Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
Junto a la losa a la que la habían atado había un pequeño mueble que le recordó en el acto a la mesa de instrumental de un quirófano. En él se exhibían diversos objetos, entre otros, una jeringuilla, un vial con un líquido oscuro... y un gran cuchillo con el mango de asta y una hoja de hierro bruñida hasta límites insospechados.
«Dios mío... ¿qué va a hacer conmigo?»
Cuando Rick Parrish, especialista de la CIA en seguridad de sistemas, entró por fin a grandes zancadas en el despacho de Nola Kaye, sólo llevaba una hoja en la mano.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó ella.
«¡Te dije que vinieras de inmediato!», pensó.
—Lo siento —se disculpó él mientras se ajustaba las gruesas gafas sobre la voluminosa nariz—. Estaba intentando encontrar más información para ti, pero...
—Enséñame lo que tengas.
Parrish le entregó la página impresa.
—Está censurado, pero se capta lo esencial.
Nola recorrió la página con la vista sin salir de su asombro.
—Todavía estoy tratando de averiguar cómo hizo el pirata para acceder —dijo Parrish—, pero supongo que lo habrá hecho con una araña de búsqueda, para aprovecharse de uno de nuestros motores de...
—¡Olvídate de eso! —le soltó Nola—. ¿Qué demonios pinta en la CIA un archivo secreto sobre pirámides, portales antiguos y
symbola
tallados?
—Eso es lo que me ha llevado tanto tiempo. Para ver cuál era el documento de destino, me puse a rastrear la ruta del archivo. —Parrish hizo una pausa y carraspeó—. Parece ser que el documento está en una partición asignada personalmente... al director de la CIA, nada menos.
Nola giró en la silla, con los ojos desorbitados por el asombro.
«¿El superior de Sato tiene un archivo que habla de la pirámide masónica?»
Sabía que el actual director, lo mismo que otros muchos altos cargos de la CIA, era un masón destacado, pero no podía imaginar que ninguno de ellos guardara secretos masónicos en un ordenador de la CIA.
Aun así, considerando lo que había visto en las últimas veinticuatro horas, tenía que admitir que todo era posible.
El agente Simkins estaba tumbado boca abajo, oculto entre los arbustos de Franklin Square. Tenía los ojos fijos en el pórtico del Almas Temple. «Nada.» No se había encendido ninguna luz en el interior, ni se había acercado nadie a la puerta. Volvió la cabeza y miró a Bellamy, que iba y venía en medio de la plaza, con aspecto de estar pasando frío, mucho frío. Simkins lo veía temblar y estremecerse.
Sonó el teléfono. Era Sato.
—¿Qué retraso lleva nuestro objetivo? —preguntó la directora.
Simkins consultó el cronógrafo.
—Dijo que tardaría veinte minutos. Han pasado casi cuarenta. Algo va mal.
—No vendrá —replicó Sato—. Se acabó.
Simkins sabía que tenía razón.
—¿Alguna noticia de Hartmann?
—No, no ha llamado desde Kalorama Heights. Tampoco consigo contactar con él.
Simkins enderezó la espalda. Si era cierto lo que decía Sato, entonces era evidente que algo iba muy mal.
—Acabo de llamar al equipo de apoyo externo —dijo Sato—. Tampoco han podido dar con él.
«Mierda.»
—¿Pueden localizar al Escalade por GPS?
—Sí. Está en una finca privada en Kalorama Heights —dijo Sato—. Reúne a tus hombres. Nos vamos.
Sato cerró el teléfono con un chasquido y contempló el paisaje majestuoso de la capital. El viento helado era como un latigazo a través de la chaqueta ligera y ella se rodeó el pecho con los brazos para conservar el calor. La directora Inoue Sato no era una persona que normalmente sintiera frío... o miedo. En ese momento, sin embargo, sentía ambas cosas.
Mal'akh sólo llevaba puesto el taparrabos de seda cuando subió velozmente por la rampa, franqueó la puerta de acero y pasó al salón de la casa a través del cuadro. «Tengo que prepararme a toda prisa. —Echó una mirada al agente de la CIA que yacía muerto en el vestíbulo—. Esta casa ya no es segura.»
Con la pirámide de piedra en la mano, entró directamente en el estudio de la planta baja y se sentó delante del ordenador portátil. Mientras tecleaba la contraseña, imaginó a Langdon en la urna y se preguntó cuántos días o incluso semanas pasarían antes de que alguien descubriera el cadáver sumergido en el sótano secreto. Daba lo mismo. Para entonces, haría mucho tiempo que Mal'akh se habría marchado.
