El símbolo perdido (30 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
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Los sensores de movimiento se activaron y el alumbrado de seguridad de la nave 5 se encendió de golpe, transformando instantáneamente la noche en día. Katherine oyó un grito de dolor a su espalda cuando los brillantes focos del suelo abrasaron las pupilas hiperdilatadas de su asaltante con más de veinticinco millones de bujías de luz. Pudo oír cómo se tambaleaba por el lecho de piedras.

Katherine mantuvo los ojos cerrados mientras corría por el césped. Cuando creyó estar suficientemente lejos del edificio y las luces, los abrió, corrigió el rumbo y corrió como una loca a través de la oscuridad.

Las llaves de su Volvo estaban donde siempre las dejaba, en la consola central. Sin aliento, cogió las llaves con manos temblorosas y arrancó el motor. Los faros del coche se encendieron, ofreciéndole una aterradora visión.

Una horrenda figura se acercaba corriendo a ella.

Katherine se quedó momentáneamente paralizada.

La criatura que habían iluminado sus faros era un animal calvo con el pecho desnudo, la piel cubierta de escamas, símbolos y textos. Corría hacia ella rugiendo y tapándose los ojos con las manos como un animal subterráneo que viera la luz del sol por primera vez. Katherine accionó la palanca de cambios, pero de repente apareció el atacante y estampó su codo contra la ventanilla lateral, enviando múltiples fragmentos del cristal de seguridad sobre su regazo.

El hombre introdujo su enorme brazo cubierto de escamas por la ventanilla y buscó medio a tientas el cuello de Katherine. Ella metió la marcha atrás, pero el atacante se había aferrado a su garganta y la apretaba con una fuerza inimaginable. Volvió la cabeza intentando escapar de la presión y de repente vio su rostro. Cuatro oscuras rayas en el maquillaje, parecidas a arañazos, dejaban a la vista los tatuajes que llevaba debajo. Su mirada era salvaje y despiadada.

—Debería haberte matado hace diez años —gruñó—. La noche en la que maté a tu madre.

Al oír sus palabras, un horrendo recuerdo volvió a la mente de Katherine: esa salvaje mirada la había visto antes. «Es él.» Hubiera gritado de no ser por la presión que hacía alrededor de su cuello.

Pisó a fondo el acelerador y a bandazos el coche arrancó hacia atrás, arrastrando a su atacante, que seguía aferrado a ella. El Volvo se escoró a un lado, y Katherine sintió que su cuello estaba a punto de ceder por el peso del hombre. De repente, unas ramas golpearon el lateral del coche y las ventanillas, y la presión desapareció.

El vehículo pasó entre los árboles y llegó al aparcamiento superior, donde Katherine frenó en seco. Abajo pudo ver que el hombre medio desnudo se ponía en pie y se quedaba mirando fijamente los faros del coche. Con una calma aterradora, levantó el amenazador brazo cubierto de escamas y lo apuntó directamente a ella.

Katherine sintió que una oleada de terror y de odio recorría su cuerpo mientras giraba el volante y aceleraba. Segundos después, el coche cogía Silver Hill Road con un derrape.

Capítulo 48

En el calor del momento, el agente Núñez no había visto otra opción que ayudar a escapar al Arquitecto del Capitolio y a Robert Langdon. Ahora, sin embargo, ya de vuelta en el cuartel subterráneo, Núñez podía ver cómo se cernían sobre él nubes de tormenta.

El jefe Trent Anderson sostenía una bolsa de hielo contra su cabeza mientras otro agente atendía las heridas de Sato. Ambos estaban junto al equipo de videovigilancia, revisando grabaciones para intentar localizar a Langdon y a Bellamy.

—Comprueben las grabaciones de todos los pasillos y salidas —exigió Sato—. ¡Quiero saber adonde han ido!

