El símbolo perdido (5 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
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La leyenda más perdurable, sin embargo, era la de los trece fantasmas que pululaban por el edificio. Con frecuencia, se decía que el espíritu del diseñador Pierre l'Enfant deambulaba por los salones en busca de alguien que le pagara la factura, vencida hacía ya doscientos años. También solía verse el fantasma de un trabajador que se había caído de la cúpula del Capitolio durante su construcción vagando por los pasillos y cargando herramientas. Y, claro está, la aparición más famosa de todas, avistada en numerosas ocasiones en el sótano del Capitolio: un efímero gato negro que merodeaba por la laberíntica e inquietante subestructura de estrechos pasillos y cubículos.

Langdon bajó de la escalera mecánica y volvió a mirar la hora. «Tres minutos.» Recorrió a toda prisa el pasillo, siguiendo los letreros que le indicaban la dirección del Salón Estatuario, y repasando mentalmente los comentarios iniciales de su charla. Langdon tenía que admitir que el asistente de Peter estaba en lo cierto: el tema de la conferencia era ideal para un evento que organizaba en Washington un prominente masón.

No era ningún secreto que Washington poseía una rica historia masónica. La piedra angular de ese mismo edificio había sido colocada en un ritual masónico por George Washington en persona. De hecho, la ciudad había sido concebida y diseñada por maestros masones —George Washington, Ben Franklin y Pierre l'Enfant—, mentes poderosas que adornaron su nueva capital con simbolismo, arquitectura y arte masónicos.

«Como no podía ser de otro modo, la gente ve en esos símbolos todo tipo de majaderías.»

Muchos teóricos de las conspiraciones aseguraban que los padres fundadores masones habían escondido poderosos secretos por todo Washington junto con simbólicos mensajes ocultos en el trazado de sus calles. Langdon no les prestaba la menor atención. La desinformación sobre los masones era tan corriente que incluso muchos cultos estudiantes de Harvard parecían tener una concepción sorprendentemente deformada sobre la hermandad.

El año anterior, un estudiante de primer año llegó a clase muy alterado con una hoja que había sacado de Internet. Era un mapa de Washington en el que habían destacado ciertas calles para elaborar así diversas formas —pentáculos satánicos, un compás y una escuadra masónicos, la cabeza de Baphomet—, hecho que al parecer demostraba que los masones que habían diseñado Washington estaban involucrados en una especie de oscura conspiración mística.

—Divertido —dijo Langdon—, pero no demasiado convincente. Si uno se pone a dibujar suficientes líneas e intersecciones en un mapa, lo más probable es que termine encontrando formas de todo tipo.

—¡Pero esto no puede ser una coincidencia! —exclamó el joven.

Con paciencia, Langdon le demostró al estudiante que las mismas formas se podían encontrar en un mapa de Detroit.

El chico pareció quedar profundamente decepcionado.

—No se desaliente —dijo Langdon—. En Washington se esconden muchos secretos increíbles..., pero ninguno en su mapa.

El joven se animó.

—¿Secretos? ¿Como cuáles?

—Todas las primaveras doy un curso llamado Símbolos Ocultistas. En él hablo mucho de Washington. Debería apuntarse.

—¡Símbolos ocultistas! —El estudiante de primer año pareció entusiasmado de nuevo—. ¡Entonces, en Washington sí hay símbolos diabólicos!

Langdon sonrió.

—Lo siento, pero por mucho que evoque imágenes de cultos satánicos, la palabra «ocultista» en realidad significa «oculto» u «oscurecido». En tiempos de opresión religiosa, el saber contradoctrinal se tenía que mantener escondido u «oculto», y como la Iglesia se sentía amenazada, redefinió «oculto» como algo maligno, un prejuicio que ha sobrevivido hasta nuestros días.

—Oh —el ánimo del muchacho se volvió a desplomar.

A pesar de ello, esa primavera Langdon divisó a ese mismo joven en primera fila, mientras quinientos estudiantes se afanaban por entrar en el teatro Sanders de Harvard, un viejo auditorio de crujientes bancos de madera.

—Buenos días a todo el mundo —exclamó Langdon desde el amplio escenario. Encendió el proyector de diapositivas y una imagen se materializó detrás de él—. Mientras se acomodan, ¿podrían decirme cuántos de ustedes reconocen el edificio que aparece en esta fotografía?

—¡El Capitolio de Estados Unidos! —prorrumpieron docenas de voces al unísono—. ¡En Washington!

—Sí. En esa cúpula hay cuatro mil toneladas de hierro. Una hazaña sin precedentes del ingenio arquitectónico de la década de 1850.

—¡Flipante! —soltó alguien.

Langdon puso los ojos en blanco. Desearía que alguien censurara esa palabra.

—Muy bien, ¿cuántos de ustedes han visitado Washington alguna vez?

Se alzaron unas cuantas manos.

—¿Tan pocos? —Langdon fingió sorpresa—. ¿Y cuántos han ido a Roma, París, Madrid o Londres?

