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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (15 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—Ya se sabe, inspectora; con un operativo de gente tan numeroso y en un caso que tiene captada la curiosidad del público siempre hay filtraciones; y usted sabe hasta qué punto es inútil intentar averiguar quién ha sido.

—¿Y todos estos culebrones que se inventan? Algunos están creando un auténtico folletín decimonónico.

—A los lectores les gustan los folletines y los periodistas tienen un número determinado de líneas que rellenar.

—¡Ah, pues cojonudo! Si tan bien le parece, ¿por qué no va a contarles que la mendiga es nieta natural de Anastasia, la zarina perdida? ¡Seguro que les encanta y lo ponen en primera página!

—Inspectora, se está poniendo usted de los nervios sin necesidad. La prensa es algo con lo que debemos aprender a convivir.

—¿Qué ha hecho usted, un cursillo de yoga? Localíceme a Villamagna, quiero hablar con él.

Había dado media vuelta y tres pasos cuando lo llamé.

—Garzón, se me olvidaba. Me gustaría saber qué pasó con los niños en la visita a comisaría que hicieron el sábado.

—¡Ah, nada, fue muy bien! ¿No se lo han contado ellos? Son unos chavales muy majos. Si me los prestan otro día los llevaré a merendar a mi casa. Beatriz quiere conocerlos mejor.

—Sí, algo me contaron, pero quisiera saber si Teo se portó bien. Ya sabe, es el más irónico, el más difícil de los gemelos.

—Sí, bueno, no me pareció nada preocupante. Quería hacerse el machito, lo cual es corriente entre chicos de su edad.

El brillo de sus ojos de nutria junto al modo en que desviaba la mirada me confirmó que algo había ocurrido. Insistí.

—No le estoy pidiendo un dictamen psicológico del niño; sólo quiero que me cuente qué sucedió.

—Parece que esté preguntando por algo grave, pero nada malo pasó, fue una simple anécdota. Resulta que Teo estaba en plan duro. Cuando a sus hermanos les enseñaba la habitación de las pistolas, o los reactivos para huellas... bueno, pues se mostraban encantados, abrían unos ojos como platos, preguntaban, exclamaban... en fin, lo natural. Sobre todo Marina; esa niña es un sol, tan lista, tan formal...

—Centrémonos en la historia, Fermín.

—Bueno, pues como le digo a Marina y Hugo se les veía entusiasmados con lo que les estaba enseñando. Sólo Teo iba de pasota, de conocedor del tema. Ponía todo el rato cara de indiferencia, y de vez en cuando soltaba algún comentario cínico como al desgaire. Por ejemplo le oí decir: «Sí, ya. Pero la policía buena es la americana. Esto de la policía española es una cutrez». En ese momento pensé que sería bueno aplicarle un ligero correctivo, bueno para su educación, quiero decir.

Lo interrumpí, cada vez más alarmada.

—¿Quiere decirme de una vez qué es lo que pasó?

—Nada, si va a parecerle una tontería, pero el caso es que, ya un poco mosqueado, les digo a los chicos que voy a buscarles una bebida y los dejo solos en mi despacho. Y mira tú que, junto a la máquina de refrescos, me encuentro al policía Domínguez.

—¿Al marido de Yolanda?

—El mismo. Se iba para su casa, ya sin uniforme, y entonces se me ocurrió que podía hacerme de figurante en una pequeña escena de ficción criminal. Como ya sabe usted lo buena persona que es, accedió enseguida. Le dije que se sentara en un banco del pasillo y fui a buscar a los chicos con la excusa de que me ayudaran con las bebidas. Pasamos por delante de Domínguez, que estaba allí como si lo hubiéramos detenido, y yo informé a los niños en voz baja de que se trataba de un peligroso delincuente. Entonces Domínguez, según lo acordado, me soltó en plan muy chulo: «¿Qué pasa, por qué me miran como si tuviera monos en la cara?». Me acerqué, le grité cuatro palabras malsonantes, él hizo como si se rebotara y se puso en pie. Lo senté de un empujón, lo cogí por la pechera, lo zarandeé un poco y lo amenacé diciendo que si volvía a respirar le rompería todos los dientes con la culata de mi pistola. ¡Una gilipollez!, como usted puede ver, pero le aseguro que surtió su efecto. El machito se puso blanco como la cera y cambió por completo de actitud hasta el punto de estar el resto de la visita atento a mis explicaciones como si no le llegara la camisa al cuerpo.

—¡La rehostia, Garzón! Algo me imaginaba ¿Cómo se le ha ocurrido hacer una cosa así? ¡Cualquiera de esos críos tiene más cerebro que usted!

—No creo que a su padre le importe demasiado.

—Puede que no, aunque dudo de que se ponga a dar saltos de alegría, pero le recuerdo que esos niños tienen madres, y a lo mejor a esas madres, por pura casualidad, no les gusta que sus hijos presencien escenas de violencia que suceden en el entorno de su madrastra.

—¿Escenas de violencia? ¡Pero si ya le digo que no fue nada!, cuatro tacos mal dichos, y de los suaves. Seguro que esos niños los utilizan mucho más bestias en el colegio.

