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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (2 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—¿Puedo comerme una manzana?

—Sí, pero no estando boca abajo, podrías atragantarte.

Permaneció inmóvil, considerando los riesgos de comerse una manzana con los pies en alto, y por fin asintió. Yo salí corriendo y me prometí no volver a pensar en los innumerables peligros que una casa encierra.

El convento de las corazonianas estaba situado en las cercanías de la plaza de Sant Just i Pastor. En una callejuela lateral, la portada levemente barroca, más bien fuera de cualquier estilo arquitectónico absoluto, se elevaba entre otros edificios antiguos, provocando una sensación inquietante y serena al mismo tiempo, si eso puede ser así. Un timbre hábilmente disimulado conectaba aquellas piedras con la modernidad. Llamé, y apenas un segundo después, una voz nada agradable, que más bien remitía a un ama de casa agobiada que a una novicia angelical, me preguntó quién era a través de un interfono ronroneante. Al contestar: «Petra Delicado, inspectora de policía», me invadió una oleada de irrealidad. ¿Qué demonio pintaba yo allí?, ¿qué me esperaba tras aquellos muros centenarios?, ¿para qué me necesitaban en una comunidad religiosa? Pensé que sin duda se trataría de alguna gilipollez: una niña de las que acudían por allí había cometido alguna gamberrada o un turista presuntamente cultural les había mangado algún cáliz de relativo valor. Sin duda mi cometido se limitaría a vehicular el asunto en las manos de los colegas a quienes compitiera, y a ser tan amable como para conseguir que Marina y su familia quedáramos en buen lugar.

Una monja con tantas dioptrías como años abrió la puerta y me atisbó a través de los cristales espesos de sus gafas pasadas de moda. Iba vestida con un hábito negro por completo que le daba el aspecto de un oscuro pajarraco de mal agüero. Para intentar verme mejor, elevaba la cabeza y arrugaba la nariz.

—¿Es usted la policía? —se cercioró—. Pase por aquí. La madre Guillermina enseguida la recibirá.

Me depositó en una salita poco iluminada. Olía a lejía, a incienso y, sorprendentemente, también a humo de cigarrillos. Me senté en un sofá del año de la polca y pasé revista a los cuadros de sacristía que ocupaban las paredes. Eran horribles: ángeles musculosos como matones de discoteca armados con espadas flamígeras, santas con guirnaldas de floripondios en torno al cuello y los ojos en blanco a causa de algún éxtasis ignoto... pero el más llamativo por su mal gusto representaba a un niño Jesús con claro sobrepeso siendo adorado por tres Reyes Magos sacados de un carnaval popular. Si se había producido un robo en aquel convento y si lo robado estaba a la altura artística de aquellos adefesios, ni siquiera sería necesario pedir refuerzos, con tomar nota de la denuncia y olvidarme después estaría bien. En ese momento entró la hermana portera, o como diantre se denominara, y me invitó a acompañarla.

—Vamos al despacho de la madre superiora —aclaró.

La seguí por largos pasillos lúgubres, desiertos de cualquier vestigio vital. Al entrar en el despacho anunciado el conjunto cambió. Era una estancia amplia, amueblada de modo funcional, y en la mesa que ocupaba el centro se veía un ordenador de última generación. La calefacción hacía menos inhóspito el ambiente y, estaba segura, olía a tabaco una barbaridad. Me senté en un silloncito de confidente y me relajé. La tal madre Guillermina se hacía esperar más que un ministro, pero eso me indicaba que el problema que debía resolver no era grave. Al fin, una puerta que había en un rincón se abrió y entró con paso firme una monja de unos cincuenta años, alta, fornida, de ojos claros velados por gafas, que alargó su mano para estrechar la mía, una mano casi varonil que me hizo daño al apretar.

—Inspectora Delicado, gracias por venir. Soy Guillermina de Arrinoaga, madre Guillermina del Sagrado Corazón en esta comunidad. No se levante, por favor.

Tomó asiento pesadamente y suspiró. Me miró taladrándome y volvió a suspirar. Yo permanecía aún impresionada por su pinta imponente y por la energía que desprendía su presencia.

—Petra. ¿Puedo llamarla Petra? Marina siempre nos habla de usted. La quiere mucho, dice que es usted la mejor policía de la ciudad.

—No creo que conozca a muchos más. Dudo de que figure algún policía en la nómina de amigos de su madre.

Soltó una carcajada seca y corta.

—Sí, policías y monjas no tenemos buen cartel en el mundo burgués. Carecemos de lo que ahora llaman
glamour
. ¿Usted fuma, inspectora?

—No compulsivamente, puedo esperar a salir.

—Bien, con lo que le queda por ver en esta casa no creo que se escandalice porque fume yo. Pasé quince años en Miami fundando una comunidad, todas las monjas eran cubanas, por supuesto. De modo que regresé de allí con dos defectos: no soporto el frío y fumo, ¡qué le vamos a hacer! Suelo retenerme en público, pero estoy tan alterada con lo de hoy...