«Langdon ha cumplido su función... de manera brillante.»
El profesor no sólo había reunido las piezas de la pirámide masónica, sino que había encontrado la manera de interpretar la arcana cuadrícula de símbolos de la base. A primera vista, los símbolos parecían indescifrables, pero la respuesta era sencilla... y estaba ante sus propios ojos.
El portátil de Mal'akh volvió a la vida y apareció en la pantalla el mismo mensaje de correo electrónico que había recibido antes: una fotografía del vértice reluciente de la pirámide, parcialmente tapado por un dedo de Warren Bellamy.
El
secreto está
dentro de Su Orden
####
de Franklin Square
«Ocho de Franklin Square», le había dicho Katherine. También había admitido que los agentes de la CIA estaban vigilando la plaza, con la esperanza de capturar a Mal'akh y averiguar de paso cuál era la orden a la que hacía referencia el vértice. ¿Los masones? ¿Los
shriners?
¿Los rosacruces?
«Ninguna. —Ahora Mal'akh lo sabía—. Langdon vio la verdad.»
Diez minutos antes, mientras subía el nivel del líquido en torno a su cara, el profesor de Harvard había dado con la clave para resolver la pirámide:
—¡Orden Ocho de Franklin Square! —había gritado, con el terror pintado en los ojos—. ¡El cuadrado de Franklin de orden ocho!
Al principio, Mal'akh no entendió lo que quería decir.
—¡Franklin Square no es la plaza, sino el cuadrado!
5
—aulló Langdon con la boca aplastada contra la ventana de plexiglás—. ¡El cuadrado de Franklin de orden ocho es un cuadrado mágico!
Después dijo algo a propósito de Alberto Durero y de cómo el primer código de la pirámide era una pista para descifrar el último.
Mal'akh conocía bien los cuadrados mágicos o
kameas,
como los llamaban los místicos del pasado. El antiguo texto
De occulta philosophia
describía con lujo de detalles el poder místico de los cuadrados mágicos y los métodos para crear sellos poderosos, basados en esas enigmáticas cuadrículas numéricas. ¿Y ahora Langdon le estaba diciendo que un cuadrado mágico era la clave para descifrar la base de la pirámide?
—¡Hace falta un cuadrado mágico de orden ocho! —había vociferado el profesor, cuando los labios eran la única parte del cuerpo que aún sobresalía por encima de la superficie del líquido—. ¡Los cuadrados mágicos se clasifican en órdenes! ¡Un cuadrado de tres por tres es de orden tres! ¡Y uno de cuatro por cuatro es de orden cuatro! ¡Se necesita uno de orden ocho!
El líquido estaba a punto de cubrir por completo a Langdon, que inhaló una última bocanada desesperada de aire y gritó algo acerca de un masón famoso..., uno de los padres fundadores de la nación..., un científico, místico, matemático, inventor... y creador de la
kamea
mística que aún llevaba su nombre. Franklin.
En un destello de entendimiento, Mal'akh supo que Langdon tenía razón.
Ahora, jadeante de expectación, estaba delante de su portátil. Una búsqueda rápida en Internet arrojó docenas de resultados. Eligió uno y empezó a leer.
EL CUADRADO DE FRANKLIN DE ORDEN OCHO
Uno de los cuadrados mágicos más conocidos de la historia es el de orden ocho publicado en 1769 por el científico estadounidense Benjamin Franklin, notable sobre todo porque fue el primero en sumar también las «diagonales quebradas». La obsesión de Franklin con esa mística forma de arte fue probablemente producto de su amistad con algunos de los alquimistas y místicos más destacados de la época, así como de su creencia en la astrología, que dio pie a las predicciones formuladas en su
Almanaque del pobre Richard.
Mal'akh estudió la famosa creación de Franklin: una singular cuadricula con los números del 1 al 64, en la que todas las filas, todas las columnas y todas las diagonales sumaban la misma constante mágica. «El secreto está dentro del cuadrado de Franklin de orden ocho.»
Sonrió. Temblando de emoción, aferró la pirámide de piedra y le dio la vuelta para examinar la base.
Había que reorganizar los sesenta y cuatro símbolos y disponerlos en otro orden, respetando la secuencia marcada por los números del cuadrado mágico de Franklin. Aunque no imaginaba cómo podía adquirir repentinamente sentido esa cuadrícula caótica de signos con sólo cambiarles el orden, Mal'akh tenía fe en la antigua promesa.
«Ordo ab chao.»
