Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
«Rompió el corazón de Peter.»
Poco después de su dieciocho cumpleaños, Katherine se sentó con su madre y su hermano y los escuchó debatir sobre si retener o no la herencia de Zachary hasta que madurara más. Esa herencia era una tradición centenaria en la familia; los Solomon legaban una porción increíblemente generosa de la fortuna familiar a cada descendiente cuando cumplía dieciocho años. Creían que las herencias eran más útiles al principio de la vida de uno que al final. Y, de hecho, dejar grandes cantidades de la fortuna familiar en manos de sus jóvenes descendientes había sido la clave del crecimiento de la riqueza dinástica de la familia.
En ese caso, sin embargo, la madre de Katherine consideraba que era peligroso darle al problemático hijo de Peter una cantidad de dinero tan grande. Peter no estaba de acuerdo.
—La herencia de los Solomon —dijo su hermano— es una tradición familiar que no se debe interrumpir. Ese dinero podría hacer que Zachary se volviera más responsable.
Lamentablemente, Peter se equivocaba.
En cuanto recibió el dinero, Zachary rompió con su familia y se fue de casa sin llevarse siquiera sus pertenencias. Reapareció meses después en los tabloides:
Playboy disfruta de la buena vida en Europa.
Los tabloides se recreaban en la disipada y libertina vida de Zachary. A los Solomon les resultaban difíciles de asumir todas esas fotos de fiestas salvajes en yates y borracheras en discotecas. Las fotos de su díscolo descendiente pasaron de trágicas a aterradoras cuando los periódicos informaron de que Zachary había sido detenido con cocaína en la frontera de un país euroasiático:
Millonario Solomon en prisión turca.
La prisión, descubrieron, se llamaba Soganlik, y era un brutal centro de detención de clase F situado en el distrito de Kartal, a las afueras de Estambul. Temiendo por la seguridad de su hijo, Peter Solomon fue a buscarlo a Turquía. Al consternado hermano de Katherine le prohibieron incluso ver a Zachary y regresó con las manos vacías. La única noticia alentadora fue que los influyentes contactos de Solomon en el Departamento de Estado estaban intentando conseguir su extradición cuanto antes.
Dos días después, sin embargo, Peter recibió una espantosa llamada telefónica. A la mañana siguiente, la noticia llegó a los titulares:
Heredero de los Solomon asesinado en prisión.
Las fotografías de la cárcel eran atroces, y los medios de comunicación las publicaron todas, incluso tiempo después de la ceremonia de entierro privada de los Solomon. La esposa de Peter nunca le perdonó que no hubiera conseguido liberar a Zachary, y su matrimonio se rompió seis meses más tarde. Desde entonces, Peter había estado solo.
Años después, Katherine, Peter y la madre de ambos, Isabel, se habían reunido para pasar una tranquila Navidad juntos. El dolor todavía estaba presente, pero afortunadamente con el tiempo había ido disminuyendo. Desde el otro lado de la puerta de la cocina se podía oír el agradable ruido de tarros y cacerolas que hacía su madre mientras preparaba el tradicional festín. En el invernadero, Peter y Katherine disfrutaban de un brie horneado y una relajada conversación vacacional.
Hasta que oyeron un ruido inesperado.
—Hola, familia Solomon —dijo alegremente alguien a su espalda.
Katherine y su hermano se volvieron sobresaltados y vieron a un enorme y musculado tipo que entraba en el invernadero. Llevaba un pasamontañas negro que le tapaba toda la cara salvo los ojos, que relucían con salvaje intensidad.
Peter se puso inmediatamente en pie.
—¡¿Quién es usted?! ¡¿Cómo ha entrado aquí?!
—Conocí a su hijito, Zachary, en prisión. Me contó dónde estaba escondida esta llave —el desconocido mostró una vieja llave y sonrió como un animal—. Justo antes de matarlo de una paliza.
Peter se quedó boquiabierto.
El desconocido sacó una pistola y la apuntó directamente a su pecho.
—Siéntese.
Peter volvió a sentarse en su silla.
Katherine permaneció inmóvil mientras el hombre cruzaba la habitación. Bajo el pasamontañas, los ojos de ese tipo eran salvajes como los de un animal rabioso.
—¡Eh! —exclamó Peter, como si quisiera advertir a su madre, que seguía en la cocina—. ¡Quienquiera que sea, coja lo que quiera y váyase!
El hombre volvió a levantar su pistola hacia el pecho de Peter.
—¿Y qué cree usted que quiero?
—Dígame cuánto —dijo Solomon—. No tenemos dinero en la casa, pero puedo...
El monstruo se rió.
—No me insulte. No estoy interesado en su dinero. He venido en busca del otro patrimonio de Zachary —sonrió—. En prisión me habló de una pirámide.
«Pirámide —pensó desconcertada Katherine—. ¿Qué pirámide?»
Su hermano se mostró desafiante.
—No sé de qué está hablando.
—¡No se haga el tonto conmigo! Zachary me contó lo que esconde en la caja fuerte de su estudio. Lo quiero. Ahora.
