Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
«¿Qué diablos es este sitio?»
La habitación que había debajo de la sala de lectura era un espacio pequeño y de aspecto industrial. El zumbido que oía provenía efectivamente de una maquinaria, pero no estaba seguro de si estaba encendida porque Bellamy y Langdon la habían activado o porque permanecía siempre en funcionamiento. En cualquier caso, no importaba. Los fugitivos habían dejado sus reveladoras señales térmicas en la única salida de la habitación: una gruesa puerta de acero en cuyo teclado numérico se podían ver claramente cuatro marcas relucientes sobre las teclas. Una franja anaranjada brillaba alrededor de la puerta, indicando que al otro lado las luces estaban encendidas.
—Echad la puerta abajo —dijo Simkins—. Es por donde han escapado.
A sus hombres les llevó ocho segundos insertar y detonar una lámina de
Key 4.
Cuando el humo se hubo disipado, los agentes se encontraron ante un extraño mundo subterráneo conocido allí como «las estanterías». La biblioteca del Congreso tenía kilómetros y kilómetros de estantes, la mayoría de ellos bajo tierra. Las interminables hileras daban la impresión de ser una especie de ilusión óptica «infinita» creada con espejos. Un letrero indicaba:
Entorno de temperatura controlada
Mantengan esta puerta cerrada en todo momento
Al cruzar las puertas destrozadas, Simkins notó aire fresco. No pudo evitar sonreír. «¿Puede ponerse más fácil la cosa?» Las señales térmicas en los entornos de temperatura controlada se veían cual erupciones solares. Efectivamente, en su visor apareció un brillante manchón rojo sobre un pasamanos que había más adelante y al que Bellamy o Langdon debían de haberse cogido al pasar.
—Podéis correr —susurró para sí—, pero no podéis ocultaros.
Mientras Simkins y su equipo avanzaban por el laberinto de estanterías, se dio cuenta de que la balanza estaba tan inclinada a su favor que ni siquiera necesitaba el visor para seguir a su presa. Bajo circunstancias normales, ese laberinto de estanterías hubiera sido un digno escondite, pero para ahorrar energía, las luces de la biblioteca del Congreso funcionaban con sensores de movimiento, y la ruta de huida de los fugitivos estaba iluminada como si de una pista de aterrizaje se tratara. Una estrecha y serpenteante guirnalda de luces se perdía en la distancia.
Todos los hombres se quitaron los visores y el equipo se puso a seguir el rastro de luz, que iba de un lado a otro por un laberinto de libros aparentemente interminable. Pronto Simkins empezó a ver luces parpadeantes ante sí. «Nos estamos acercando.» Apretó todavía más el ritmo, hasta que de repente oyó pasos y una respiración jadeante. Entonces vio a uno de los objetivos.
—¡Contacto visual! —exclamó.
La desgarbada figura de Warren Bellamy debía de ir a la cola. El atildado afroamericano avanzaba tambaleante junto a las estanterías, obviamente ya sin aliento. «De nada sirve, señor.»
—¡Deténgase, señor Bellamy! —exclamó Simkins.
Bellamy siguió corriendo, doblando esquinas y zigzagueando por entre las hileras de libros. A cada giro, las luces se ibun encendiendo.
—¡Derríbenlo! —ordenó Simkins.
El agente que portaba el rifle no letal apuntó y disparó. Al proyectil que salió volando por el pasillo y se envolvió alrededor de las piernas de Bellamy se lo apodaba «cuerda boba», pero de boba no tenía nada. Ese «incapacitante» no letal era una tecnología inventada en los laboratorios nacionales Sandia, y consistía en una pegajosa hebra de poliuretano que se volvía sólida al entrar en contacto con el blanco, creando una rígida red de plástico que se enroscaba en las rodillas del fugitivo. El efecto en un objetivo móvil era el mismo que el de insertar un palo en los radios de una bicicleta en movimiento. Las piernas del hombre quedaban inmovilizadas a media zancada, salía despedido hacia adelante y caía finalmente al suelo. Bellamy resbaló otros tres metros por un pasillo a oscuras antes de detenerse del todo.
—Yo me encargo de Bellamy —gritó Simkins—. ¡Id a por Langdon! Debe de andar por delante de... —El jefe de equipo se interrumpió al ver que las estanterías de libros que tenía enfrente permanecían a oscuras. Estaba claro que nadie más iba corriendo por delante de Bellamy. «¿Está solo?»
El Arquitecto seguía boca abajo, respirando con dificultad, con las piernas y los tobillos envueltos en un plástico endurecido. Simkins se acercó y le dio media vuelta con el pie.
—¡¿Dónde está?! —inquirió el agente.
A Bellamy le sangraba el labio por culpa de la caída.
—¿Dónde está quién?
El agente Simkins levantó el pie y colocó su bota encima de la inmaculada corbata de seda de Bellamy. Luego se inclinó, aplicando una ligera presión.
—Créame, señor Bellamy: no quiere jugar a esto conmigo.
Langdon se sentía como un cadáver.