Con el corazón desbocado, cogió una hoja y trazó rápidamente una cuadrícula vacía de ocho filas por ocho columnas. Después empezó a colocar los símbolos, uno a uno, en sus nuevas posiciones. Casi de inmediato, para su sorpresa, el cuadrado comenzó a tener sentido. «¡Orden del caos!»
Terminó de descifrar la cuadrícula y se quedó mirando incrédulo la solución que se ofrecía a sus ojos. Una imagen clara y definida había cobrado forma. La enmarañada cuadrícula había sido transformada, reorganizada..., y aunque Mal'akh no logró captar el significado del mensaje completo, comprendió lo suficiente..., lo suficiente para saber hacia adonde dirigirse a continuación.
«La pirámide indica el camino.»
El cuadrado apuntaba hacia uno de los grandes lugares místicos del mundo. Increíblemente, era el mismo donde Mal'akh siempre había situado, en su imaginación, el fin de su viaje. «Es el destino.»
La mesa de piedra estaba fría bajo la espalda de Katherine.
Imágenes horripilantes de la muerte de Robert se arremolinaban aún en su mente, acompañadas del recuerdo de su hermano.
«¿También Peter habrá muerto?»
El extraño cuchillo que yacía sobre la mesa cercana no dejaba de traerle a la mente destellos de lo que el futuro podía depararle.
«¿De verdad será esto el fin?»
Curiosamente, sus pensamientos se encaminaron de forma abrupta hacia su investigación, hacia la ciencia noética y sus descubrimientos recientes.
«Todo perdido..., consumido por las llamas.»
Ya nunca podría compartir con el mundo todo lo aprendido. Su hallazgo más portentoso se había producido apenas unos meses antes, y sus resultados tenían el potencial de redefinir las ideas de la humanidad sobre la muerte. Extrañamente, el recuerdo de aquel experimento le estaba ofreciendo un consuelo inesperado.
Cuando era niña, Katherine Solomon solía preguntarse a menudo si habría vida después de la muerte. «¿Existe el cielo? ¿Qué pasa cuando morimos?»
A medida que fue creciendo, sus estudios de ciencia borraron rápidamente sus ideas fantasiosas sobre el cielo, el infierno y la vida de ultratumba, y la convencieron de que el concepto de «vida después de la muerte» era una invención humana, un cuento de hadas destinado a suavizar la terrible verdad de nuestra condición mortal.
«O al menos eso creía yo.»
Un año antes, Katherine y su hermano habían estado hablando de una de las interrogantes más perennes de la filosofía: la existencia del alma humana y, más concretamente, la cuestión de si el ser humano posee o no algún tipo de conciencia capaz de persistir fuera del cuerpo.
Los dos creían que probablemente existía algo así. Casi todas las filosofías antiguas coincidían. Las tradiciones budista y brahmánica aceptaban la metempsicosis, es decir, la transmigración del alma a otro cuerpo después de la muerte; los platónicos definían el cuerpo como una «cárcel» de la que el alma escapaba, y los estoicos llamaban al alma
apospasma tou theu
(«partícula de Dios») y creían que volvía al Ser Supremo después de la muerte.
Katherine había afirmado con cierta frustración que probablemente la ciencia nunca llegaría a demostrar la existencia del alma humana. Confirmar la persistencia de la conciencia después de la muerte era como exhalar una bocanada de humo y confiar en encontrarla varios años más tarde.
Después de aquella conversación, Katherine concibió una idea extraña. Su hermano había mencionado que el
Génesis
se refería al alma como
nesemá,
una especie de «inteligencia» espiritual, separada del cuerpo. Katherine pensó que la palabra «inteligencia» sugería la presencia de «pensamiento». Ahora bien, la ciencia noética indicaba claramente que los pensamientos tenían masa, por lo que resultaba lógico concluir que también el alma humana debía de tenerla.
«¿Puedo pesar el alma humana?»
Era una idea descabellada, por supuesto; incluso considerarla era una tontería.
Tres días después, Katherine despertó bruscamente de un sueño profundo y se sentó en la cama como impulsada por un resorte. Se levantó de un salto, condujo su coche hasta el laboratorio y de inmediato se puso a trabajar en la preparación de un experimento que era a la vez sencillo... e increíblemente audaz.
No sabía qué probabilidades de éxito tenía el proyecto, y decidió no decirle nada a Peter hasta que hubiera completado el trabajo. Tardó cuatro meses, pero al final llevó a su hermano al laboratorio. Nada más llegar, sacó un aparato enorme que tenía escondido en el almacén del fondo, empujándolo sobre las ruedas de la base.