Abrió un cajón y me ofreció un cigarrillo del paquete que extrajo. Lo tomé. No quería forzar las cosas, pensaba dejarla hablar. Exhalamos al unísono la primera bocanada. Ella la soltó como una verdadera chimenea industrial.

—¿Es usted vasca, madre?

—Pamplonica.

—Buena tierra.

—Al final, una monja no tiene tierra, ni familia, ni siquiera nombre, ya ve que nos lo cambian. Es más duro de lo que parece. Pero compensa, ¿y sabe por qué compensa?

—¿Por la fe?

—Completamente cierto. Por la fe y por la paz. En el interior de los conventos hay paz, inspectora. No le digo que no haya trabajo, y papeleos, y lucha por la subsistencia; pero estamos preservadas de los vientos que soplan fuera. Me entiende, ¿verdad?

—La entiendo muy bien.

—Por eso la he llamado a usted. Ha ocurrido una cosa terrible, algo que nos podría arrojar a los leones, perturbar nuestra vida y nuestro estatus. De modo que resulta imprescindible la discreción, discreción absoluta.

—¿De qué me habla?

—Prefiero que lo vea, luego le cuento.

Aplastamos nuestras colillas contra un cenicero de cristal basto y nos levantamos. Fui tras ella, acompasando mis pasos a su marcha casi atlética. En aquellos momentos había renunciado a cualquier deducción, estaba en blanco, pero el corazón me palpitaba con la violencia que antecede a los infartos, tanta era la expectación que todo aquello me había creado. La superiora paró de repente ante una puerta de doble hoja, de madera noble, más historiada que el resto de las que habíamos sobrepasado. Echó mano al bolsillo de su hábito y empezó a buscar enérgicamente.

—¡Estas dichosas llaves!

Creí que iba a maldecir, pero encontró la llave que estaba buscando. Era grande, antigua, de hierro forjado. Con ella abrió la puerta y entramos. Encendió las luces, que iluminaron tenuemente una pequeña capilla gótica, bellísima en su simplicidad.

—Venga por aquí.

El caminar vigoroso de la monja se volvió más mesurado mientras nos encaminábamos a la parte posterior del altar. Allí, la madre Guillermina se paró en seco y me señaló un bulto informe que había en el suelo. No conseguía distinguir nada con claridad, la miré inquisitivamente.

—Acérquese usted, yo ya lo he visto demasiado.

Di varios pasos en la penumbra y al fin pude apreciar con claridad de qué se trataba. Era un hombre caído boca abajo. Me acerqué aún más. Sin lugar a dudas estaba muerto, a su alrededor se extendía un charco de sangre negra que parecía haber manado de una herida o golpe que tenía en el occipital. Fui incapaz de seguir observando detalle alguno; el asombro se anteponía a cualquier rasgo profesional. Llegué hasta donde estaba la superiora y la increpé de modo bastante absurdo:

—¿Usted sabe lo que hay ahí? ¡Ese hombre está muerto!

—¿Por qué cree que la he llamado? ¡Por supuesto que está muerto, alguien lo ha asesinado!

—¿Desde cuándo lo sabe?

—Lo encontró al alba la hermana que hace la limpieza.

—Pero ¿sabe cuántas horas han pasado desde esta mañana?

—¡Claro que lo sé, puedo contarlas igual que usted!

Las dos estábamos furibundas, casi chillando. Me pasé la mano por la cara como si fuera a despertarme de un mal sueño, aquello no podía ser verdad.

—¿Sabe que debía haber llamado a la policía inmediatamente, sabe que...

Me interrumpí, exasperada, y saqué mi teléfono móvil.

—¿Qué está haciendo? —inquirió la monja de muy mal talante—. Si hemos tardado tanto en llamar y si al final he decidido llamarla a usted es porque buscábamos ante todo la discreción. No podemos echar las campanas al vuelo tratándose de un tema del convento.

—¿Qué sugiere, que lo enterremos en la cripta y borremos las huellas?

—¡No diga tonterías ni se insolente conmigo. Éste es mi convento y aquí mando yo! ¿Tiene alguna idea de quién es ese hombre? ¡Es el hermano Cristóbal del Espíritu Santo, monje del monasterio de Poblet! ¿Quiere organizar un escándalo que implique a dos órdenes religiosas a la vez?

Apreté los dientes, la miré con furia y mascullé:

—Usted puede ser la priora de este convento y de diecisiete más y ese hombre el papa de Roma cortado en trocitos; me da igual; estamos en un país donde hay una ley y nadie está al margen de ella.

Noté cómo se sulfuraba a más no poder, cómo tomaba resuello para soltarme la próxima andanada, pero antes de que articulara una palabra la atajé:

—Madre Guillermina, si me impide durante un segundo más ejercer mis funciones de policía o retrasa de algún modo la investigación que necesariamente se va a producir, le aseguro que me la llevaré detenida por obstrucción a la justicia.

