subinspector.
—¡Bah! —dijo con suficiencia—. A unos niños como nosotros no les van a enseñar nada interesante o ¿es que creéis que nos van a llevar por los sitios secretos?
¡Los sitios secretos! No podía imaginar qué se representaba en la mente de aquel crío cuando pensaba en la policía. A lo mejor la idea de Garzón podía ser muy provechosa, aunque como dijo Virginia Woolf: «Es más difícil matar a un fantasma que a una realidad».
A las cinco de la tarde se presentó el subinspector muy ufano, con bufanda y todo, y se los llevó como si no hubiera hecho otra cosa en la vida más que pastorear niños. Cuando hubieron salido, formando un extraño grupo, me volví hacia Marcos con cierta inquietud.
—No sé si no deberíamos arrepentimos de haberlos dejado marchar.
—¿Por qué? Fermín me parece un hombre lleno de sentido común.
—Sí, a veces, pero otras tiene unos arranques imprevistos que no dicta precisamente el sentido común.
—Pues ahora ya es inútil preocuparse.
—Marcos, tengo una pregunta que hacerte: ¿tú te preocupas por algo alguna vez?
—A ver... déjame pensar...: nunca me preocupo por lo que es inevitable, y sí, en ocasiones me preocupa el calentamiento global.
—Me das miedo. Pareces tenerlo todo permanentemente bajo control.
—¿Me querrías más si fuera un individuo excitable, siempre pendiente de los posibles riesgos de cualquier decisión, siempre angustiado porque algo se pueda torcer?
—Tengo mis dudas sobre que seas humano. Temo despertarme una noche y ver durmiendo a mi lado a un tipo de otra galaxia, con el pecho cubierto de escamas o algo así.
—Ven, querida mía, te demostraré hasta qué punto soy humano.
Se acercó moviendo los dedos como si fueran las garras de un rufián y yo salí corriendo. Me persiguió, yo grité y tras un breve juego me demostró que era humano y masculino, ambos derrumbados sobre el sofá.
Después de hacer el amor suspiré profundamente, mientras él dormitaba entre los cojines desordenados. Me sentía bien. El carácter racional y sereno de aquel hombre era ideal para alguien tan tendente al pesimismo como yo. Lo miré detenidamente. Con los ojos cerrados resaltaba su bonito perfil. ¿Por qué habían fracasado sus anteriores matrimonios?, ¿quizá justamente por su modo inalterable de actuar? ¿Había conseguido esa actitud que sus esposas se sintieran histéricas o estúpidas por comparación? ¿Acabaría pasándome eso a mí también? Me reconvine por estar pensando así de alguien que se había casado las mismas veces que yo. No estaba autorizada por mi biografía para considerarlo un barbazul. Además, el fracaso sentimental no existe, sólo existen las personas, las combinaciones entre ellas y las combinaciones de sus circunstancias. Cualquier otra teorización quedaba para los libros de autoayuda y los consejeros matrimoniales, fueran éstos titulados o no.
Pasamos el resto de la tarde sin salir, leyendo, charlando y bebiendo un cóctel estupendo que él preparó. La felicidad es fácil si no pretendes alcanzarla, pensé. Sólo en un par de oportunidades me flageló la necesidad de llamar a Yolanda, pero la respuesta de la joven policía fue siempre la misma: la búsqueda continuaba, pero aún no habían encontrado nada. A nuestra testigo se la había tragado el asfalto de la ciudad.
A las nueve de la noche regresó la comitiva. El subinspector ni siquiera subió, tenía prisa. Los tres niños parecían exhaustos. Marcos les preguntó qué tal lo habían pasado y su sincera curiosidad, que yo compartía, tuvo que conformarse con un escueto: «Bien».
—«Bien» es poco decir después de toda una tarde con la policía.
—Hemos visto vídeos de robos —se avino por fin a anunciar Marina.
—Y una habitación llena de armas incautadas —dijo Hugo demostrando que había asimilado a la perfección el vocabulario policial. Teo permanecía callado. Probé con él:
—¿Y tú, Teo, no has visto nada interesante?
—Sí, el subinspector Garzón también nos llevó a la policía científica y nos enseñaron cómo se toman las huellas dactilares.
—¡Bueno, al parecer ha sido un día muy intenso!
—Sí, y el subinspector Garzón nos ha contado que ha pasado por muchos peligros y cómo ha atrapado a muchos malhechores. Es un hombre muy valiente, aunque parezca normal —soltó Marina llena de genuina admiración.
—Puedes estar segura de ello —contesté con cierto retintín.
—En la mesa de la cocina tenéis algo para cenar.
