Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—El ocho de Franklin Square tiene que existir —insistió Sato—. Vuelve a comprobarlo.
Nola Kaye se sentó a su mesa y se colocó los auriculares.
—Señora, he mirado por todas partes... Esa dirección no existe en Washington.
—Sin embargo, estoy en el uno de Franklin Square —objetó la directora—. Tiene que haber un ocho.
«¿La directora Sato en un tejado?»
—Un momento. —Nola inició una búsqueda nueva. Se estaba planteando contarle a la directora lo del pirata informático, pero ésta parecía obsesionada con el ocho de Franklin Square. Además, a Nola le faltaba información. «A todo esto, ¿dónde demonios está Parrish?»—. Vale —dijo Nola sin quitar los ojos de la pantalla—, ya veo cuál es el problema. Uno Franklin Square es el nombre del edificio..., no la dirección. Lo cierto es que la dirección es 1301 de K Street.
La noticia pareció confundir a la directora.
—Nola, no tengo tiempo para explicaciones: la pirámide claramente remite a una dirección, el ocho de Franklin Square.
La analista pegó un bote en la silla. «¿La pirámide apunta a un lugar concreto?»
—La inscripción dice —continuó Sato—: «El secreto está dentro de Su Orden / Ocho de Franklin Square.»
Nola no era capaz de hacerse una idea.
—¿Una orden como... los masones o una hermandad?
—Me figuro que sí —contestó Sato.
Nola se paró a pensar un instante y a continuación comenzó a teclear de nuevo.
—Señora, tal vez los números de la plaza hayan cambiado a lo largo de los años. Es decir, que si esa pirámide es tan antigua como asegura la leyenda, puede que los números de Franklin Square fueran distintos cuando se construyó la pirámide. Ahora estoy introduciendo una búsqueda sin el número ocho... con las palabras... «su orden»..., «Franklin Square»... y «Washington», y de este modo es posible que averigüemos si... —Se interrumpió a mitad de frase, cuando aparecieron los resultados de la búsqueda.
—¿Qué tienes? —inquirió Sato.
Nola clavó la vista en el primer resultado de la lista —una espectacular imagen de la Gran Pirámide de Egipto—, que servía de telón de fondo temático de la página principal dedicada a un edificio de Franklin Square. El edificio no se parecía a ningún otro de la plaza.
«Ni de la ciudad, la verdad.»
Lo que dejó patidifusa a Nola no fue la singular arquitectura de la construcción, sino más bien la descripción de su función: según el sitio web, ese edificio tan poco corriente nació como sagrado santuario y fue diseñado por... y para... una antigua orden secreta.
Robert Langdon recobró el conocimiento con un dolor de cabeza atroz.
«¿Dónde estoy?»
Estuviera donde estuviese reinaba la oscuridad. Una oscuridad cavernosa y un silencio sepulcral.
Yacía boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Confundido, trató de mover los dedos de las manos y los pies, y se sintió aliviado al comprobar que podía hacerlo y sin dolor. «¿Qué ha pasado?» Aparte del dolor de cabeza y de la profunda negrura, todo parecía más o menos normal.
Casi todo.
Langdon cayó en la cuenta de que estaba tendido sobre algo duro e inusitadamente suave al tacto, como un cristal. Y, lo que era más extraño aún, notaba que la lisa superficie se hallaba en contacto directo con su piel..., los hombros, la espalda, las nalgas, los muslos, las pantorrillas. «¿Estoy desnudo?» Perplejo, se pasó las manos por el cuerpo.
«¡Santo Dios! ¿Dónde demonios está mi ropa?»
En medio de la oscuridad empezó a sacudirse las telarañas y comenzaron a asaltarlo algunos recuerdos..., unas instantáneas espeluznantes..., un agente de la CIA muerto..., el rostro de una bestia tatuada..., su propia cabeza golpeando el suelo... Las imágenes se atropellaban, y ahora recordaba algo terrible: a Katherine Solomon atada y amordazada en el comedor.
«¡Dios mío!»
Se incorporó de súbito y, al hacerlo, su frente se estrelló contra algo que quedaba a escasos centímetros por encima. El dolor le invadió la cabeza y volvió a tenderse, al borde del desmayo. Atontado, levantó las manos, palpando en la oscuridad para dar con el obstáculo. Lo que encontró no tenía sentido: daba la impresión de que el techo de la estancia se hallaba a menos de treinta centímetros de él. «¿Qué diablos...» Cuando abrió los brazos hacia los lados en un intento por darse la vuelta, ambas manos se toparon con sendas paredes laterales.
