Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—«Investigadores del FBI continúan su búsqueda del intruso armado que asesinó a Isabel Solomon en su casa de Potomac hace dos días —informaba el locutor—. Se cree que el asesino atravesó el hielo y fue arrastrado hasta el mar.»
Andros se quedó helado. «¿Que asesinó a Isabel Solomon?» Continuó conduciendo callado, perplejo, escuchando la noticia entera.
Era hora de alejarse, y mucho, de ese lugar.
El apartamento del Upper West Side ofrecía unas vistas imponentes de Central Park. Andros se había decidido por él porque el mar de verdura que se extendía bajo su ventana le recordaba a las vistas del Adriático a las que había renunciado. Aunque sabía que debía alegrarse de estar vivo, no era ése el caso. El vacío no lo había abandonado, y se dio cuenta de que estaba obsesionado con el fallido intento de robarle la pirámide a Peter Solomon.
Había pasado muchas horas investigando la leyenda de la pirámide masónica, y aunque nadie parecía ponerse de acuerdo en si la pirámide era o no real, todo el mundo coincidía en la famosa promesa de sabiduría y poder inmensos. «La pirámide masónica es real —se dijo Andros—. La información privilegiada de que dispongo es irrefutable.»
El destino había situado la pirámide al alcance de Andros, y él sabía que cerrar los ojos ante ese hecho era como tener un billete de lotería premiado y no cobrarlo. «Soy el único no masón vivo que sabe que la pirámide es real... y que conoce la identidad de su custodio.»
Habían transcurrido meses, y aunque su cuerpo había sanado, Andros ya no era el gallito que había sido en Grecia. Había dejado de hacer ejercicio y de admirarse desnudo ante el espejo. Tenía la sensación de que su cuerpo empezaba a mostrar los estragos de la edad. Su piel, otrora perfecta, era un mosaico de cicatrices, lo que no hacía sino aumentar su abatimiento. Seguía dependiendo de los analgésicos que lo habían acompañado a lo largo de su recuperación, y sentía que volvía al estilo de vida que lo había llevado hasta la prisión de Soganlik. Le daba lo mismo. «El cuerpo quiere lo que quiere.»
Una noche estaba en Greenwich Village comprándole drogas a un hombre que exhibía en el antebrazo un largo rayo dentado. Andros se interesó por él, y el tipo le dijo que el tatuaje tapaba una gran cicatriz que le había dejado un accidente de coche. «Ver la cicatriz todos los días me recordaba el accidente —explicó el camello—, así que me tatué encima un símbolo de poder personal. Recuperé el control.»
Esa noche, colocado con la nueva remesa de drogas, Andros entró haciendo eses en el local de un tatuador y se quitó la camiseta.
—Quiero tapar las cicatrices —informó.
«Quiero recuperar el control.»
—¿Taparlas? —El hombre le echó un vistazo al pecho—. ¿Con qué?
—Con tatuajes.
—Ya..., me refiero a qué tatuajes.
Andros se encogió de hombros, sólo quería esconder aquellos desagradables recuerdos del pasado.
—No sé. Elígelos tú.
El artista sacudió la cabeza y le entregó un folleto sobre la antigua y sagrada tradición del tatuaje.
—Vuelve cuando estés listo.
Andros descubrió que en la biblioteca pública de Nueva York había cincuenta y tres libros sobre el arte del tatuaje, y en unas pocas semanas ya los había leído todos. Tras redescubrir su pasión por la lectura, empezó a sacar mochilas enteras de libros de la biblioteca, que se llevaba a casa y devoraba con voracidad en su apartamento con vistas a Central Park.
Los libros de tatuajes le abrieron una puerta a un mundo extraño cuya existencia Andros desconocía: un mundo de símbolos, misticismo, mitología y magia. Cuanto más leía, más cuenta se daba de lo ciego que había estado. Empezó a llevar libretas con sus ideas, sus bocetos y sus peculiares sueños. Cuando ya no fue capaz de encontrar lo que quería en la biblioteca, pagó a libreros especializados para que adquirieran algunos de los textos más esotéricos del planeta para él.
