El símbolo perdido (34 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
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—Conozco a muchos masones —dijo Langdon, furioso—, entre ellos, algunos avanzados, y estoy seguro de que esos hombres no han jurado sacrificar sus vidas por una pirámide de piedra. Y también estoy seguro de que ninguno de ellos cree en una escalera secreta que desciende a un tesoro enterrado bajo tierra.

—Hay círculos dentro de círculos, Robert. No todo el mundo lo sabe todo.

Langdon dio un resoplido e intentó controlar sus emociones. Él, como todo el mundo, había oído los rumores acerca de círculos de élite dentro de los masones. Si era o no verdad parecía irrelevante a la vista de la situación.

—Warren, si esta pirámide y su vértice realmente pueden revelar el secreto masón, ¿por qué Peter me querría implicar a mí? Ni siquiera soy un hermano..., y mucho menos parte de ningún círculo interior.

—Lo sé, y sospecho que ésa es precisamente la razón por la que Peter te escogió a ti para custodiarlo. En el pasado, algunas personas ya han intentado hacerse con la pirámide, incluso algunos se han llegado a infiltrar en nuestra hermandad con motivos indignos. La decisión de Peter de esconderlo
fuera
de la hermandad fue inteligente.

—¿Tú sabías que yo tenía el vértice? —preguntó Langdon.

—No. Y si Peter se lo hubiera dicho a alguien, habría sido únicamente a un hombre. —Bellamy cogió su teléfono móvil y pulsó el botón de rellamada—. Y hasta el momento, no he podido localizarlo. —Escuchó el mensaje del contestador automático y volvió a colgar—. Bueno, Robert, parece que de momento estamos tú y yo solos. Y tenemos que tomar una decisión.

Langdon miró la hora en su reloj de Mickey Mouse: las 21.42.

—¿Eres consciente de que el captor de Peter está esperando a que le descifre esta pirámide esta misma noche y le diga qué mensaje oculta?

Bellamy frunció el ceño.

—Grandes hombres a lo largo de la historia han realizado grandes sacrificios personales para proteger los antiguos misterios. Tú y yo debemos hacer lo mismo. —Se puso en pie—. Debemos ponernos en marcha. Tarde o temprano Sato averiguará dónde estamos.

—¡¿Y qué hay de Katherine?! —inquirió Langdon, que no quería marcharse—. No puedo localizarla, y no me ha llamado.

—Está claro que le ha pasado algo.

—¡Pero no podemos abandonarla!

—¡Olvídate de Katherine! —dijo Bellamy, ahora con un tono autoritario—. ¡Olvídate de Peter! ¡Olvídate de todo el mundo! ¿Es que no entiendes, Robert, que la responsabilidad que se te ha confiado es más grande que todos nosotros..., que tú, Peter, Katherine o yo mismo? —Miró fijamente a los ojos de Langdon—. Hemos de encontrar un lugar seguro para esconder esta pirámide y su vértice lejos de...

De repente, un estruendo metálico resonó en el gran vestíbulo.

Bellamy se volvió con los ojos llenos de terror.

Langdon se volvió a su vez hacia la puerta. El ruido debía de haberlo causado el cubo de metal que Bellamy había colocado encima de la escalera que bloqueaba las puertas del túnel. «Vienen a por nosotros.»

Entonces, inesperadamente, el estruendo se volvió a oír.

Y luego otra vez.

Y otra.

El vagabundo que estaba sentado en el banco enfrente de la biblioteca del Congreso se frotó los ojos y observó la extraña escena que se desarrollaba ante él.

Un Volvo blanco acababa de subirse al bordillo, se había abierto paso a bandazos por la acera desierta y finalmente se había detenido a los pies de la entrada principal de la biblioteca. Del coche había salido una atractiva mujer de pelo negro que, tras inspeccionar con inquietud la zona y ver al vagabundo, le había gritado:

—¿Tiene un teléfono?