Se alzaron casi todas las manos.

«Lo de siempre.» Uno de los ritos de paso de los estudiantes universitarios norteamericanos era pasar un verano con un billete de tren Eurorail antes de tener que enfrentarse a la dura realidad de la vida.

—Parece que muchos más de ustedes han preferido visitar Europa antes que su propia capital. ¿A qué creen que se debe eso?

—¡En Europa no hay edad mínima para beber alcohol! —exclamó alguien al fondo.

Langdon sonrió.

—Como si aquí la edad mínima les impidiera beber...

Todos rieron.

Era el primer día de clase y a los estudiantes les costaba más de lo habitual acomodarse. No dejaban de moverse en sus crujientes bancos de madera. A Langdon le encantaba dar clase en ese auditorio porque sólo con el ruido de los bancos podía averiguar el grado de concentración de sus alumnos.

—En serio —dijo—, la arquitectura, el arte y el simbolismo de Washington son de los más destacables del mundo.

—Las cosas antiguas molan más —dijo alguien.

—Y por «cosas antiguas» —quiso aclarar Langdon—, supongo que se refiere a castillos, criptas, templos y todo eso, ¿no?

Sus cabezas asintieron al unísono.

—Muy bien. ¿Y si les digo que en Washington hay ejemplos de todas esas cosas? Castillos, criptas, pirámides, templos..., de todo.

El crujido disminuyó.

—Amigos míos —dijo Langdon, bajando el tono de voz y acercándose al frente del escenario—, en la próxima hora descubrirán que nuestra nación está repleta de secretos e historia oculta. Y exactamente igual que en Europa, los mejores secretos están escondidos a la vista de todo el mundo.

Los bancos de madera quedaron en completo silencio.

«Los tengo en el bote.»

Langdon bajó la luz y proyectó la segunda diapositiva.

—¿Quién puede decirme qué está haciendo George Washington aquí?

La diapositiva era el famoso mural en el que George Washington aparecía ataviado con la típica vestimenta masónica, de pie delante de un extraño artilugio: un enorme trípode de madera con un sistema de cuerda y polea del que colgaba un enorme bloque de piedra. Un grupo de elegantes espectadores permanecía de pie ante él.

—¿Levantando ese bloque de piedra? —aventuró alguien.

Langdon no dijo nada, prefería que fuera otro estudiante quien lo corrigiera.

—En realidad —intervino otro—, creo que lo que está haciendo Washington es bajar la piedra. Lleva un traje masónico. He visto fotografías de masones colocando piedras angulares con anterioridad. En la ceremonia siempre se utiliza un trípode como ése para bajar la primera piedra.

—Excelente —dijo Langdon—. El mural retrata al Padre de Nuestro País utilizando trípode y polea para colocar la piedra angular del Capitolio el 18 de septiembre de 1793, entre las once y cuarto y las doce y media. —Langdon hizo una pausa y repasó la clase con la vista—. ¿Puede alguien decirme el significado de la fecha y la hora?

Silencio.

—¿Y si les digo que ese preciso momento fue escogido por tres famosos masones: George Washington, Benjamin Franklin y Pierre l'Enfant, el principal arquitecto de Washington?

Más silencio.

—Básicamente, la piedra angular fue colocada en esa fecha y a esa hora porque, entre otras cosas, el auspicioso Caput Draconis estaba en Virgo.

Todo el mundo intercambió miradas de extrañeza.

—Un momento —dijo alguien—. ¿Se refiere a que la razón es la... astrología?

—Exactamente. Aunque una astrología muy distinta de la que conocemos hoy en día.

Se alzó una mano.

—¿Está diciendo que nuestros padres fundadores creían en la astrología?

Langdon sonrió.

—Y tanto. ¿Qué dirían si les dijera que la ciudad de Washington contiene más signos astrológicos en su arquitectura (zodíacos, mapas celestes, piedras angulares colocadas en una fecha y una hora astrológicamente precisas) que ninguna otra ciudad del mundo? Más de la mitad de los padres de nuestra Constitución eran masones, hombres que creían firmemente que las estrellas y el destino estaban entrelazados, hombres que prestaron gran atención al trazado de las estrellas a la hora de estructurar su nuevo mundo.

—Pero todo eso de la piedra angular del Capitolio colocada mientras Caput Draconis estaba en Virgo..., ¿qué más da? ¿No puede tratarse de una mera coincidencia?

—Una coincidencia impresionante si tenemos en cuenta que las piedras angulares de las tres estructuras que componen el Triángulo Federal (el Capitolio, la Casa Blanca y el Monumento a Washington) fueron colocadas en distintos años pero cuidadosamente programadas para que tuvieran lugar exactamente en esa misma condición astrológica.

La mirada de Langdon se encontró con una sala llena de ojos abiertos. Unos cuantos estudiantes agacharon la cabeza y empezaron a tomar notas.

Al fondo de la clase se alzó una mano.

—¿Por qué hicieron eso?

Langdon se rió entre dientes.