Núñez sentía náuseas. Sabía que en cuestión de minutos encontrarían la grabación y descubrirían la verdad. «Yo los he ayudado a escapar.» Para empeorar las cosas, había llegado un cuarto agente de la CIA que ahora estaba preparándose para ir a por Langdon y Bellamy. Esos tipos no tenían nada que ver con el cuerpo de seguridad del Capitolio. Esos tipos eran auténticos soldados: camuflaje negro, cascos de visión nocturna, pistolas de aspecto futurista.

Núñez tenía la sensación de que estaba a punto de vomitar. Finalmente tomó una decisión y se acercó discretamente a Anderson.

—¿Puedo hablar un momento con usted, jefe?

—¿Qué sucede? —Anderson acompañó a Núñez hasta el pasillo.

—Jefe, he cometido un grave error —dijo Núñez, rompiendo a sudar—. Lo siento, presento mi dimisión.

«De todos modos, me va a echar dentro de unos minutos.»

—¿Cómo dice?

Núñez tragó saliva.

—Antes he visto a Langdon y al Arquitecto Bellamy en el centro de visitantes, cuando salían del edificio.

—¡¿Cómo?! —bramó Anderson—. ¡¿Por qué no ha dicho nada?!

—El Arquitecto me ha pedido que no lo hiciera.

—¡Usted trabaja para mí, maldita sea! —La voz de Anderson resonó por todo el corredor—. ¡Bellamy me ha empotrado la cabeza contra una pared, por el amor de Dios!

Núñez le entregó a Anderson la llave que el Arquitecto le había dado.

—¿Qué es esto? —preguntó Anderson.

—Una llave del nuevo túnel que pasa por debajo de Independence Avenue. El Arquitecto Bellamy la tenía. Así es como han escapado.

Anderson se quedó mirando la llave sin decir nada.

Sato asomó la cabeza por el pasillo con mirada escrutadora.

—¿Qué sucede aquí?

Núñez sintió que empalidecía. Anderson todavía sostenía la llave, y Sato la había visto. Mientras la espantosa mujer se acercaba, Núñez improvisó lo mejor que pudo para intentar proteger a su jefe.

—He encontrado una llave en el suelo del subsótano. Le estaba preguntando al jefe Anderson si sabía de dónde era.

Sato llegó a su lado, con los ojos puestos en la llave.

—¿Y el jefe lo sabe?

Núñez se volvió hacia Anderson, quien claramente estaba considerando sus opciones antes de decir nada. Finalmente, negó con la cabeza.

—A bote pronto, no. Tendría que comprobar...

—No se moleste —replicó Sato—. Esa llave abre un túnel que sale del centro de visitantes.

—¿De veras? —dijo Anderson—. ¿Cómo lo sabe?

—Acabamos de encontrar la grabación. El agente Núñez ha ayudado a escapar a Langdon y a Bellamy y luego ha vuelto a cerrar la puerta del túnel. Ha sido Bellamy quien le ha dado la llave a Núñez.

Anderson se volvió hacia él, furioso.

—¡¿Es eso cierto?!

Núñez asintió vigorosamente, siguiéndole la corriente lo mejor que podía.

—Lo siento, señor. ¡El Arquitecto me ha dicho que no se lo dijera a nadie!

—¡No me importa lo más mínimo lo que le haya dicho el Arquitecto! —gritó Anderson—. Espero...

—Cállese, Trent —espetó Sato—. Son ambos unos pésimos mentirosos. Resérvense para la investigación de la CIA. —Le arrebató la llave del túnel a Anderson—. Aquí están ambos acabados.

Capítulo 49

Robert Langdon colgó su teléfono. Estaba cada vez más preocupado. «Katherine no contesta.» Había prometido llamarlo en cuanto hubiera conseguido salir sana y salva del laboratorio y estuviera ya de camino a la biblioteca, pero todavía no lo había hecho.