—Fuera lo que fuese lo que le contara Zachary, se confundió —dijo Peter—. ¡No sé de qué me está hablando!
—¿Ah, no? —El intruso se volvió y apuntó la pistola al rostro de Katherine—. ¿Y ahora?
Los ojos de Peter se llenaron de terror.
—¡Lo digo en serio! ¡No sé de lo que me está hablando!
—Miéntame una vez más —advirtió el tipo, sin dejar de apuntar a Katherine— y prometo que la mataré. —Sonrió—. Y por lo que me dijo Zachary, su hermanita es mucho más valiosa para usted que todo su...
—¡¿Qué está pasando aquí?! —exclamó la madre de Katherine al tiempo que entraba en la habitación con la escopeta Browning Citori de Peter en las manos, apuntándola directamente al pecho del hombre.
El intruso se volvió hacia ella, pero la enérgica mujer de setenta y cinco años no perdió más tiempo y le disparó una ensordecedora ráfaga de perdigones. El intruso se tambaleó hacia atrás, y empezó a disparar su arma en todas direcciones, rompiendo unas cuantas ventanas mientras él atravesaba y hacía añicos la puerta de cristal, soltando su pistola al caer.
Peter no vaciló un momento y fue corriendo a recoger la pistola. Durante el tiroteo, Katherine había caído al suelo, y la señora Solomon se arrodilló junto a ella.
—¡Dios mío!, ¿estás herida?
Katherine negó con la cabeza, todavía enmudecida por el
shock.
Fuera, al otro lado de la puerta de cristal rota, el hombre del pasamontañas se había puesto en pie y huía corriendo hacia el bosque con la mano en un costado. Peter Solomon se volvió un momento para asegurarse de que su madre y su hermana estaban a salvo, y en cuanto comprobó que se encontraban bien, salió corriendo a por el intruso con la pistola en la mano.
Temblorosa, la madre de Katherine cogió a su hija de la mano.
—Gracias a Dios que estás bien. —Pero de repente se apartó—. ¿Katherine? ¡Estás sangrando! ¡Estás herida!
Katherine vio la sangre. Mucha sangre. Estaba por todas partes. Pero no sentía dolor alguno.
Su madre se puso a buscar frenéticamente la herida en su cuerpo.
—¿Dónde te duele?
—¡No lo sé, mamá, no siento nada!
Entonces Katherine vio el origen de toda aquella sangre y se quedó petrificada.
—Mamá, no soy yo... —señaló el costado de la blusa de satén blanco de su madre, de donde manaba profusamente la sangre y un pequeño agujero era visible.
La señora Solomon bajó la mirada, más confusa que otra cosa. Hizo una mueca de dolor y se encogió, como si ahora notara por fin el dolor.
—¿Katherine? —Su voz era tranquila, pero de repente se podía advertir en ella el peso de sus setenta y cinco años—. Necesito que llames a una ambulancia.
Katherine se apresuró hacia el teléfono que había en el vestíbulo y pidió ayuda. Cuando regresó al invernadero, encontró a su madre inmóvil sobre un charco de sangre. Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado para cogerla entre sus brazos.
Katherine no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando oyó el lejano disparo en el bosque. Al cabo de un rato, la puerta del invernadero se abrió y Peter entró a toda prisa, con los ojos desorbitados y la pistola todavía en la mano. Cuando vio que su hermana lloraba y sostenía a su madre sin vida entre sus brazos, su rostro se contrajo de dolor. El grito que resonó en el invernadero era un sonido que Katherine Solomon no olvidaría nunca.
Mal'akh podía sentir los tatuados músculos de su espalda en tensión mientras volvía a rodear corriendo el edificio en dirección a la compuerta de la nave 5.
«He de conseguir entrar en su laboratorio.»
La huida de Katherine había supuesto un imprevisto... problemático. No sólo sabía dónde vivía Mal'akh, sino que ahora conocía su verdadera identidad..., y que era él quien una década atrás había asaltado la casa de su familia.
Mal'akh tampoco se había olvidado de aquella noche. Había estado a punto de conseguir la pirámide, pero el destino se lo había impedido. «Todavía no estaba preparado.» Ahora sí lo estaba. Era más poderoso. Más influyente. Tras pasar por penalidades inconcebibles preparándose para su regreso, esa noche Mal'akh estaba listo para cumplir finalmente con su destino. Estaba seguro de que antes de que la noche hubiera terminado, podría contemplar los ojos moribundos de Katherine Solomon.
Al llegar a la compuerta se convenció de que en realidad Katherine no se había escapado; tan sólo había prolongado lo inevitable. Cruzó la entrada y avanzó con confianza por la oscuridad hasta que sus pies encontraron la alfombra. Entonces giró a la derecha y se dirigió hacia el Cubo. El golpeteo en la puerta de la nave 5 ya no se oía, y Mal'akh sospechó que el guardia debía de estar intentando retirar la moneda de diez centavos que Mal'akh había insertado en la ranura del teclado numérico para inutilizarlo.