De Praestigiis Daemonum, Lemegeton, Ars Almadel, Grimorium Verum, Ars Notoria...
Los leyó todos, y fue convenciéndose cada vez más de que el mundo todavía tenía muchos tesoros que ofrecerle. «Ahí fuera hay secretos que van más allá de la comprensión humana.»
Entonces descubrió los textos de Aleister Crowley, un místico visionario de principios de la década de 1900 al que la Iglesia consideró «el hombre más malvado del mundo». «Los grandes cerebros siempre son temidos por los inferiores.» Andros estudió el poder del ritual y el conjuro. Aprendió que las palabras sagradas, si se pronunciaban correctamente, funcionaban como llaves que abrían puertas a otros mundos. «Hay un universo en las sombras más allá de éste..., un mundo que puede proporcionarme poder.» Y aunque Andros deseaba aprovechar ese poder, sabía que existían reglas y cometidos que había que desempeñar primero.
«Santifícate —escribió Crowley—. Hazte sagrado.»
En su día, el antiguo rito de «hacerse sagrado» había sido la ley imperante. Desde los primeros hebreos, que ofrecían holocaustos en el templo, hasta los mayas, que decapitaban humanos en la cúspide de las pirámides de Chichén Itzá, y hasta Jesucristo, que ofreció su cuerpo en la cruz, los antiguos entendían la necesidad de sacrificio de su dios. El sacrificio era el ritual primitivo mediante el cual los seres humanos recibían el favor de los dioses y se santificaban.
Sacra
: sagrado.
Face:
hacer.
Aunque el rito del sacrificio había sido abandonado hacía una eternidad, su poder persistía. En su día existió un puñado de místicos modernos, incluido Aleister Crowley, que practicaban ese Arte, que lo habían ido perfeccionando a lo largo del tiempo y que poco a poco se habían transformado en algo más. Andros anhelaba transformarse igual que ellos. Y, sin embargo, para hacerlo sabía que tendría que cruzar un puente peligroso.
«La sangre es lo único que separa la luz de la oscuridad.»
Una noche, un cuervo entró por la ventana abierta de su cuarto de baño y se quedó atrapado en el apartamento. Andros vio que el pájaro estuvo aleteando durante un tiempo y finalmente se detuvo, al parecer aceptando que no podía escapar. Él había aprendido lo bastante para reconocer una señal. «Se me insta a avanzar.»
Con el ave en una mano, se situó ante el improvisado altar de la cocina y alzó un cuchillo afilado mientras pronunciaba en voz alta el con juro que había memorizado: «Camiach, Eomiahe, Emial, Macbal, Emoii, Zazean..., por estos santos nombres y los otros nombres de ángeles que están escritos en el libro Assamaian, te conjuro a que me asistas en esta operación, por Dios el verdadero, Dios el santo.»
A continuación, Andros bajó el cuchillo y pinchó con cuidado la gran vena del ala derecha del aterrorizado pájaro. El cuervo empezó a sangrar, y mientras él contemplaba el reguero de líquido rojo que caía en la copa de metal que había dispuesto como receptáculo, notó una repentina ráfaga de aire frío. Así y todo, continuó.
«Poderoso Adonai, Arathron, Ashai, Elohim, Elohi, Elión, Asher, Eheieh, Shaddai..., sean de mi ayuda para que esta sangre tenga poder y eficacia en todo lo que desee y en todo lo que demande.»
Esa noche soñó con aves..., con un fénix gigantesco que surgía de un fuego humeante. A la mañana siguiente despertó con una energía que no sentía desde la infancia. Salió a correr al parque, más rápidamente y durante más tiempo de lo que nunca creyó posible. Cuando ya no pudo más, se detuvo para hacer flexiones y abdominales. Un sinfín de repeticiones. Y seguía teniendo energía.
