El símbolo perdido (7 page)

Read El símbolo perdido Online

Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
10.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las crudas palabras del hombre confundieron aún más a Langdon.

—Entonces, ¿de qué diablos va todo esto?

El hombre se quedó callado unos segundos.

—Como sabrá, en esta ciudad existe un antiguo portal.

«¿Un antiguo portal?»

—Y esta noche, profesor, usted lo abrirá para mí. Debería sentirse honrado de que haya contactado con usted; es la invitación de su vida. Usted ha sido el elegido.

«Y tú has perdido la chaveta.»

—Lo siento, pero ha elegido mal —dijo Langdon—. No sé nada acerca de ningún antiguo portal.

—No lo comprende, profesor. No he sido yo quien lo ha elegido..., ha sido Peter Solomon.

—¿Qué? —respondió Langdon casi en un susurro.

—El señor Solomon me ha explicado cómo encontrar el portal, y me ha confesado que sólo un hombre en la Tierra puede abrirlo. Me ha dicho que ese hombre es usted.

—Si Peter le ha dicho eso, se ha equivocado... o le ha mentido.

—Lo dudo mucho. Se encontraba en un estado muy frágil cuando me lo ha confesado, y me inclino a pensar que estaba diciendo la verdad.

Langdon sintió una punzada de ira.

—Se lo advierto, si le hace algún daño a Peter...

—Ya es demasiado tarde para eso —dijo el hombre con un tono algo burlón—. Ya he cogido de Peter Solomon lo que necesitaba. Pero, por su bien, le sugiero que usted me proporcione asimismo lo que necesito. El tiempo corre... para ambos. Le sugiero que encuentre el portal y lo abra. Peter le indicará el camino.

«¿Peter?»

—¿No había dicho que estaba en el «purgatorio»?

—Como es arriba es abajo —dijo el hombre.

Langdon sintió un profundo escalofrío. Esa extraña respuesta era un antiguo dicho hermético que proclamaba la creencia en la conexión física entre cielo y tierra. «Como es arriba es abajo.» Langdon recorrió con la mirada el amplio salón y se preguntó cómo se podía haber descontrolado todo de esa manera.

—Mire, yo no sé cómo encontrar ningún antiguo portal. Voy a llamar a la policía.

—Todavía no ha caído en la cuenta, ¿verdad? No sabe por qué ha sido elegido.

—No —dijo Langdon.

—No se preocupe, lo hará —repuso el hombre con una risa ahogada—. De un momento a otro.

Y la línea se cortó.

Langdon permaneció rígido unos aterradores segundos, intentando procesar lo que acababa de suceder.

De repente, a lo lejos, oyó un ruido inesperado.

Provenía de la Rotonda.

Alguien estaba gritando.

Capítulo 10

Robert Langdon había entrado en la Rotonda del Capitolio muchas veces en su vida, pero nunca a plena carrera. Al llegar a toda velocidad a la entrada norte, divisó a un grupo de turistas que permanecía arremolinado en el centro de la sala. Un niño pequeño estaba gritando, y sus padres intentaban consolarlo. Otras personas los rodeaban, y varios guardias de seguridad intentaban poner orden.

—¡Lo ha sacado del cabestrillo —dijo alguien con gran agitación—, y lo ha dejado ahí!

Al acercarse, Langdon pudo ver lo que estaba causando toda esa conmoción. Ciertamente, el objeto que había en el suelo del Capitolio era extraño, pero su presencia difícilmente podía haber causado ese griterío.

Langdon había visto objetos como el del suelo muchas veces. En el Departamento de Arte de Harvard los había a docenas: modelos de plástico de tamaño natural que escultores y pintores utilizaban para ayudarse a captar el atributo más complejo del cuerpo humano, que, sorprendentemente, no era la cara, sino la mano. «¿Alguien ha dejado una mano de maniquí en la Rotonda?»

Las manos de maniquí —o
manoquíes,
como las llamaban algunos— tenían dedos articulados que permitían a los artistas colocar la mano en la posición que quisieran (para los estudiantes universitarios de segundo año solía ser con el dedo corazón extendido). Esa
manoquí,
sin embargo, había sido colocada con los dedos índice y pulgar apuntando al cielo.

Sin embargo, al acercarse, Langdon advirtió que la
manoquí
era algo inusual. Su superficie de plástico no parecía tener la suavidad habitual. Se veía, en cambio, moteada y ligeramente arrugada, como si fuera...

«Piel.»

Langdon se detuvo de golpe Entonces vio la sangre. «¡Dios mío!»

La muñeca cercenada parecía haber sido ensartada en una base de madera para que se mantuviera en posición vertical. Langdon sintió que le sobrevenía una náusea. Luego se acercó todavía más, aguantando la respiración, y vio que los dedos índice y pulgar habían sido decorados con unos pequeños tatuajes. No fue eso, sin embargo, lo que llamó su atención. Su mirada se posó instantáneamente sobre el familiar anillo de oro que lucía el dedo anular.

«No.»

Langdon retrocedió. La cabeza le comenzó a dar vueltas al darse cuenta de que estaba mirando la mano cercenada de Peter Solomon.