«Señorita, no tengo siquiera un zapato izquierdo.»

Dándose cuenta de ello, la mujer subió corriendo la escalinata en dirección a las puertas de la biblioteca. Al llegar a lo alto, cogió el tirador e intentó desesperadamente abrir cada una de las tres gigantescas puertas.

«La biblioteca está cerrada, señorita.»

Pero a la mujer parecío no importarle. Agarró uno de los pesados picaportes de forma circular, tiró de él hacia atrás y lo dejó caer con fuerza contra la puerta. Luego lo volvió a hacer. Y luego otra vez. Y otra.

«Caray —pensó el vagabundo—, realmente debe de necesitar un libro.»

Capítulo 56

Al ver que las enormes puertas de bronce de la biblioteca se abrían ante ella, Katherine Solomon sintió como si una compuerta emocional se reventara. Todo el miedo y la confusión que había ido acumulando durante la noche salieron finalmente a la superficie.

La persona que le había abierto la puerta era Warren Bellamy, amigo y confidente de su hermano. Pero era el hombre que permanecía detrás de Bellamy, en las sombras, a quien Katherine más se alegraba de ver. Y, al parecer, el sentimiento era mutuo. Una oleada de alivio recorrió el cuerpo de Robert Langdon cuando ella entró por la puerta... directamente a sus brazos.

Mientras Katherine se fundía en un reconfortante abrazo con su viejo amigo, Bellamy cerró la puerta principal. Al oír cómo echaba el cerrojo, se sintió por fin a salvo. Tenía ganas de llorar, pero contuvo las lágrimas.

Langdon la estrechó contra sí.

—Tranquila —le susurró—. Estás bien.

«Porque tú me has salvado —quería decirle Katherine—. Ha destruido mi laboratorio..., todo mi trabajo. Años de investigación... convertidos en humo.» Quería contárselo todo, pero apenas podía respirar.

—Encontraremos a Peter —la profunda voz de Robert resonó contra su pecho, algo que de algún modo le pareció consolador—. Lo prometo.

«¡Sé quién ha hecho eso! —quería gritar Katherine—. ¡El mismo hombre que asesinó a mi madre y a mi sobrino!» Antes de poder explicar nada, sin embargo, un inesperado ruido rompió el silencio de la biblioteca.

El estruendo provenía de un piso inferior; parecía que un objeto de metal hubiera caído al suelo embaldosado. Katherine sintió cómo los músculos de Langdon se ponían tensos al instante.

Bellamy dio un paso adelante y, con expresión grave, dijo:

—Hemos de irnos. Ahora.

Desconcertada, Katherine se puso en marcha y cruzó el gran vestíbulo detrás del Arquitecto y de Langdon, en dirección a la afamada sala de lectura de la biblioteca, cuyas luces estaban todas encendidas. Bellamy cerró detrás de ellos los dos juegos de puertas, primero las exteriores, luego las interiores.

Después los llevó a empujones hasta el centro de la sala. El trío llegó finalmente a una mesa de lectura en la que había una bolsa de piel bajo una luz. Al lado de la bolsa había un pequeño paquete con forma de cubo, que Bellamy recogió y metió en la bolsa junto a...

Katherine se quedó estupefacta. «¿Una pirámide?»

Aunque era la primera vez que veía esa pirámide de piedra, tuvo la sensación de que la reconocía. De algún modo instintivo sabía la verdad. Katherine Solomon acababa de encontrarse cara a cara con el objeto que tan profundamente había perjudicado su vida. «La pirámide.»

Bellamy cerró la cremallera de la bolsa y se la dio a Langdon.

—No pierdas esto de vista.

Una explosión hizo que las puertas exteriores de la sala se estremecieran, y luego siguió un ruido de cristales haciéndose añicos.

—¡Por aquí!