—Todo esto traerá consecuencias nefastas para mí, ya verá. ¡Es usted un inconsciente y un vivalavirgen!

—Y usted una exagerada. Además no sabe nada de psicología infantil. Estoy seguro de que a ese niño se lo he puesto a tono para siempre. Ahora se dará cuenta de cómo nos las gastamos los policías y se portará con más respeto hacia usted. Será mejor que no me reproche nada más porque luego tendrá que pedirme disculpas e incluso darme las gracias por mi acción pedagógica.

Dio media vuelta y se largó tan campante. ¡Su acción pedagógica! Era el colmo de la desfachatez. No podía salir de mi asombro. De repente se habían volatilizado de mi mente todos los pormenores del caso y sólo sentía una gran indignación junto a la necesidad urgente de poner al corriente de los hechos a Marcos. Lo llamé por teléfono y le dije que quería que comiéramos juntos en un italiano al que solíamos ir. Y vive Dios que me costó pasar el resto de la mañana concentrada en los malditos informes.

A la una y media salí como una bala de comisaría para que nadie me viera. Marcos me esperaba ya, con la carta del restaurante en la mano, y me lanzó una sonrisa encantadora.

—¿A qué se debe el honor de que mi querida esposa me dedique una comida íntima e inesperada?

—Déjate de bromas y escúchame.

Le transmití punto por punto y sin omitir nada el relato que me había hecho el subinspector. Luego, sin dejarlo apenas reaccionar, empecé a despotricar contra Garzón. Al final de la catilinaria Marcos quedó callado. Se quitó las gafas y se masajeó los ojos con ambas manos. De repente me di cuenta de que estaba riéndose.

—¡Jo, es la berza, el tal Garzón!

—¿Es lo único que se te ocurre: reírte y decir que es la berza como si fueras un quinceañero? ¿No te das cuenta de que tus hijos lo contarán en sus casas? ¡Tus ex mujeres se echarán sobre nosotros!

Devolvió las gafas a su lugar, se encogió de hombros y suspiró filosóficamente.

—Petra, si hubiera tenido que hipotecar mi vida por temor a lo que pensaran o hicieran mis ex mujeres estaría más parado que la estatua de Lot. Si quieren, siempre encontrarán un flanco débil por el que atacarme. Pero el tiempo pasa, y las cosas tienden a calmarse, de modo que si los chicos cuentan algo lo más probable es que no ocurra nada.

—Debe ser cosa de hombres, lo de la inconsciencia.

—¡Y de mujeres lo de poner el grito en el cielo ante cualquier posibilidad de problema! —exclamó con vehemencia. Me costó cerrar la boca tras la sorpresa. Marcos nunca me había hablado así. Mi reacción de desconcierto pareció divertirle.

—A lo mejor a los chicos les vino bien la «lección pedagógica» de tu compañero; puede que incluso una lección de calma te viniera bien a ti.

—Si sigues hablándome en ese tono me levantaré y me iré.

El camarero esperaba nuestra orden, bastante violento, porque era obvio que nos hallábamos en una pelea. Pedí un plato de pasta porque en el fondo me parecía excesivo largarme, pero en aquel momento pensaba en el total de los hombres como en un hatajo de cretinos autosuficientes a los que sin duda se debería exterminar.

—¿Quieres seguir discutiendo? —preguntó Marcos ante su pizza.

—No —contesté secamente.

El resto de la comida fue tenso, pero conseguimos comentar con cierta normalidad asuntos neutros. Con el último sorbo de café aún en el paladar, nos fuimos y la despedida consistió en un frío beso sobre la mejilla.

Regresé a comisaría con un nudo en la garganta. Estaba tan acostumbrada a la ternura de Marcos que su reacción airada me dolía de manera exagerada. ¿Sería aquello el principio del final? De repente el generador de todos los males se presentó ante mí.

—Hola, inspectora. La he buscado para comer juntos pero me han dicho que había salido a toda prisa.

—Un asunto personal.

—¿Todavía está enfadada conmigo por lo de los chavales? ¡Cualquiera diría que los llevé a una autopsia con vísceras al aire!

—Supongo que no se le ocurrió.

—Oiga, Petra, estos chicos de hoy en día necesitan un poco de enfrentamiento con la realidad, tanta preservación lleva a...

—¡Ni una palabra más! Sólo me faltaba tener que tragarme una conferencia sobre su nueva faceta de pedagogo. Pasemos al trabajo: ¿hay algo nuevo?

—Sí, el portavoz Villamagna la está esperando en la sala.

—Pues dígale que venga a mi despacho.

¿Qué puede hacerse cuando el mal humor nos invade hasta el punto de potenciar nuestros defectos y minimizar nuestras virtudes? Hay quien cuenta hasta diez, quien hace yoga, quien ejecuta flexiones en el suelo procurando ventilar correctamente... yo apreté los dientes y me dije: «Petra, basta ya. Finalmente esos niños no son hijos tuyos. Además, la vida privada no puede inmiscuirse en la profesión, sobre todo si eres un buen policía». Me sentí más serena con aquella reflexión de manual, pero toda mi serenidad estuvo a punto de irse al traste cuando vi a Villamagna mascando chicle y ataviado con una camiseta en la que destacaba una enorme calavera sonriente:

—¡Eh, Petra!, ¿cómo estás?