Bellamy estaba sentado junto a Langdon en la mesa de la sala de lectura. También él había hecho una llamada; en su caso, a un individuo que supuestamente podría ofrecerles santuario, un lugar seguro en el que esconderse. Desafortunadamente, esa persona tampoco cogía el teléfono, de modo que le había dejado un mensaje urgente en el contestador, indicándole que llamara cuanto antes al móvil de Langdon.

—Lo seguiré intentando —le dijo a Langdon—, pero por el momento dependemos de nosotros mismos. Y tenemos que pensar un plan para esta pirámide.

«La pirámide.» Langdon ya no prestaba atención al espectacular decorado de la sala de lectura; ahora su mundo consistía únicamente en lo que tenía ante sí: una pirámide de piedra, un paquete sellado con un vértice, y un elegante hombre afroamericano que había aparecido de la nada y lo había rescatado de un interrogatorio de la CIA.

Langdon esperaba un mínimo de cordura del Arquitecto del Capitolio, pero en realidad Warren Bellamy no parecía ser mucho más racional que el loco que aseguraba que Peter se encontraba en el purgatorio. Bellamy insistía en que esa pirámide efectivamente se trataba de la pirámide masónica de la leyenda. «¿Un antiguo mapa? ¿Que nos guiará hasta un poderoso saber?»

—Señor Bellamy —dijo educadamente Langdon—, esa idea de que existe una especie de saber secreto que puede otorgar un gran poder al ser humano..., me cuesta tomármela en serio.

Bellamy lo miró decepcionado y muy seriamente a la vez, haciendo que a Langdon su escepticismo le resultara todavía más incómodo.

—Sí, profesor, ya imaginaba que se sentiría usted así, aunque tampoco debería sorprenderme. Ve las cosas desde fuera. Existen ciertas realidades masónicas que percibe como mitos porque no está debidamente iniciado y preparado para comprenderlas.

Langdon sintió que lo trataba con condescendencia. «Tampoco era miembro de la tripulación de Odiseo, pero estoy seguro de que el cíclope es un mito.»

—Señor Bellamy, incluso en el caso de que la leyenda fuera cierta..., esta pirámide no podría ser la masónica.

—¿Ah, no? —Bellamy pasó un dedo por el cifrado masónico de la piedra—. A mí me parece que encaja perfectamente con la descripción. Una pirámide de piedra con un reluciente vértice de metal, que, según la imagen de rayos X de Sato, se corresponde exactamente con lo que Peter le confió. —Bellamy cogió el pequeño paquete con forma de cubo y lo sopesó en su mano.

—Esta pirámide mide menos de medio metro —rebatió Langdon—. Todas las versiones que he oído de la historia coinciden en que la pirámide masónica es enorme.

Bellamy esperaba ese comentario.

—Como sabe, la leyenda habla de una pirámide tan alta que el mismo Dios podría tocarla con sólo extender el brazo.

—Exactamente.

—Comprendo su dilema, profesor. Sin embargo, tanto los antiguos misterios como la filosofía masónica celebran la potencialidad de un Dios a nuestro alcance. Simbólicamente hablando, uno podría decir que todo aquello al alcance de un hombre ilustrado... está al alcance de Dios.

Langdon no reaccionó ante el juego de palabras.

—Incluso la Biblia está de acuerdo —dijo Bellamy—. Si, tal y como nos dice el Génesis, aceptamos que «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza», entonces también debemos aceptar lo que eso implica: que la humanidad no fue creada inferior a Dios. En Lucas 17,20 se nos dice: «El reino de Dios está en tu interior.»

—Lo siento, pero no conozco a ningún cristiano que se considere igual que Dios.

—Claro que no —dijo Bellamy endureciendo el tono—. Porque la mayoría de los cristianos quieren ambas cosas. Quieren poder decir con orgullo que creen en la Biblia pero al mismo tiempo prefieren ignorar las partes que resultan demasiado difíciles o inconvenientes de creer.

A eso Langdon no contestó nada.