Esa noche, de nuevo, soñó con el fénix.
El otoño había vuelto a llegar a Central Park, y los animales iban de un lado a otro en busca de alimento para el invierno. Andros despreciaba el frío, y sin embargo sus trampas, ocultas con sumo cuidado, ahora rebosaban de ratas y ardillas vivas. Él las llevaba a casa en la mochila y realizaba rituales cada vez más complejos.
«Emanuel, Messiach, Yod, He, Vau..., estimadme digno.»
Los rituales de sangre le insuflaban vitalidad. Andros se sentía cada día más joven. Seguía leyendo a todas horas —textos antiguos místicos, poemas épicos medievales, los primeros filósofos—, y cuanto más estudiaba la verdadera naturaleza de las cosas, más consciente era de que no había esperanza posible para la humanidad. «Están ciegos..., deambulan sin rumbo por un mundo que jamás comprenderán.»
Andros todavía era un hombre, pero tenía la sensación de que se estaba convirtiendo en algo más. En algo mayor. «En algo sagrado.» Su imponente físico había salido de su letargo, era más poderoso que nunca. Finalmente comprendió cuál era su verdadero propósito. «Mi cuerpo no es más que el receptáculo de mi tesoro más valioso: mi cerebro.»
Andros sabía que aún no había desarrollado su verdadero potencial, y continuó profundizando. «¿Cuál es mi destino?» Todos los textos antiguos hablaban del bien y el mal, y de la necesidad del hombre de escoger entre ambos. «Yo elegí hace tiempo», lo sabía, y sin embargo no sentía remordimientos. «¿Qué es el mal, sino una ley natural?» La luz seguía a la oscuridad. El orden seguía al caos. La entropía era esencial. Todo decaía. El cristal, cuya estructura era ordenada, acababa convirtiéndose en partículas de polvo aleatorias.
«Están los que crean... y los que destruyen.»
Hasta que leyó
El paraíso perdido
de John Milton no vio materializarse su destino ante sus ojos. Supo del gran ángel caído..., el demonio guerrero que combatía la luz..., el valiente..., el ángel llamado Moloc.
«Moloc caminó por la tierra como un dios.» El nombre del ángel, según averiguó Andros después, traducido a la lengua antigua pasaba a ser Mal'akh.
«Eso mismo haré yo.»
Al igual que todas las grandes transformaciones, ésa tenía que empezar con un sacrificio..., pero no de ratas ni aves. No, esa transformación necesitaba un sacrificio de verdad.
«Sólo existe un sacrificio digno de llamarse así.»
De pronto lo vio todo con una claridad que nunca antes había experimentado en su vida. Su destino se había materializado. Estuvo tres días seguidos dibujando en una enorme hoja de papel. Cuando hubo acabado, tenía una copia de aquello en lo que se convertiría.
Colgó de la pared aquel dibujo de tamaño natural y lo miró como si se tratara de un espejo.
«Soy una obra maestra.»
Al día siguiente llevó el dibujo al tatuador.
Estaba listo.
El George Washington Masonic Memorial corona la colina de Shuter's Hill, en Alexandria, Virginia. Construida en tres niveles distintos de creciente complejidad arquitectónica a medida que asciende —dórica, jónica y corintia—, su estructura es un símbolo físico del crecimiento intelectual del hombre. Inspirada en el antiguo faro de Alejandría, en Egipto, esta imponente torre está rematada por una pirámide egipcia con un pináculo flamígero.
En el espectacular vestíbulo de mármol se encuentra un enorme bronce de George Washington con todos los atributos masónicos, además de la llana que utilizó para colocar la piedra angular del Capitolio. Sobre el vestíbulo se alzan nueve plantas diferentes que reciben nombres como la Gruta, la Cripta o la Capilla de los Templarios. Entre los tesoros que albergan estos espacios se encuentran más de veinte mil volúmenes de textos masónicos, una deslumbrante réplica del Arca de la Alianza e incluso una maqueta de la sala del trono del templo del rey Salomón.
