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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (40 page)

BOOK: El símbolo perdido
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Él la siguió con cara de pena.

—Hagamos esto de la forma más sencilla. —Por lo visto, al profesor Langdon, el experto en arte, se le planteaba el dilema ético de utilizar Internet cuando tenía el original tan cerca. Katherine se situó tras la mesa y encendió el ordenador. Cuando el aparato por fin cobró vida ella se dio cuenta de que tenía otro problema—. No veo el icono del navegador.

—Es una red interna. —Langdon le señaló un icono del escritorio—. Prueba ahí.

Katherine hizo clic en el icono
Colecciones digitales
y el ordenador accedió a otra pantalla. A instancias de Langdon, pinchó en otro icono:
Colección grabados.
Ante sus ojos surgió una pantalla nueva.
Grabados: Buscar.

—Teclea Alberto Durero.

Escribió el nombre y a continuación inició la búsqueda. Al cabo de unos segundos la pantalla les ofreció una serie de pequeñas imágenes, todas ellas de estilo parecido: intrincados grabados en blanco y negro. Por lo visto, Durero había realizado docenas de grabados similares.

Katherine recorrió el listado alfabético de obras:

Adán y Eva.
El prendimiento de Cristo.
La gran pasión.
La última cena.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Al ver todos esos títulos bíblicos Katherine recordó que Durero practicaba algo denominado cristianismo místico, una fusión de cristianismo primitivo, alquimia, astrología y ciencia.

«Ciencia...»

Le vino a la cabeza la imagen de su laboratorio en llamas. Difícilmente podía concebir cuáles serían las repercusiones a largo plazo, pero por el momento sus pensamientos se centraron en su ayudante, Trish. «Espero que lograra escapar.»

Langdon estaba diciendo algo sobre la versión de Durero de
La última cena,
pero Katherine casi no escuchaba. Acababa de ver el link de
Melancolía I.

Hizo clic con el ratón y se cargó una página con información general:

Melancolía I,
1514
Alberto Durero
(grabado en papel verjurado)
Colección Rosenwald Galería
Nacional de Arte
Washington

Cuando hubo terminado de cargarse, apareció en todo su esplendor una imagen digital en alta resolución de la obra maestra de Durero.

Katherine la miró desconcertada, había olvidado lo extraña que era, y Langdon soltó una risita comprensiva.

—Ya te dije que era críptica.

En
Melancolía I
, una figura pensativa provista de enormes alas estaba sentada ante una construcción de piedra, rodeada de la más dispar y extraña colección de objetos imaginable: una balanza, un perro famélico, instrumentos de carpintero, un reloj de arena, varios cuerpos geométricos, una campana, un angelote, un cuchillo, una escalera.

Katherine recordaba vagamente que su hermano le había dicho que el personaje alado era una representación del genio humano: un gran pensador con la mano apoyada en el mentón, abatido, que aún no es capaz de alcanzar la iluminación. Está rodeado de todos los símbolos del intelecto humano —objetos pertenecientes a los campos de la ciencia, las matemáticas, la filosofía, la naturaleza, la geometría, e incluso la carpintería—, y sin embargo todavía no puede subir la escalera que lo conducirá a la verdadera iluminación. «Hasta al genio humano le cuesta entender los antiguos misterios.»

—Simbólicamente esto representa el intento fallido por parte del hombre de transformar el intelecto humano en poder divino —explicó Langdon—. En términos alquímicos, plasma nuestra incapacidad de convertir el plomo en oro.

—No es que sea un mensaje muy alentador —convino Katherine—. Así que, ¿cómo va a ayudarnos?

No veía el 1514, el número escondido del que hablaba Langdon.

—Orden del caos —repuso él, esbozando una media sonrisa—. Justo lo que prometió tu hermano. —Introdujo la mano en el bolsillo y sacó la cuadrícula de letras que había escrito antes a partir de la clave masónica—. Ahora mismo esta cuadrícula no tiene sentido.

Extendió el papel en la mesa.

Katherine le echó un vistazo. «Ningún sentido.»

—Pero Durero obrará el milagro.

—Y ¿cómo va a hacerlo?