Asustado, Bellamy dio media vuelta y los condujo a toda prisa hacia el mostrador de préstamos: ocho mesas dispuestas alrededor de un enorme armario octogonal. Los hizo pasar detrás de las mesas y luego señaló una abertura en el armario.

—¡Meteos ahí!

—¿Ahí dentro? —inquirió Langdon—. ¡Seguro que nos encuentran!

—Confía en mí —dijo Bellamy—. No es lo que piensas.

Capítulo 57

Mal'akh conducía su limusina hacia el norte, en dirección a Kalorama Heights. La explosión del laboratorio de Katherine había sido mayor de lo que había esperado, y había tenido suerte de escapar ileso.

«He de salir de la carretera», pensó. Incluso en el caso de que Katherine no hubiera telefoneado aún a la policía, sin duda la explosión los habría alertado. «Y un hombre con el pecho descubierto conduciendo una limusina es algo que llama la atención.»

Tras años de preparación, Mal'akh no podía apenas creer que esa noche al fin hubiera llegado. El viaje hasta alcanzar ese momento había sido largo y difícil. «Lo que empezó hace años en la adversidad... terminará esta noche en la gloria.»

La noche en que todo empezó él todavía no se llamaba Mal'akh. De hecho, la noche en que todo empezó, él aún no tenía nombre. «Recluso 37.» Como la mayoría de los prisioneros de la brutal prisión de Soganlik, en las afueras de Estambul, el Recluso 37 estaba encerrado por un asunto de drogas.

Estaba echado en su litera de la celda de cemento, hambriento y aterido en la oscuridad, preguntándose cuánto tiempo más seguiría encarcelado. Su nuevo compañero de celda, a quien había conocido apenas veinticuatro horas antes, dormía en la litera de arriba. El alcaide de la prisión, un obeso alcohólico que odiaba su trabajo y la tomaba por ello con los reclusos, acababa de apagar las luces.

Eran casi las diez cuando el Recluso 37 oyó una conversación por el conducto de ventilación. La primera voz estaba clara, tenía el penetrante y beligerante acento del alcaide, quien obviamente no apreciaba que lo despertara un visitante de última hora.

—Sí, sí, ya veo que viene de muy lejos —estaba diciendo—, pero el primer mes no están permitidas las visitas. Es el reglamento. Sin excepciones.

La voz que le contestó era suave y refinada, llena de dolor.

—¿Está bien mi hijo?

—Es un drogadicto.

—¿Lo están tratando bien?

—Suficientemente bien —contestó el alcaide—. Esto no es un hotel.

Hubo una pausa.

—¿Es usted consciente de que el Departamento de Estado norteamericano solicitará la extradición?

—Sí, sí, siempre lo hacen. Se concederá, aunque el papeleo puede que nos lleve un par de semanas..., o un mes..., depende.

—¿Depende de qué?

—Bueno —dijo el alcaide—, andamos cortos de personal. —Hizo una pausa—. Aunque, claro, a veces partes interesadas como usted realizan donaciones al personal de la prisión para ayudarnos a acelerar las cosas.

El visitante no contestó.

—Señor Solomon —prosiguió el alcaide de la prisión, bajando el tono de su voz—, para un hombre como usted, el dinero no es ningún obstáculo y siempre hay opciones. Conozco a algunas personas en el gobierno. Si usted y yo trabajamos juntos, quizá podríamos sacar a su hijo de aquí... mañana, y retirar todos los cargos. No tendría siquiera que afrontar un juicio en casa.

La respuesta fue inmediata.

—Dejando de lado las ramificaciones legales de su sugerencia, me niego a enseñarle a mi hijo que el dinero resuelve todos los problemas o que en la vida uno no es responsable de sus actos, especialmente en un asunto tan serio como éste.

—¿Prefiere dejarlo aquí?

—Me gustaría hablar con él. Ahora.

—Como he dicho, tenemos reglas. No puede visitar a su hijo..., a no ser que quiera negociar su inmediata liberación.