Capítulo 11

«¿Por qué Peter no me coge el teléfono? —se preguntó Katherine Solomon mientras colgaba su móvil—. ¿Dónde está?»

En esos últimos tres años, Peter Solomon siempre había sido el primero en llegar a la reunión semanal que celebraban todos los domingos a las siete de la tarde. Era su ritual familiar privado, una forma de mantener el contacto antes del inicio de una nueva semana, y de que Peter estuviera al corriente del trabajo que Katherine hacía en el laboratorio.

«Nunca llega tarde —pensó—, y siempre contesta al teléfono.» Para empeorar las cosas, Katherine todavía no estaba segura de qué le diría cuando llegara. «¿Cómo puedo siquiera empezar a preguntarle sobre lo que he descubierto hoy?»

Sus pasos resonaron rítmicamente por el pasillo de cemento que recorría el SMSC como una espina dorsal. Conocido como «la Calle», ese pasillo conectaba las cinco gigantescas naves de almacenaje. A doce metros de altura, un sistema circulatorio de conductos de color naranja latía con la sangre del edificio: era la pulsación de los miles de metros cúbicos de aire filtrado que lo recorrían.

Normalmente, durante el trayecto de casi medio kilómetro hasta su laboratorio, a Katherine la tranquilizaban los sonidos respiratorios del edificio. Esa noche, sin embargo, esa pulsación la estaba poniendo de los nervios. Lo que había descubierto hoy sobre su hermano habría preocupado a cualquiera, y como Peter era el único familiar que le quedaba en el mundo, Katherine se sentía especialmente molesta al pensar que le había estado ocultando secretos.

Que ella supiera, él solamente le había ocultado un secreto una vez..., un maravilloso secreto que estaba escondido al final de ese mismo pasillo. Tres años atrás, su hermano lo había recorrido con Katherine, mostrándole con orgullo algunos de los objetos más inusuales que albergaba el edificio del SMSC: el meteorito de Marte ALH-84001, el diario pictográfico manuscrito de Toro Sentado, una colección de tarros sellados con cera que contenían especímenes recogidos por el mismo Charles Darwin.

En un momento dado pasaron por delante de una gruesa puerta con una pequeña ventana. Katherine vislumbró de pasada qué había dentro y se le escapó un grito ahogado.

—¿Qué diablos es eso?

Su hermano rió entre dientes y siguió caminando.

—Es la nave 3. La llamamos «nave húmeda». Inusual, ¿a que sí?

«Más bien aterradora.» Katherine aceleró el paso. Ese edificio era como otro planeta.

—Lo que realmente quiero enseñarte está en la nave 5 —dijo su hermano, guiándola por el aparentemente interminable pasillo—. Es nuestra nueva adición. Fue construida para albergar objetos del sótano del Museo Nacional de Historia Natural. Está programado que esa colección se traslade aquí dentro de unos cinco años, lo que significa que actualmente la nave 5 permanece vacía.

Katherine le echó un vistazo.

—¿Vacía? Entonces, ¿qué estamos mirando?

Los grises ojos de su hermano emitieron un familiar brillo travieso.

—Se me ha ocurrido que, como nadie está utilizando el espacio, quizá

podías hacerlo.

—¿Yo?

—Claro que sí. Había pensado que quizá te iría bien contar con un laboratorio especializado; unas instalaciones en las que pudieras realizar algunos de los experimentos teóricos que has estado desarrollando todos estos años.

Katherine se quedó mirando fijamente a su hermano en estado de
shock.

—¡Pero, Peter, esos experimentos son teóricos! Llevarlos a la práctica en la realidad sería casi imposible.

—Nada es imposible, Katherine, y este edificio es perfecto para ti. El SMSC no es únicamente un almacén de tesoros; es una de las instalaciones de investigación científica más avanzadas del mundo. Constantemente estamos reexaminando piezas de la colección con la mejor tecnología cuantitativa que el dinero puede comprar. Todo el equipo que necesitaras estaría a tu disposición.

—Peter, la tecnología necesaria para realizar esos experimentos está...

—Ya en su sitio —dijo él con una sonrisa de oreja a oreja—. El laboratorio está construido.

Katherine se quedó estupefacta.

Su hermano le señaló el final del largo pasillo.

—Ahora vamos a verlo.

Katherine apenas podía pronunciar palabra.

—¿Tú... tú me has construido un laboratorio?

—Es mi trabajo. La Smithsonian se fundó para promover los conocimientos científicos. Como secretario, debo tomarme esa responsabilidad muy seriamente. Creo que los experimentos que has propuesto tienen el potencial de ampliar los límites de la ciencia hacia territorios desconocidos. —Peter se detuvo y la miró directamente a los ojos—. Aunque no fueras mi hermana, me sentiría obligado a apoyar tu investigación. Tus ideas son brillantes. El mundo merece ver adonde conducen.

—Peter, no sé cómo...

—No pasa nada, relájate... He utilizado mi propio dinero, y ahora mismo nadie está usando la nave 5. Cuando termines con tus experimentos, la dejarás. Además, la nave 5 tiene unas propiedades únicas que te resultarán perfectas para el cumplimiento de tu trabajo.