Se calló, aunque siguió lanzándome una mirada de perro dominante, que yo sostuve. Luego bajó los ojos y gruñó:

—Haga lo que tenga que hacer, pero le ruego que sea discreta.

No queriendo enardecerme en la victoria, marqué el número de Garzón mientras le susurraba:

—No se preocupe, lo seré.

El subinspector debía estar en una fiesta, porque su voz tenía como telón de fondo una increíble animación.

—¡Hola, Petra! No puedo creer que me llame, tenemos la tarde libre, ¿recuerda?

—Se trata de un asunto grave, subinspector. Quiero que organice todo el operativo para el levantamiento de un cadáver. Envíelos al convento de las corazonianas que se encuentra junto a la plaza Sant Just i Pastor. Y venga usted también, a toda prisa.

—¡Ja! Cada vez aprecio más su sentido del humor. Así que me espera en el convento como si usted fuera el Tenorio y yo doña Inés, ¿eh?

Me separé un poco de la religiosa y bajé la voz.

—Subinspector Garzón, deje la copa que tiene en la mano y tómese un café. Le quiero aquí inmediatamente, ¿entendido?

—Pero... ¡es el cumpleaños de mi mujer!

—Inmediatamente.

Colgué. Observé en la siempre expresiva mirada de la madre Guillermina cierto fulgor admirativo. A los autoritarios suele gustarles encontrarse a alguien que está cortado por su mismo patrón. Me puse frente a ella:

—Y ahora, mientras llegan mis compañeros, los sanitarios y el juez, empiece a contarme que ha pasado.

—Pero es que aún no lo ha visto todo.

Se me aflojaron las piernas.

—No irá a decirme que hay algún muerto más.

Se movió en dirección a un muro lateral y señaló un aparatoso sarcófago vacío.

—Justamente lo contrario, hay un muerto menos. Ha desaparecido nuestro beato.

—Vamos a ver, madre, empecemos por el principio o conseguirá volverme loca.

—Es muy fácil, no se ponga nerviosa. El hermano Cristóbal llevaba varios días haciendo la restauración y mantenimiento de nuestro beato, fray Asercio de Montcada, una momia medieval, para que usted lo entienda.

—De acuerdo, ahora sí empiezo a entenderla. De modo que esta mañana han encontrado al hermano Cristóbal asesinado y, al mismo tiempo, ha desaparecido la momia de Fray Asercio.

—Exacto. Usted comprenderá, inspectora, que antes de tomar la determinación de poner todo esto en conocimiento de la policía necesitaba valorar personalmente el alcance de lo ocurrido.

—Al menos espero que nadie haya tocado nada.

—En absoluto. Yo misma fui a buscar la llave y cerré la puerta para que nadie entrara.

—De modo que si había alguien dentro tampoco pudo salir después de irse usted.

—Dentro no había nadie, se lo puedo asegurar.

—Si las cosas sucedieron como usted cuenta...

—La hermana Marcela entró para hacer la limpieza, encontró al hermano Cristóbal muerto y fue a avisarme inmediatamente.

—En ese lapso alguien pudo salir.

—¿Y quién podía estar dentro?

—Si contestamos a esa pregunta enseguida encontramos la explicación, madre. ¿Estaba la capilla cerrada con llave?

—Nunca lo está. Todas solemos acudir en momentos puntuales, aunque siempre puede haber alguien que necesite la capilla para hacer sus devociones privadas a deshora.

—Ya. Y la puerta del convento, ¿queda bien cerrada por las noches?

—Por supuesto que sí; siempre lo está. Además, la cerraba el hermano Cristóbal cuando se iba. Mientras él estaba aquí nadie podía entrar desde fuera, pero sí salir desde el interior. Lo malo es que esa noche la puerta de la capilla que da a la calle permaneció abierta. O él le abrió a su asesino o por alguna razón la dejó abierta.

—De lo contrario esa puerta está siempre cerrada.

—Sólo se abre los domingos para que entren los turistas.

—¿Y quién tiene la llave?

—No hay misterio ninguno. Está siempre colgada ahí —dijo señalando un rincón.

Al cabo de unos minutos que aproveché para observar cada detalle, entró la hermana portera, que me pareció más fea aún que la primera vez.

—Madre, ha llegado más policía, y un montón de gente con ellos.

La priora suspiró profundamente, tomó aire, se santiguó y por fin dijo en tono resignado:

—Déjelos pasar.

Garzón estaba perplejo, y su perplejidad hacía que entendiera las cosas con mucha más lentitud que de costumbre. Cuando se hubo hecho una idea cabal, enseguida sacó a relucir su lado práctico.

—Oiga, inspectora, hay que decírselo al comisario Coronas inmediatamente. Lo más probable es que este caso no nos corresponda llevarlo a nosotros; de modo que tampoco hace falta que nos descornemos demasiado.

—¿Ni siquiera siente curiosidad? Es insólito que asesinen a un monje en este lugar, y mucho más insólito aún que roben un cuerpo que lleva siglos patidifuso.

—Será muy milagrero o algo así.

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