—La respuesta a eso equivale al material de un semestre entero. Si está usted interesado, debería hacer mi curso de misticismo. De todos modos, no creo que estén ustedes emocionalmente preparados para oír la respuesta.

—¿Cómo? —exclamó esa misma persona—. Haga la prueba.

Langdon se encogió de hombros.

—Quizá deberían unirse a los masones o a la Estrella de Oriente y aprender al respecto directamente de la fuente.

—No podemos —afirmó un joven—. ¡Los masones son una sociedad supersecreta!

—¿Supersecreta? ¿De verdad? —Langdon recordó el enorme anillo masónico que su amigo Peter Solomon llevaba con gran orgullo en la mano derecha—. Entonces, ¿por qué los masones llevan anillos, alfileres de corbata o insignias masónicas a la vista? ¿Por qué los edificios masónicos están señalizados? ¿Por qué sus encuentros se anuncian en los periódicos? —Langdon sonrió a sus alumnos, que lo miraban con caras de desconcierto—. Amigos míos, la masonería no es una sociedad secreta..., es una sociedad con secretos.

—Es lo mismo —murmuró alguien.

—¿Ah, sí? —lo desafió Langdon—. ¿Consideraría la Coca-Cola una sociedad secreta?

—Claro que no —dijo el estudiante.

—Muy bien, y si llamara a la puerta de sus oficinas centrales y les pidiera la fórmula, ¿qué pasaría?

—Que no me la dirían.

—Exactamente. Para conocer el secreto más profundo de la Coca-Cola debería unirse a la compañía, trabajar durante muchos años, demostrar que es digno de confianza, y finalmente acceder a los más altos escalones de la jerarquía. Quizá entonces compartirían con usted esa información. Pero para ello debería jurar mantener el secreto.

—¿Está diciendo que la francmasonería es como una empresa?

—Sólo en la medida en que mantienen una estricta jerarquía y se toman los secretos muy en serio.

—Mi tío es masón —intervino una joven—. Y mi tía lo odia porque ni siquiera con ella comenta nada. Dice, mi tía, que la masonería es una especie de religión extraña.

—Un equívoco muy común.

—¿No es una religión?

—Hagamos el test de Litmus —dijo Langdon—. ¿Quién de los presentes está haciendo el curso de religión comparada que imparte el profesor Witherspoon?

Varias manos se alzaron.

—Muy bien. ¿Cuáles son, pues, los tres requisitos indispensables para considerar que una ideología es una religión?

—PCC —contestó una mujer—. Prometer, Creer, Convertir.

—Correcto —dijo Langdon—. Las religiones
prometen
la salvación; las religiones
creen
en una teología precisa, y las religiones
convierten
a los no creyentes. —Hizo una pausa—. La masonería, sin embargo, da negativo en los tres casos. Los masones no prometen ninguna salvación; no tienen una teología específica, y no quieren convertirte. De hecho, dentro de las logias masónicas, las discusiones sobre religión están prohibidas.

—Entonces..., ¿la masonería es antirreligiosa?

—Al contrario. Uno de los requisitos indispensables para convertirse en masón es creer en un poder superior. La diferencia entre la espiritualidad masónica y la religión organizada es que los masones no imponen ninguna definición o nombre específico a ese poder superior. En vez de una identidad teológica definitiva como Dios, Alá, Buda o Jesús, los masones utilizan términos más genéricos como Ser Supremo o Gran Arquitecto del Universo. Esto les permite congregar a personas de diversas fes.

—Suena un poco extraño —dijo alguien.

—¿O, quizá, gratamente desprejuiciado? —propuso Langdon—. En esta época en la que distintas culturas se matan entre sí por defender su definición de Dios, se podría decir que la tradición masónica de tolerancia y amplitud de miras es encomiable. —Dio unos cuantos pasos por el escenario—. Es más, la masonería está abierta a hombres de toda raza, color y credo, y ofrece una fraternidad espiritual que no discrimina en modo alguno.

—¿No discrimina? —Una miembro de la asociación de mujeres de la universidad se puso en pie—. ¿A cuántas mujeres se les permite ser masones, profesor Langdon?

Langdon alzó las palmas de las manos en señal de rendición.

—Eso es cierto. Tradicionalmente, la francmasonería tiene sus raíces en los gremios de mampostería europeos, de ahí que fuera una organización masculina. Hace varios siglos, algunos dicen que en 1703, se fundó una rama femenina llamada Estrella de Oriente. Cuenta con más de un millón de miembros.

—No obstante —dijo la mujer—, la masonería es una poderosa organización de la que las mujeres están excluidas.

Langdon no estaba seguro de hasta qué punto los masones seguían siendo tan «poderosos», y no tenía intención de seguir por ese camino; las percepciones de los modernos masones iban de considerarlos un simple grupo de inofensivos ancianos a los que les gustaba disfrazarse... a un contubernio clandestino de financieros que dirigían el mundo. La verdad, seguramente, estaba en algún lugar intermedio.

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