—En cualquier caso —dijo Bellamy—, la antigua descripción de una pirámide masónica suficientemente alta para alcanzar a Dios... siempre ha dado pie a malinterpretaciones sobre su tamaño. Algo que, convenientemente, ha supuesto que académicos como usted insistan en que la pirámide es una leyenda, y nadie se ponga a buscarla.

Langdon bajó la mirada hacia el objeto que descansaba sobre la mesa.

—Lamento decepcionarlo —dijo—. Siempre he creído que la pirámide masónica es un mito.

—¿No le parece perfectamente lógico que un mapa creado por los masones esté grabado en piedra? A lo largo de la historia, ha sido así con nuestros referentes morales más importantes, como las tablas que Dios entregó a Moisés, los diez mandamientos que debían guiar el comportamiento humano.

—Lo comprendo, y sin embargo siempre se hace referencia a ella como la
leyenda
de la pirámide masónica. «Leyenda» implica que se trata de algo de naturaleza mítica.

—Sí, leyenda —Bellamy soltó una risa ahogada—. Me temo que usted sufre el mismo problema que tuvo Moisés.

—¿Cómo dice?

Bellamy se volvió en su asiento y levantó la mirada hacia el balcón del segundo piso, desde donde los observaban dieciséis esculturas de bronce.

—¿Ve a Moisés?

Langdon echó un vistazo a la celebrada estatua de Moisés que había en la biblioteca.

—Sí.

—Tiene cuernos.

—Ya lo veo.

—¿Y sabe por qué tiene cuernos?

Al igual que la mayoría de los profesores, a Langdon no le gustaba que le sermonearan. El Moisés de la biblioteca tenía cuernos por la misma razón que miles de reproducciones cristianas de Moisés los tenían: un error en la traducción del libro del Éxodo. El texto hebreo original decía que Moisés tenía
«karan 'ohr panav»
(«un rostro del que emanaban rayos de luz»), pero cuando la Iglesia católica romana redactó la traducción al latín oficial de la Biblia, el traductor metió la pata en la descripción de Moisés al traducirla como
«comuta esset facies sua»,
lo que significa que «su rostro era cornudo». A partir de entonces, artistas y escultores, temiendo represalias si no se ajustaban a los Evangelios, empezaron a representar a Moisés con cuernos.

—Fue un simple error —respondió Langdon—. Un error de traducción que cometió san Jerónimo alrededor del año 400.

Bellamy parecía impresionado.

—Exacto. Un error de traducción. Y su consecuencia ha sido que... Moisés ha quedado deformado para el resto de la historia.

«Deformado» era un modo amable de decirlo. De pequeño, Langdon sintió pánico al ver el diabólico «Moisés cornudo» de Miguel Ángel. La obra principal de la basílica de San Pedro Encadenado, en Roma.

—Menciono al Moisés cornudo —dijo Bellamy—, para ilustrar cómo la mala interpretación de una única palabra puede alterar la historia.

«Está predicando al coro —pensó Langdon, que había aprendido la lección de primera mano hacía unos años en París—. SanGreal: Santo Grial. SangReal: Sangre Real.»

—En el caso de la pirámide masónica —prosiguió Bellamy—, la gente oyó rumores acerca de una «leyenda». Y la idea cuajó. La leyenda de la pirámide masónica sonaba a mito. Pero la palabra «leyenda» se refería a otra cosa. Había sido malinterpretada. Más o menos como la palabra «talismán» —sonrió—. El lenguaje puede llegar a camuflar la verdad.

—Eso es cierto, pero me he perdido.

—Robert, la pirámide masónica es un
mapa.
Y como todos los mapas, tiene una
leyenda,
una clave que nos indica cómo leerlo. —Bellamy tomó el paquete con forma de cubo y lo sostuvo en alto—. ¿No lo ve? Este vértice es la leyenda de la pirámide. Es la clave que indica cómo debe leerse el objeto más poderoso que hay sobre la Tierra..., un mapa que revela el paradero del mayor tesoro de la humanidad: el saber perdido de los tiempos.

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