El agente de la CIA Simkins consultó el reloj cuando el helicóptero UH-60 modificado pasaba rozando el Potomac. «Seis minutos para que llegue el tren.» Profirió un suspiro y miró por la ventanilla el radiante monumento, que se recortaba contra el horizonte. Había de admitir que la brillante torre era tan impresionante como cualquier edificio del National Mall. Simkins nunca había entrado en el monumento, un hecho que no cambiaría esa noche: si todo iba según lo previsto, Robert Langdon y Katherine Solomon no llegarían a salir de la estación de metro.
—¡Por allí! —le gritó al piloto mientras señalaba la estación de metro de King Street, frente al monumento. El piloto ladeó el aparato y aterrizó en una zona herbosa al pie de Shuter's Hill.
Los transeúntes alzaron la vista sorprendidos al ver salir a Simkins y a su equipo, cruzar la calle a la carrera y bajar corriendo al metro. En la escalera, varios pasajeros que salían se apartaron de un salto, pegándose a la pared cuando el grupo de hombres armados vestidos de negro pasó metiendo ruido ante ellos.
La estación de King Street era mayor de lo que Simkins había previsto; al parecer, en ella confluían varias líneas distintas: la azul, la amarilla, y los ferrocarriles Amtrak. Se acercó hasta un mapa del metro que había en la pared y localizó la Freedom Plaza y la línea directa que llevaba hasta el lugar donde se hallaban.
—¡Línea azul, andén sur! —exclamó Simkins—. Bajad y sacad a todo el mundo.
Su equipo salió disparado.
Simkins se dirigió hacia la taquilla, mostró sus credenciales y le preguntó a voz en grito a la mujer que la ocupaba:
—El tren que viene de Metro Center, ¿a qué hora está prevista la llegada?
La aludida puso cara de susto.
—No estoy segura. La línea azul llega cada once minutos. No hay un horario fijo.
—¿Cuánto hace que pasó el último tren?
—Unos cinco..., seis minutos. No más.
Turner hizo sus cálculos. «Perfecto.» El próximo tren tenía que ser el de Langdon.
Dentro del rápido tren, Katherine Solomon se removía con inquietud en el duro asiento de plástico. Los vivos fluorescentes del techo le hacían daño en los ojos, y ella luchaba contra el impulso de dejar que sus párpados se cerrasen, aunque sólo fuera un segundo. Langdon iba sentado a su lado en el desierto vagón, la vista fija en la bolsa de piel que descansaba a sus pies. También a él le pesaban los párpados, como si el rítmico balanceo del tren lo sumiera en un estado de trance.
A Katherine le vino a la cabeza el contenido de la bolsa de Langdon. «¿Por qué quiere la CIA esa pirámide?» Bellamy había dicho que quizá Sato deseara hacerse con ella porque conocía su verdadero potencial. Pero aunque la pirámide revelase de un modo u otro el lugar donde se escondían antiguos secretos, a Katherine le costaba creer que esa promesa de sabiduría mística primigenia le interesase a la CIA.
Por otra parte, hubo de recordarse, a la CIA la habían pillado en varias ocasiones poniendo en marcha programas parapsicológicos o relacionados con fenómenos paranormales que rayaban en la magia antigua y el misticismo. En 1995, el escándalo Stargate/Scannate sacó a la luz una tecnología clasificada de la CIA llamada «visión remota», una especie de viaje telepático que permitía a un observador trasladarse mentalmente a cualquier lugar del mundo y verlo sin estar físicamente presente. Claro estaba que esa tecnología no era nada nuevo. Los místicos la denominaban «proyección astral», y los yoguis, «experiencia extracorporal». Por desgracia, los horrorizados contribuyentes americanos la denominaron «absurdo», y el programa fue abandonado. Al menos, de cara al público.