Al llegar a la puerta del Cubo, localizó el teclado e insertó la tarjeta de acceso de Trish. El panel se encendió. Introdujo el número identificativo de la chica y entró. Estaban todas las luces encendidas, y mientras cruzaba el estéril espacio, observó asombrado el equipo del que disponían. Mal'akh no era ajeno al poder de la tecnología; él mismo había llevado a cabo su propia variedad de ciencia en el sótano de su casa, y la noche anterior parte de esa ciencia había dado sus frutos.
«La verdad.»
La especial reclusión de Peter Solomon —atrapado a solas en la zona intermedia— había dejado al descubierto todos sus secretos. «Puedo ver su alma.» Mal'akh descubrió ciertos aspectos que había anticipado y otros que no, como por ejemplo todo lo relativo al laboratorio de Katherine y sus sorprendentes hallazgos. «La ciencia se está acercando —se dio cuenta Mal'akh—. Pero yo no permitiré que ilumine el camino a quienes no son dignos de ello.»
Katherine había comenzado a utilizar la ciencia moderna para responder a antiguas preguntas filosóficas. «¿Oye alguien nuestras oraciones? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Tiene alma el ser humano?» Aunque pudiera parecer increíble, Katherine había respondido a todas esas preguntas, y a muchas más. Científicamente. Conclusivamente. Los métodos que había utilizado eran irrefutables. Incluso a los más escépticos los convencerían los resultados de sus experimentos. Si esa información se publicaba y salía a la luz, habría un cambio fundamental en la conciencia del ser humano. «Empezará a encontrar el camino.» La última tarea que Mal'akh tenía esa noche, antes de su transformación, era asegurarse de que eso no sucedía.
Una vez dentro del laboratorio, localizó la sala de datos de la que Peter le había hablado. Miró a través de las gruesas paredes de cristal las dos unidades de almacenamiento de datos holográficos. «Exactamente donde ha dicho que estarían.» A Mal'akh le costaba creer que el contenido de esas dos pequeñas cajas pudiera cambiar el curso del desarrollo humano, y sin embargo la Verdad siempre había sido el más potente de los catalizadores.
Con los ojos puestos en las unidades de almacenamiento de datos holográficos, Mal'akh extrajo la tarjeta de Trish y la insertó en el panel de seguridad de la puerta. Para su sorpresa, el panel no se encendió. Al parecer, el acceso a esa sala era un privilegio que no se extendía a Trish Dunne. Buscó la tarjeta que había encontrado en la bata de laboratorio de Katherine. Cuando insertó ésta, el panel sí se encendió.
Pero ahora Mal'akh tenía un problema. «No he llegado a averiguar el número identificativo de Katherine.» Probó con el de Trish, pero no funcionó. Acariciándose la barbilla, retrocedió unos pasos y examinó la puerta de plexiglás, de unos ocho centímetros de grosor. Sabía que ni siquiera con un hacha sería capaz de romperla para llegar a las unidades que necesitaba destruir.
Mal'akh había previsto esa contingencia.
Dentro del cuarto de suministro eléctrico, exactamente tal y como Peter le había dicho, localizó el anaquel sobre el que descansaban varios cilindros de metal parecidos a botellas de buceo. En los cilindros se podían leer las letras «HL», el número 2 y el símbolo de inflamable. Una de las bombonas estaba conectada a la batería de hidrógeno del laboratorio.
Mal'akh dejó una bombona conectada y con mucho cuidado sacó uno de los cilindros de reserva y lo depositó sobre una carretilla que había junto al estante. Se llevó el cilindro fuera del cuarto de suministro eléctrico y cruzó el laboratorio hasta llegar a la puerta de la sala de almacenamiento de datos. Aunque sin duda ya estaba suficientemente cerca, había advertido un punto débil en la gruesa puerta de plexiglás: el pequeño espacio entre la parte inferior y la jamba.
En el umbral, dejó con mucho cuidado la bombona en el suelo y deslizó el flexible tubo de goma por debajo de la puerta. Le llevó un momento retirar los precintos de seguridad y acceder a la válvula del cilindro, pero cuando por fin lo hizo, abrió esta última. A través del plexiglás pudo ver cómo un transparente y burbujeante líquido empezaba a salir del tubo y se propagaba por el suelo de la sala de almacenamiento. El efervescente y humeante charco se fue haciendo cada vez más grande. Mientras estaba frío, el hidrógeno permanecía en forma líquida. Al calentarse, empezaba a hervir. El gas resultante era incluso más inflamable que el líquido.
«Recordemos el
Hindenburg.»
Mal'akh regresó corriendo al laboratorio y cogió la jarra Pyrex llena con combustible para el mechero Bunsen, un aceite viscoso altamente inflamable. Lo llevó hasta la puerta de plexiglás, donde el hidrógeno líquido seguía extendiéndose: el charco de líquido hirviente dentro de la sala de almacenamiento de datos cubría ahora todo el suelo, rodeando los pedestales sobre los que descansaban las unidades holográficas. Al convertirse en gas, el charco emanaba una neblina blancuzca que lo cubría todo.