Yacía echado en posición supina con las manos sobre el pecho, en la más absoluta oscuridad, encerrado en el más reducido de los espacios. Aunque Katherine estaba por encima de su cabeza en una posición similar, Langdon no podía verla. Mantenía los ojos cerrados para así no comprobar, siquiera fugazmente, la aterradora situación en la que se encontraba.
El espacio en el que se hallaba era pequeño.
Muy pequeño.
Sesenta segundos antes, mientras las puertas dobles de la sala de lectura se venían abajo, él y Katherine habían seguido a Bellamy dentro de la consola octogonal y habían descendido un tramo de escaleras por el que se accedía a la inesperada habitación que había debajo.
Langdon se dio cuenta inmediatamente de dónde estaban. «El corazón del sistema circulatorio de la biblioteca.» De un modo parecido a la sala de equipajes de un aeropuerto, la sala de distribución contaba con numerosas cintas transportadoras que tomaban distintas direcciones. Como la biblioteca del Congreso estaba repartida en tres edificios distintos, muchos de los libros que la gente solicitaba en la sala de lectura tenían que ser trasladados de uno a otro. Y eso se hacía mediante un sistema de cintas transportadoras que formaban una red subterránea de túneles.
Bellamy cruzó la habitación en dirección a una puerta de acero. Insertó su tarjeta de acceso, pulsó una serie de botones y la abrió. El espacio que había detrás estaba a oscuras, pero al abrirse la puerta, se activaron los sensores de movimiento y las luces se encendieron con un parpadeo.
Cuando Langdon vio lo que había más allá, se dio cuenta de que se encontraba ante algo que muy poca gente llegaba a ver nunca. «Las estanterías de la biblioteca del Congreso.» De repente se sintió animado por el plan de Bellamy. «¿Qué mejor lugar para ocultarse que un laberinto gigante?»
Pero Bellamy no los llevó hacia las estanterías. En vez de eso, apoyó un libro en la puerta para mantenerla abierta y se volvió hacia ellos.
—Me hubiera gustado poder explicarte muchas más cosas, pero no tenemos tiempo. —Le dio a Langdon su tarjeta de acceso—. Necesitarás esto.
—¿No vienes con nosotros? —preguntó Robert.
Bellamy negó con la cabeza.
—Nunca conseguiréis escapar a no ser que nos separemos. Lo más importante es mantener la pirámide y el vértice a salvo.
Langdon no veía otra salida aparte de la escalera que subía a la sala de lectura.
—¿Y adonde vas a ir tú?
—Yo haré que me sigan hacia las estanterías, así los alejaré de vosotros —dijo Bellamy—. Es lo único que puedo hacer para ayudaros a escapar.
Antes de que Langdon pudiera preguntar adonde se suponía que irían él y Katherine, Bellamy empezó a retirar una caja de libros que había encima de una de las cintas transportadoras.
—Tumbaos en la cinta —dijo—. Mantened las manos pegadas al cuerpo.
Langdon se lo quedó mirando fijamente. «¡No lo dirás en serio!» La cinta transportadora recorría una corta distancia en la habitación y luego desaparecía por un oscuro agujero que había en la pared. La abertura parecía suficientemente grande para una caja de libros, pero no mucho más. Langdon volvió la cabeza hacia las estanterías.
—Olvídalo —dijo Bellamy—. Las luces se activan con sensores de movimiento. Es imposible esconderse ahí.
—¡Señal térmica! —oyeron que gritaba alguien arriba—. ¡Convergencia de flancos!
Katherine tuvo más que suficiente. Se subió inmediatamente a la cinta transportadora. La cabeza le quedó a apenas unos centímetros de la abertura en la pared. Cruzó los brazos sobre el cuerpo, como si fuera una momia dentro de un sarcófago.
Langdon estaba paralizado.
—Robert —lo instó Bellamy—, si no lo quieres hacer por mí, hazlo por Peter.
Las voces del piso de arriba se oían cada vez más cerca.
Moviéndose como si estuviera en un sueño, Langdon se acercó finalmente a la cinta transportadora. Dejó la bolsa encima y luego se subió él, colocando la cabeza bajo los pies de Katherine. Notó en la parte posterior de la cabeza la fría y dura goma de la cinta. Se quedó mirando el techo y se sintió como un paciente de un hospital preparándose para una resonancia magnética.
—Mantén tu móvil encendido —dijo Bellamy—. Alguien te llamará dentro de poco... y te ofrecerá ayuda. Confía en él.
«¿Alguien me llamará?» Langdon sabía que antes Bellamy había estado intentando localizar en vano a alguien y que le había dejado un mensaje en el contestador. Y que hacía apenas unos minutos, mientras bajaban por la escalera de caracol, Bellamy finalmente lo había localizado y habían hablado brevemente y en voz baja.
—Seguid la cinta hasta el final —dijo Bellamy—. Y saltad rápidamente antes de que dé la vuelta. Utiliza mi tarjeta de acceso para salir.
—¡¿Salir de dónde?! —inquirió Langdon.