—Alquimia lingüística. —Langdon señaló la pantalla del ordenador—. Mira atentamente: oculto en esta obra de arte hay algo que dotará de sentido estas dieciséis letras. —Permaneció a la espera—. ¿Es que no lo ves? Busca el número 1514.

Katherine no estaba de humor para juegos.

—Robert, no veo nada. Una esfera, una escalera, un cuchillo, un poliedro, una balanza... Me rindo.

—Mira ahí, al fondo. Grabado en la construcción, detrás del ángel, bajo la campana. Durero grabó un cuadrado repleto de números.

Katherine reparó en el cuadrado y los números, entre los cuales se encontraba el 1514.

—Ese cuadrado es la clave para descifrar la pirámide.

Ella lo miró sorprendida.

—No es un cuadrado cualquiera —añadió él, risueño—. Ése, señora Solomon, es un cuadrado mágico.

Capítulo 69

«¿Adonde demonios me llevan?»

Bellamy seguía con los ojos vendados en la parte trasera del Escalade negro. Tras una breve pausa en algún lugar próximo a la biblioteca del Congreso, el vehículo continuó avanzando..., si bien durante sólo un minuto. El coche se detuvo de nuevo, después de recorrer una manzana aproximadamente.

Bellamy oyó voces apagadas.

—Lo siento..., imposible —decía una voz autoritaria—... cerrado a esta hora...

El conductor del todoterreno replicó con idéntica autoridad:

—Investigación de la CIA..., seguridad nacional...

Al parecer, el intercambio de palabras y credenciales surtió efecto, ya que el tono cambió de inmediato.

—Sí, naturalmente..., por la entrada de servicio... —Se oyó el chirrido estridente de lo que parecía la puerta de un garaje y, cuando ésta se abrió, la voz añadió—: ¿Quieren que los acompañe? Una vez dentro no podrán pasar...

—No. Tenemos acceso.

Si el guardia se sorprendió, fue demasiado tarde: el vehículo volvía a moverse. Avanzó unos cincuenta metros y paró. La pesada puerta se cerró tras ellos con gran estruendo.

Silencio.

Bellamy se dio cuenta de que temblaba.

La portezuela trasera del todoterreno se abrió ruidosamente. Bellamy notó un dolor intenso en los hombros cuando alguien tiró de él por los brazos y después lo obligó a ponerse de pie. Sin mediar palabra, una poderosa fuerza lo condujo a través de una amplia zona pavimentada. Había un extraño olor a tierra que él no era capaz de ubicar. Se oían las pisadas de alguien más, pero quienquiera que fuese aún no había abierto la boca.

Se detuvieron ante una puerta y Bellamy oyó un pitido electrónico. La puerta se abrió con un clic. Llevaron a Bellamy de malos modos por varios corredores, y éste no pudo evitar percatarse de que el aire era más cálido y húmedo. «¿Una piscina climatizada? No.» No olía a cloro..., sino a algo mucho más térreo y primario.

«¿Dónde demonios estamos?» Bellamy sabía que no podía encontrarse a más de una manzana o dos del Capitolio. Se detuvieron de nuevo y volvió a oírse el pitido electrónico de una puerta de seguridad, que se deslizó con un siseo. Cuando lo hicieron entrar de un empujón, el olor que lo recibió le resultó inconfundible.

Bellamy ahora sabía dónde se hallaban. «¡Dios mío!» Acudía allí a menudo, aunque nunca por la entrada de servicio. El espléndido edificio de cristal sólo estaba a unos trescientos metros del Capitolio, y técnicamente formaba parte del complejo del mismo. «¡Yo dirijo este sitio!» Bellamy cayó en la cuenta de que el acceso se lo estaba proporcionando su propia llave electrónica.

Unos brazos fuertes lo obligaron a cruzar el umbral y lo guiaron por un familiar sendero serpenteante. El calor pesado y húmedo de ese sitio solía proporcionarle consuelo. Esa noche, en cambio, estaba sudando.

«¿Qué hacemos aquí?»

De pronto su avance se vio interrumpido y lo sentaron en un banco. El hombre musculoso le quitó las esposas sólo lo bastante para volver a afianzarlas al banco, a la espalda.

—¿Qué quieren de mí? —exigió Bellamy, el corazón desbocado.