Se hizo un silencio entre ambos durante varios segundos.

—El Departamento de Estado se pondrá en contacto con usted. Asegúrese de que a Zachary no le pasa nada malo. Confío en que la semana que viene esté en un avión de vuelta a casa. Buenas noches.

Y se marchó con un portazo.

El Recluso 37 no podía creer lo que acababa de oír. «¿Qué tipo de padre deja a su propio hijo en este agujero para enseñarle una lección?» Peter Solomon había rechazado incluso limpiar los antecedentes de Zachary.

Esa misma noche, mientras permanecía echado en su litera, al Recluso 37 se le ocurrió cómo podía salir libre. Si el dinero era lo único que separaba a un prisionero de la libertad, se podía decir que él ya estaba prácticamente libre. Puede que Peter Solomon no tuviera intención de echar mano de su bolsillo, pero como sabía cualquiera que leyera los tabloides, su hijo Zachary también tenía mucho dinero. Al día siguiente, el Recluso 37 habló en privado con el alcaide y le sugirió un plan, una atrevida e ingeniosa estratagema que les proporcionaría a ambos exactamente lo que querían.

—Para que esto funcione, Zachary Solomon tendrá que morir —le explicó el Recluso 37 al alcaide—. Pero ambos podríamos desaparecer inmediatamente. Usted podría retirarse a las islas griegas. Nunca volvería a ver este lugar.

Tras comentar los detalles un poco más, los dos hombres llegaron a un acuerdo.

«Pronto Zachary Solomon estará muerto», pensó el Recluso 37, sonriendo al imaginar lo fácil que resultaría todo.

Dos días después, el Departamento de Estado se puso en contacto con la familia Solomon para darles la terrible noticia. Las instantáneas de la prisión mostraban el cuerpo brutalmente apaleado de su hijo, que yacía hecho un ovillo y sin vida en el suelo de su celda. Le habían golpeado la cabeza con una barra de acero, y el resto de su cuerpo había sido linchado y retorcido más allá de lo humanamente imaginable. Lo habían torturado y finalmente asesinado. El principal sospechoso era el mismo alcaide de la prisión, que había desaparecido, seguramente con todo el dinero del muchacho. Zachary había trasladado su vasta fortuna a una cuenta privada que había sido vaciada inmediatamente después de su muerte. No había forma de saber dónde estaba el dinero ahora.

Peter Solomon viajó a Turquía en un avión privado y regresó con el ataúd de su hijo, que fue enterrado en el cementerio familiar de los Solomon. Al alcaide de la prisión no lo encontraron nunca. Ni lo encontrarían, sabía el Recluso 37. El voluminoso cuerpo del turco descansaba ahora en el fondo del mar de Mármara, alimentando a los cangrejos azules que migraban a través del estrecho del Bosforo. La vasta fortuna de Zachary Solomon había sido trasladada por completo a una cuenta irrastreable. El Recluso 37 volvía a ser un hombre libre; un hombre libre con muchísimo dinero.

Las islas griegas era un paraíso. La luz, el agua, las mujeres...

No había nada que el dinero no pudiera comprar; nuevas identidades, nuevos pasaportes, nueva esperanza. Escogió un nombre griego, Andros Dareios:
Andros
significaba «guerrero», y
Dareios,
«rico». Durante las oscuras noches en prisión lo había pasado muy mal, y Andros se juró que nunca volvería a ellas. Se afeitó su greñudo pelo y se apartó por completo del mundo de la droga. Empezó una nueva vida, explorando placeres nunca antes imaginados. La serenidad de navegar a solas por el azulado mar Egeo se convirtió en su nuevo colocón de heroína; la sensualidad de rechupetear un húmedo
ami souvlakia
directamente de la brocheta, en su nuevo éxtasis; y el subidón de lanzarse a la espumosa agua desde los escarpados acantilados de Mykonos, en su nueva cocaína.

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