Pero Bellamy ya estaba accionando las palancas. De repente, todas las cintas transportadoras cobraron vida y, tras una leve sacudida, Langdon advirtió que el techo que tenía encima comenzaba a moverse.
«Que Dios se apiade de mí.»
Antes de internarse por la abertura de la pared, Langdon volvió un momento la cabeza y pudo ver cómo Warren Bellamy se dirigía a toda prisa hacia las estanterías y cerraba la puerta tras de sí. Un instante después, la biblioteca engulló a Langdon y todo quedó en total oscuridad..., justo cuando un pequeño y brillante láser rojo empezaba a bajar la escalera.
La mal pagada guardia de seguridad de la compañía Preferred Security volvió a comprobar la dirección de Kalorama Heights en su hoja de llamadas. «¿Es aquí?» El camino de entrada con verja que tenía delante pertenecía a una de las fincas más grandes y tranquilas del barrio, y le parecía extraño que el 911 hubiera recibido una llamada urgente para que acudiera alguien.
Tal y como era habitual con las llamadas sin confirmar, el 911 se había puesto en contacto con la compañía de seguridad local antes de molestar a la policía. La guardia solía pensar que el lema de la compañía —«Tu primera línea de defensa»— bien podría cambiarse por «Falsas alarmas, bromas, mascotas perdidas y quejas de vecinos pirados».
Esa noche, como siempre, la guardia había llegado sin más información acerca del supuesto problema. «Por encima de mi salario.» Su trabajo era simplemente aparecer con la luz de la sirena amarilla encendida, evaluar la propiedad e informar de cualquier cosa inusual que viera. Normalmente, algo inocuo había hecho saltar la alarma y ella utilizaba su llave maestra para volver a apagarla. Esa casa, sin embargo, estaba en silencio. No sonaba ninguna alarma. Desde la carretera todo parecía oscuro y tranquilo.
La guardia llamó al interfono de la puerta de la verja, pero no obtuvo respuesta. Tecleó su código maestro para abrirla y aparcó en el camino de entrada. Dejando el motor en marcha y la luz de la sirena encendida, se dirigió a la puerta principal y llamó al timbre. Nadie le contestó. No veía ninguna luz ni movimiento alguno.
Siguiendo a regañadientes el procedimiento habitual, encendió su linterna para inspeccionar el perímetro de la casa y comprobar que no hubieran forzado alguna puerta o ventana. Al doblar la esquina, una larga limusina negra pasó por delante de la casa, aminorando la marcha antes de proseguir su camino. «Vecinos fisgones.»
Poco a poco, fue revisando la casa, pero no vio nada fuera de lugar. Era más grande de lo que había imaginado, y para cuando llegó al patio trasero, estaba temblando de frío. Obviamente no había nadie dentro.
—¿Central? —llamó desde su radio—. Estoy en Kalorama Heights. No parece haber ningún problema. He terminado de inspeccionar el perímetro. Ninguna señal de intrusos. Falsa alarma.
—Conforme —contestó el operador—. Que tengas una buena noche.
La guardia se volvió a sujetar la radio en el cinturón y empezó a deshacer el camino, impaciente por volver a entrar en calor en su vehículo. Mientras regresaba, sin embargo, divisó algo que antes no había advertido: un pequeño punto de luz azulada en la parte trasera de la casa.
Extrañada, se acercó y vio de dónde provenía: una ventana baja, seguramente del sótano. El cristal de la ventana estaba tintado por la parte interior con una pintura opaca. «¿Alguna especie de cuarto oscuro, quizá?» El resplandor azulado que había visto salía por un pequeño punto de la ventana en el que la pintura había saltado.
Se arrodilló para intentar ver algo por el agujero, pero por esa diminuta abertura no se veía demasiado. Dio unos golpecitos al cristal, preguntándose si habría alguien trabajando ahí abajo.
—¿Hola? —gritó.
No contestó nadie, pero al volver a llamar a la ventana, un pedacito de la capa de pintura cayó, permitiéndole ver mejor. Se inclinó, pegando casi la cara a la ventana mientras examinaba el sótano. Al instante, deseó no haberlo hecho.
«¡¿Qué diablos...?!»
Paralizada, la mujer permaneció un momento allí de rodillas, mirando fijamente la escena que tenía ante sí. Finalmente, temblando, intentó volver a coger la radio de su cinturón.
Los chisporroteantes dardos de un arma de electrochoque impactaron en la parte posterior de su cuello, provocándole un abrasador dolor por todo el cuerpo. Se le agarrotaron los músculos y cayó hacia adelante sin poder siquiera cerrar los ojos antes de que su cara golpeara contra el frío suelo.
Nunca llegó a hacerlo.
Ésa no era la primera vez que a Warren Bellamy le vendaban los ojos. Al igual que todos sus hermanos masones, había llevado la «venda de terciopelo» ritual durante su ascenso a los escalones más altos de la masonería. Eso, sin embargo, había tenido lugar entre amigos de confianza. Lo de esa noche era distinto. Esos bruscos tipos le habían atado, luego le habían colocado una bolsa en la cabeza y ahora se lo llevaban preso por entre las estanterías de la biblioteca.