—No tenemos hambre, papá. El subinspector nos ha invitado a unos bocadillos de chorizo que estaban buenísimos —remató Hugo. Dicho esto, desaparecieron en fila silenciosa. O estaban realmente cansados o algo impresionados por la realidad que acababan de contemplar. Marcos y yo nos miramos mutuamente con un poco de intriga.
—¿Tú crees que les ha ido bien? Están raros.
—¡No, mujer!, que no se muestren demasiado comunicativos es un comportamiento típico infantil: cuanto mejor lo pasan, más remisos son a contarlo.
—Lo comprendo, porque a mí me pasa lo mismo...
—Además están hechos trizas, parece que Garzón les ha pegado una buena batida por todas partes.
—Aparte de contarles que él solito se encarga de luchar contra el crimen en este país.
—No seas malvada.
—En fin, mientras esto no sirva para que les dé por hacerse policías.
—Hay tragedias peores.
—Sí, pero yo no las he vivido.
El domingo por la mañana bajé a desayunar temprano porque quería ponerme a trabajar un rato. En la cocina ya estaba Hugo, tomando leche con galletas, solo.
—¡Ah, vaya!, creí que era la más madrugadora, pero veo que te has adelantado.
—Los demás duermen aún.
Me preparé café y me senté a su lado. Estábamos callados, comiendo tranquilamente, cuando de pronto dijo:
—Petra, ¿tú por qué te hiciste policía?
—Bueno, al principio era abogada, pero el trabajo me aburría bastante. Entonces estudié en la academia de policía y después empecé a ejercer y me gustó.
—¿Y ya no te aburres?
—En absoluto. Tampoco es una fiesta continua, pero resulta interesante.
—Yo nunca me haría policía.
—¿Tan mal te pareció lo que viste ayer?
—No es eso, lo que pasa es que no me gustaría tratar con gente que hace cosas malas. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Perfectamente.
—La verdad es que tú no pareces policía, el subinspector Garzón lo parece mucho más. Dice cosas más fuertes.
Un sentimiento de extrema prudencia me llevó a no preguntar qué «cosas fuertes» eran las que decía Garzón, aunque me propuse investigarlo por mis propios medios, temiéndome lo peor. Intenté dirigir la conversación por derroteros menos comprometidos.
—¿Ya sabes lo que quieres ser de mayor, quizá arquitecto como tu padre?
—No. Quiero ser guardia forestal. Viviré en la montaña en una casa de madera y tendré un montón de perros.
—No es un mal plan; espero que me invites a visitarte alguna vez.
—Sí, sí que te invitaré. Teo dice que quiere ser terrorista musulmán.
—¡Qué barbaridad!
—Bueno, ya sabes cómo es.
—Le gusta que todo el mundo piense mal de él.
—Sí, va de duro. —Hizo una pausa y añadió—: Petra, el subinspector es supersimpático, pero prefiero que seas tú la que vive con nosotros.
—Claro, una madrastra con bigote debe ser algo difícil de aceptar.
Se rió un poco y siguió desayunando con buen apetito. Yo me retiré, poniendo a Dios por testigo de que averiguaría qué diantre había sucedido con Garzón.
Estaba en el salón, releyendo todos los informes del caso desde el principio cuando entró Marcos. Me traía una taza de té. Me besó.
—¿Trabajando en domingo? Estás preocupada por ese caso, ¿verdad?
—Tengo que confesarte que sí. No sabemos por dónde tirar y la atención de todo el mundo está centrada en nosotros.
—Creo que tu trabajo es de los más duros que existen.
—Quizá no es para tanto.
—Sí lo es. En las demás profesiones podemos dedicarnos con más o menos ahínco a un proyecto, buscar una consecución, pero solemos depender más de nosotros mismos. Sin embargo, un policía que persigue a un criminal está siempre hipotecado por un montón de variables que no puede controlar.
—Llevas razón, a menudo es frustrante. Cientos de esfuerzos quedan sin ninguna compensación. Un trabajo de locos, créeme.
—Quizá decir eso es excesivo. Todos los trabajos conllevan una parte de frustración. Yo mismo acabo de presentar el proyecto del hotel en el que he trabajado horas y horas y ni siquiera sé si lo aceptarán.
—No sabía que lo habías acabado.
—¿Quieres verlo? Si puedes dejar un momento lo que haces te lo mostraré.