Entonces cayó en la cuenta. Robert Langdon no estaba en ninguna habitación.
«¡Estoy en una caja!»
En la negrura de aquel pequeño espacio similar a un ataúd, Langdon comenzó a dar frenéticos puñetazos mientras gritaba una y otra vez pidiendo ayuda. El terror que lo atenazaba fue en aumento, hasta tornarse insoportable.
«Me han enterrado vivo.»
La tapa del extraño ataúd no se movía lo más mínimo, ni siquiera cuando, presa del pánico, él empujó hacia arriba con todas sus fuerzas valiéndose de los brazos y las piernas. La caja, dedujo, era de gruesa fibra de vidrio. Hermética. Insonorizada. Impenetrable a la luz. A prueba de fugas.
«Voy a morir ahogado y solo en esta caja.»
Le vinieron a la memoria el profundo pozo en el que cayó cuando era un muchacho y la espantosa noche que pasó solo en la oscuridad de aquel hoyo sin fondo, con los pies metidos en el agua. Ese trauma lo marcó de por vida, provocándole una insoportable fobia a los espacios cerrados.
Esa noche, enterrado vivo, Robert Langdon se enfrentaba a su peor pesadilla.
Katherine Solomon temblaba en silencio en el comedor de Mal'akh. El cortante alambre que rodeaba sus muñecas y sus tobillos ya le había lacerado la carne, y el más mínimo movimiento no hacía sino apretar sus ataduras.
Aquel lunático tatuado había dejado inconsciente a Langdon sin piedad y lo había arrastrado por el suelo tras coger su bolsa de piel y la pirámide. Katherine ignoraba adónde habían ido. El agente que los había acompañado estaba muerto. Ella llevaba un buen rato sin oír nada, y se preguntó si el de los tatuajes y Langdon seguirían en la casa. Había intentado gritar pidiendo ayuda, pero cada vez que lo hacía el trapo avanzaba peligrosamente hacia la tráquea.
Oyó unos pasos que se aproximaban y volvió la cabeza, esperando en vano que alguien acudiera en su auxilio. La ingente mole de su captor apareció en el pasillo, y Katherine reculó al recordarlo en su casa, diez años antes.
«Mató a mi familia.»
Se acercó a ella en dos zancadas. A Langdon no se lo veía por ninguna parte. El tipo se puso en cuclillas, la cogió por la cintura y se la echó al hombro sin miramientos. El alambre le cortaba las muñecas, y la mordaza ahogaba sus gritos de dolor. El gigante enfiló con ella el pasillo en dirección al salón, donde ese mismo día ambos habían tomado tranquilamente té.
«¿Adónde me lleva?»
Cruzó el salón y se detuvo justo delante del gran óleo de
Las tres Gracias
que ella admiró esa misma tarde.
—Mencionó que le gustaba este cuadro —musitó él, sus labios casi tocando su oreja—. Me alegro. Puede que sea la última cosa bella que vea.
Dicho eso, extendió el brazo y apoyó la mano en la parte derecha del inmenso marco. Para sorpresa de Katherine, el cuadro rotó en la pared sobre un eje central, como si fuese una puerta giratoria. «Una puerta oculta.»
Katherine trató de zafarse, pero el hombre la agarró con fuerza y la llevó al otro lado del lienzo. Cuando
Las tres Gracias
se cerraron tras ellos, Katherine reparó en el grueso aislamiento que protegía el revés del cuadro. Era evidente que lo que quisiera que se hiciese allí detrás no debía oírlo el mundo exterior.
El espacio que se abría al otro lado del lienzo era angosto, parecía más un pasillo que una habitación. El tipo la llevó hasta el fondo, donde abrió una pesada puerta que daba a un descansillo de reducidas dimensiones. Katherine se vio ante una rampa que descendía hasta un sótano situado a bastante profundidad. Trató de gritar, pero la mordaza la estaba ahogando.
La rampa era empinada y estrecha; las paredes de ambos lados, de cemento, bañadas en una luz azulada que parecía venir de abajo. El aire que subía era cálido y acre, en él flotaba una misteriosa mezcla de olores..., la mordacidad de sustancias químicas, la delicadeza del incienso, el primitivismo del sudor humano e, impregnándolo todo, el aura inconfundible de un miedo visceral, animal.
—Su ciencia me impresionó —musitó él al final de la rampa—. Espero que la mía la impresione a usted.