—Cabreada.

—Me lo imagino. ¿Has visto la literatura de usar y tirar sobre el caso de la momia?

—Sí, me ha resultado muy ilustrativa del tipo de merluzos con los que tienes que tratar.

—Ya ves, tía, así de dura es la vida del portavoz.

—Pero el portavoz debería hacer alguna declaración de vez en cuando que consiguiera mantener a los periodistas más a raya.

—¡Coño, Petra, ahora sí que me has jodido! He preguntado un par de veces y no habéis averiguado una puta mierda. ¿Qué quieres que haga, que me invente yo las jodidas basuras que se inventan ellos?

—¡Dijiste que los mantendrías ocupados con declaraciones que no contuvieran nada sustancial! Teóricamente tú sabías hacerlo.

—Oye, Petra, ¿pero tú qué te crees, que los tíos a los que debo enfrentarme son monjas de la caridad como las del convento de la momia de los cojones? ¡Son plumillas de sucesos, lo más tirado que hay dentro de la profesión, y te aseguro que tienen el culo pelado de ruedas de prensa y que si no les dices nada con chicha se ponen de un borde que no hay quien los aguante! Entonces es peor que no convocarlos; también se inventan cosas pero a mala hostia.

—¡Basta, Villamagna, cierra la compuerta de las groserías que ya te he entendido!

—De acuerdo, ¿pues qué quieres que les diga? A ver. Si al capullo ése del juez no le pasa por la polla declarar el sumario secreto ya me contarás. Pero yo les digo lo que tú me mandes. Ahora mismo nos pegamos una sentada tú y yo y voy apuntando.

Era un enfrentamiento meramente nominal, sin verdadera acritud, pero en él nos encontró Garzón cuando vino a buscarme. Como si se tratara de un mayordomo británico de los de la antigua escuela me dejó caer un suavísimo:

—Inspectora Delicado. El comisario Coronas desea vernos en su despacho a la mayor brevedad posible.

Segura de que estaba pitorreándose lo miré con enojo:

—Ya voy, querido colega, transmítale al comisario mi intención de personarme inmediatamente.

—¡Joder! —masculló Villamagna—. ¿Y yo qué hago mientras tanto, me la casco?

—Es una opción —dije quedamente mientras salía.

Coronas estaba como siempre, es decir, sobrepasado o aparentando estarlo por causa del trabajo y las responsabilidades.

—Siéntense, por favor —concedió como una
prima donna
dispuesta al sacrificio. Cuando lo hubimos hecho, levantó la vista de su ordenador y dio un suspiro de madre abnegada.

—Y bien, señores, veo que sus progresos, si es que los hay, son lentos y titubeantes. No es mi intención apresurarlos ni agobiarlos demasiado porque comprendo que este caso es mucho más endiablado de lo que aparentaba en un principio. Sin embargo, nos encontramos con el problema de la presión mediática, que no sólo no ha cedido sino que va incrementándose más a cada día que pasa. Supongo que han leído ustedes las soplapolleces que se han publicado últimamente.

—Así es —afirmó Garzón de modo innecesario.

—Muy bien, ustedes pueden permitirse el lujo de ignorarlas, pero yo, cada vez que aparece una historia publicada, tengo que dar la cara frente a mis superiores que, dicho sea sin ánimo de crítica, suelen ponerse histéricos.

—Sí, señor, acabo de hablar con el inspector Villamagna, pero...

—Quieta, Petra, aún no he acabado. Quería informarles de que, tal y como les anuncié, he contratado la ayuda externa de un psiquiatra de lujo: el doctor Beltrán.

—¿Y con quién debe pasar consulta: con nosotros, con los periodistas, con los superiores?

—No se haga la graciosa, Petra. El doctor Beltrán es especialista en mentes perturbadas con delirios de tipo religioso.

—Pero señor, hicieron falta dos tipos para levantar la urna donde estaba la momia robada, y dos fueron las personas que, según la testigo, transportaron la momia hasta una furgoneta. ¿Usted cree que eso concuerda con la figura de un psicópata que actúa en la sombra obsesionado con su idea?

—Según el doctor hay psicópatas, siempre de gran inteligencia, que son capaces de convencer a personas de escasa voluntad para que los secunden en sus propósitos.

Di un suspiro de desánimo que Coronas fingió no haber oído.

—Además... —prosiguió— ...y aquí enlazo con la primera parte de mi discurso, este psiquiatra nos ayudará a dar explicaciones a los periodistas porque, hasta donde sé, posee un estilo muy didáctico ya que acaba de publicar un libro de divulgación psicológica en una importante editorial.

—¿Quiere esto decir que debemos abrir una línea de investigación que contemple la posibilidad de un psicópata asesino y ladrón de reliquias? ¿Y con qué pruebas, señor?

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