Katherine era incapaz de imaginar de qué le serviría a su investigación una nave enorme y vacía, pero intuyó que estaba a punto de descubrirlo. Acababan de llegar a una puerta de acero en la que habían impreso unas letras con una plantilla:

Nave
5

Su hermano insertó la tarjeta de acceso en una ranura y un teclado electrónico se encendió. Entonces levantó el dedo para teclear su código, pero antes de hacerlo se detuvo y enarcó traviesamente las cejas, tal y como solía hacer cuando era niño.

—¿Estás segura de que estás preparada?

Ella asintió. «Mi hermano nunca dejará de ser un
showman.»

—Échate hacia atrás. —Peter pulsó las teclas.

La puerta de acero se abrió con un ruidoso silbido.

Al otro lado del umbral no se veía más que una total oscuridad... Un enorme vacío. Un apagado gemido pareció resonar en sus profundidades. Katherine sintió una fría ráfaga de aire proveniente de su interior. Era como observar el Gran Cañón de noche.

—Imagínate un hangar vacío a la espera de una flota de Airbuses —dijo su hermano—, y te podrás hacer una idea.

Katherine dio un paso atrás.

—La nave es demasiado grande para ser caldeada, pero tu laboratorio es una sala hecha de bloques de hormigón y termalmente aislada, más o menos con forma de cubo, y situada en el rincón más lejano de la nave para que esté lo más separado posible.

Katherine intentó imaginárselo. «Una caja dentro de otra caja.» Se esforzó por ver algo en la oscuridad, pero ésta era absoluta.

—¿Cómo de lejos?

—Bastante... Aquí dentro cabría fácilmente un campo de fútbol. Debo advertirte, eso sí, de que el trayecto resulta algo enervante. Es excepcionalmente oscuro.

Katherine echó un vistazo su alrededor.

—¿No hay ningún interruptor?

—En la nave 5 todavía no hay electricidad.

—Pero... ¿cómo puede entonces funcionar un laboratorio?

Peter le guiñó un ojo.

—Con una batería de hidrógeno.

Katherine se quedó boquiabierta.

—Estás bromeando, ¿verdad?

—Proporciona suficiente energía limpia como para todo un pueblo de pequeñas dimensiones. Tu laboratorio disfruta de una completa separación radioeléctrica del resto del edificio. Además, el exterior de todas las naves está sellado con una membrana fotorresistente para proteger los artefactos de la radiación solar. Esencialmente, pues, esta nave es un entorno sellado y autosuficiente.

Katherine estaba empezando a comprender el atractivo de la nave 5. Como la mayoría de su trabajo se centraba en cuantificar campos de energía hasta entonces desconocidos, sus experimentos debían realizarse en un lugar aislado de cualquier radiación externa o «ruido blanco». Esto incluía interferencias tan sutiles como las «radiaciones cerebrales» o «emisiones de pensamiento» generadas por personas que estuvieran cerca. Por esta razón, un campus universitario o laboratorio de hospital no servían. Difícilmente podría haber encontrado un lugar mejor, pues, que una nave desierta del SMSC.

—Vayamos a echarle un vistazo. —Su hermano se internó en la oscuridad con una amplia sonrisa—. Sígueme.

Katherine se detuvo en el umbral. «¿Más de cien metros en total oscuridad?» Quiso sugerir el uso de linternas, pero su hermano ya había desaparecido en el abismo.

—¿Peter? —llamó.

—Haz un acto de fe —le respondió la voz ya lejana de Peter—. Encontrarás el camino. Confía en mí.

«Está de broma, ¿verdad?» El corazón de Katherine latía con fuerza al atravesar el umbral e intentar divisar algo en la oscuridad. «¡No veo absolutamente nada!» De repente oyó tras de sí el silbido de la puerta de acero al cerrarse, sumergiéndola en la más absoluta oscuridad. No se veía el menor punto de luz.

—¡¿Peter?!

Silencio.

«Encontrarás el camino. Confía en mí.»

Con indecisión, empezó a avanzar a ciegas. «¿Un acto de fe?» Katherine no podía siquiera ver la mano que tenía delante de la cara. Seguía avanzando, pero en cuestión de segundos, estaba completamente perdida. «¿Adonde me dirijo?»

Eso había sucedido hacía tres años.

Ahora, al llegar a esa misma puerta de acero, Katherine se dio cuenta de lo lejos que había llegado aquella primera noche. Su laboratorio, un santuario escondido en las profundidades de la nave 5 al que apodaban «el Cubo», se había convertido en su casa. Tal y como había predicho su hermano, aquella noche Katherine encontró el camino en la oscuridad, y desde entonces ya lo haría siempre, gracias a un ingenioso sistema de guía tremendamente simple que su hermano dejó que ella descubriera por sí misma.

Other books

The Burning by Jane Casey
Rive by Kavi, Miranda
Revenge by Gabrielle Lord
Dark Dreamer by Fulton, Jennifer
The Jews in America Trilogy by Birmingham, Stephen;