Por toda respuesta recibió el sonido de unas botas que se alejaban y la puerta de cristal que se cerraba.

Luego se hizo el silencio.

Un silencio absoluto.

«¿Es que van a dejarme aquí? —El Arquitecto del Capitolio sudaba más profusamente ahora mientras forcejeaba para desasirse—. ¿Ni siquiera puedo quitarme la venda?»

—¡Ayuda! —exclamó—. ¡Que alguien me ayude!

Aunque gritaba presa del pánico, sabía que nadie lo oiría. La ingente habitación de cristal —conocida como «la Jungla»— era completamente hermética cuando se cerraban las puertas.

«Me han dejado en la Jungla —pensó—. No me encontrarán hasta mañana.» Entonces lo oyó.

Algo apenas perceptible, pero que aterrorizó a Bellamy más que cualquier otra cosa que hubiese oído en su vida. «Algo respira. Muy cerca.»

No estaba solo en el banco.

Notó tan cerca del rostro el repentino siseo de una cerilla que hasta sintió el calor. Bellamy se echó hacia atrás, tirando instintivamente de las cadenas con todas sus fuerzas.

Entonces, sin previo aviso, una mano le quitó la venda.

La llama que tenía delante se reflejó en los negros ojos de Inoue Sato cuando ésta acercó el fósforo al cigarrillo que le colgaba de los labios, a escasos centímetros del rostro de Bellamy.

La mujer lo fulminó con la mirada bajo la luz de la luna que se colaba por el techo de cristal. Parecía encantada de verlo aterrorizado.

—Bueno, señor Bellamy —dijo Sato mientras sacudía la cerilla para apagarla—. ¿Por dónde empezamos?

Capítulo 70

«Un cuadrado mágico.» Katherine asintió mientras observaba el recuadro numérico del grabado de Durero. La mayoría de la gente hubiera pensado que Langdon había perdido el juicio, pero ella no tardó en darse cuenta de que tenía razón.

La locución «cuadrado mágico» no hacía referencia a algo místico, sino a algo matemático: era el nombre que recibía una cuadrícula de números consecutivos dispuestos de tal forma que la suma de todas las filas, las columnas y las diagonales arrojaba el mismo resultado. Creados hacía unos cuatro mil años por matemáticos egipcios e indios, hay quien todavía pensaba que los cuadrados mágicos poseían poderes. Katherine había leído que incluso en la actualidad indios devotos dibujaban cuadrados mágicos de tres por tres llamados
kubera kolam
en los altares de sus casas. Aunque, básicamente, el hombre moderno había relegado los cuadrados mágicos a la categoría de matemática recreativa, y a algunos todavía les satisfacía buscar nuevas configuraciones mágicas. «Sudokus para genios.»

Katherine analizó a toda prisa el cuadrado de Durero y sumó los números de varias filas y columnas.

—Treinta y cuatro —dijo—. Todas las sumas dan treinta y cuatro.

—Exacto —apuntó Langdon—. Pero ¿sabías que este cuadrado mágico es famoso porque Durero consiguió lo que parecía imposible? —Sin pérdida de tiempo le demostró a Katherine que, además de lograr que las filas, las columnas y las diagonales sumasen treinta y cuatro, Durero también dio con el modo de hacer que los cuatro cuadrantes, el cuadrado central e incluso las cuatro esquinas dieran ese mismo número—. Sin embargo, lo más asombroso es que Durero fue capaz de situar los números 15 y 14 juntos en la fila inferior para dejar constancia del año en que consiguió tan increíble proeza.

Katherine revisó los números y se quedó atónita al confirmar todas aquellas combinaciones.

El nerviosismo de Langdon iba en aumento.

—Lo increíble de
Melancolía I
es que es la primera vez en la historia que aparecía un cuadrado mágico en el arte europeo. Algunos historiadores creen que así fue como Durero expresó, de forma codificada, que los antiguos misterios habían salido de las escuelas de misterios de Egipto y se hallaban en poder de las sociedades secretas europeas. —Langdon hizo una pausa—. Lo que nos trae de vuelta a... esto.

Señaló el papel con la cuadrícula de letras de la pirámide.

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