Lo acompañé hasta su estudio y mientras me explicaba los complejos planos, lleno de entusiasmo, me di cuenta de que no había estado prestando la menor atención a sus quehaceres de arquitecto. El interés parecía siempre centrado en mis investigaciones, lo cual era terriblemente injusto. Sin duda era un llamativo fallo por mi parte. Pero ¿cómo estar pendiente de los detalles de la convivencia cuando un caso difícil te mantiene cautiva? El matrimonio debería ser considerado como una tarea más, como una empresa gestionable, como un jardín de flores que necesita cuidados y atención. Pero si así era, entonces los momentos de distensión absoluta, aquellos en los que uno se encuentra consigo mismo y no debe procurar nada sólo se encuentran en soledad. Complicado, el matrimonio, realmente complicado, y Marcos debía de saberlo, quizá por eso me preparaba tortillitas reparadoras cuando regresaba tarde y tazas de té si me veía atareada. ¿Y qué hacía yo a cambio? Correr tras una momia presuntamente incorrupta sin detenerme a pensar ni un minuto en el bienestar de mi marido. Suspiré para mis adentros mientras fingía escuchar sus comentarios técnicos. En ese instante, unos golpecitos discretos sonaron en la puerta. Era Teo.
—Petra, han llamado de comisaría. Dicen que tienes que ir urgentemente.
Me puse tensa, tomé el teléfono que había sobre la mesa de Marcos.
—No, si ya han colgado. Sólo dijeron que te avisara de que tenías que ir.
—¿Con quién has hablado?
—No lo sé. Era una chica, pero no dijo su nombre.
Fui en busca de mi móvil, tenía un mensaje de Yolanda: «Venga en cuanto pueda, inspectora». La llamé varias veces pero no respondía.
—Tengo que marcharme, Marcos, soy incapaz de aclarar qué ha pasado. En cuanto pueda volver sigues contándome los planos.
—Olvídate de eso ahora.
Por desgracia así tuvo que ser. Llegué a comisaría con la lengua fuera y un evidente estado de preocupación. Yolanda se dio cuenta e hizo ademán de pararme con ambas manos.
—Tranquila, inspectora, tranquila. No es tan grave, pero es que Sonia la llamó y...
Maldije para mis adentros a la torpe Sonia, pero lo que vi me convenció de que no era mala idea haber acudido a comisaría. Todo el mundo estaba trabajando: el operativo en pleno, lo cual me hizo sentirme un poco culpable.
—¿Qué ha pasado?
—Una vecina de la calle Escornalbou está segura de haber visto a la mendiga anteayer por la mañana. Aquí está el informe que el compañero López ha escrito.
Lo leí con avidez. La mujer se había instalado con un carrito de supermercado lleno de sus objetos personales y su mochila habitual en la esquina de Escornalbou con Reinaxença, en el suelo de un portal. La vecina que la reconoció se había fijado en ella desde el balcón de su casa porque no paraba de moverse y parecía alterada. Media hora después de haber llegado se levantó del suelo y se marchó, empujando su carro, en dirección al parque del Guinardó. La testigo no presentó la más mínima duda sobre la identidad de la mendiga.
Cuando levanté la vista del papel me topé con los ojos de Sonia, grandes e inexpresivos como faros marinos.
—El policía López es del grupo que reportaba conmigo directamente, por eso la he llamado, inspectora. No sabía si...
—Has hecho bien, Sonia.
—A lo mejor la he molestado, pero me pareció que...
—Ya te he dicho que está todo correcto. ¿Qué más quieres que haga, aplaudir?
Se mordió el labio con el gesto inconfundible de quien lamenta haber metido la pata.
—Ve a buscar a López, quiero hablar con él.
En cuanto estuvimos solas, Yolanda se atrevió a decir:
—¡Jo, inspectora!, ¿no le da usted demasiada caña a la pobre Sonia? Le aseguro que trabaja sin parar.
—Ya lo sé, pero no puedo evitarlo. Me altera los nervios, tiene esa virtud.
—Pues le advierto que ella la admira muchísimo.
—Quizá sea por eso. Recomiéndale que me odie, quizá así vayamos mejor. Y sigamos trabajando, no he venido aquí para una sesión humanitaria. Puedes decir a la mitad del operativo que ya ha acabado su misión. Concentra al resto de gente en el barrio del Guinardó. Id vosotras también. Que no quede metro cuadrado sin inspeccionar. ¿Está claro?
—Sí, inspectora —soltó con un aire castrense que me sonó levemente crítico.
—¡Pues, marchando! —apostillé por si el aire era reprobatorio de verdad.
A la mañana siguiente la comisaría era un hervidero: alguien había filtrado a los periodistas que estábamos buscando a una mendiga que podía ser la misteriosa asesina del hermano Cristóbal. Las interpretaciones de los diarios no podían ser más variopintas: en unos casos decían que la mujer quizá estaba adscrita a alguna secta religiosa, en otras se especulaba con la posibilidad de que hubiera sido una antigua novia del fraile que se había vuelto medio loca cuando él la abandonó para profesar. Yo me encontraba al borde de la histeria, lo cual contrastaba con la tranquilidad y filosofía con que lo tomaba Garzón.