El agente de la CIA Turner Simkins aguardaba agazapado en la oscuridad del parque, sin perder de vista a Warren Bellamy. Aún no había mordido nadie el anzuelo, pero todavía era pronto.
El transmisor de Simkins emitió un pitido y él lo activó con la esperanza de que alguno de sus hombres hubiese visto algo. Pero era Sato. Con nueva información.
Simkins permaneció a la escucha, compartía su preocupación.
—Un momento —pidió—. Veré si puedo distinguirlo.
Avanzó reptando entre los arbustos donde estaba a cubierto y echó un vistazo hacia el lugar por el que había entrado en la plaza. Después de maniobrar un tanto consiguió establecer una línea de visión.
«¡Joder!»
A lo lejos se alzaba una construcción que parecía una mezquita del Viejo Continente. Flanqueada por dos edificios mucho más altos, la fachada morisca era de brillantes azulejos de terracota que formaban intrincados dibujos multicolores. Por encima de las tres enormes puertas, dos niveles de ventanas ojivales daban la impresión de que de un momento a otro podían asomar unos arqueros árabes que dispararían si alguien se aproximaba sin haber sido invitado.
—Lo veo —afirmó el agente.
—¿Hay actividad?
—Nada.
—Bien. Necesito que cambies de posición y lo vigiles atentamente. Se trata del Almas Shrine Temple, y es la sede de una orden mística.
Simkins había trabajado en el área metropolitana durante mucho tiempo, pero no estaba familiarizado con ese templo ni con ninguna antigua orden mística cuya sede estuviera en esa plaza.
—Ese edificio —explicó Sato— pertenece a un grupo llamado Antigua Orden Árabe de los Nobles del Relicario Místico.
—No he oído hablar de ellos.
—No lo dudo —repuso ella—. Se trata de una organización masónica más conocida como
shriners.
Simkins miró con recelo el ornado edificio. «¿Los
shriners?
¿Los tipos que construyen hospitales infantiles?» Era incapaz de imaginar una «orden» menos siniestra que una hermandad de filántropos que se tocaban con un pequeño fez rojo y desfilaban por la ciudad.
Así y todo, la preocupación de Sato era legítima.
—Señora, si nuestro objetivo cae en la cuenta de que ese edificio es «Su Orden» de Franklin Square, no necesitará la dirección; sencillamente se olvidará de la cita e irá directamente al lugar adecuado.
—Eso mismo pensaba yo. Vigila la entrada.
—Sí, señora.
—¿Se sabe algo del agente Hartmann en Kalorama Heights?
—No, señora. Le dijo que la llamara directamente a usted.
—Pues no lo ha hecho.
«Qué raro —pensó Simkins, y consultó el reloj—. Ya tendría que estar allí.»
Robert Langdon tiritaba, desnudo y solo en medio de la oscuridad más absoluta. Paralizado por el miedo, había dejado de aporrear y gritar. Prefirió cerrar los ojos y hacer todo lo posible para controlar el martilleo de su corazón y sus aterrorizados resuellos.
«Estás tumbado bajo un vasto cielo nocturno —trató de convencerse—. Sobre tu cabeza no hay nada salvo kilómetros de espacio abierto.»
Sólo gracias a esa imagen tranquilizadora había conseguido superar el reciente encierro en la unidad de resonancia magnética..., a eso y a tres Valium. Esa noche, no obstante, la visualización no estaba surtiendo efecto alguno.
A Katherine Solomon la mordaza se le había deslizado hacia atrás y prácticamente la estaba ahogando. Su captor la había bajado por una angosta rampa que desembocaba en un oscuro pasillo subterráneo. Al fondo de dicho corredor ella había vislumbrado una habitación de la que salía una inquietante luz entre rojiza y púrpura, pero no habían llegado tan lejos. El hombre escogió un pequeño cuarto lateral, donde entró y la depositó a ella en una silla de madera. La sentó con los brazos por fuera del respaldo, de forma que no pudiera moverse.
Ahora Katherine notaba que el alambre de las muñecas cada vez se le hundía más en la carne. El dolor casi no era nada en comparación con el creciente pánico que le estaba entrando al no poder respirar. El trapo que tenía metido en la boca cada vez se le resbalaba más adentro, y a ella le daban arcadas, un acto reflejo.
A su espalda, el gigante tatuado cerró la única puerta de la habitación y encendió la luz. A Katherine le lloraban los ojos profusamente, y ya no distinguía los objetos que tenía a su alrededor. Todo se había vuelto borroso.
Ante ella surgió una visión distorsionada de piel colorida, y sintió que sus ojos parpadeaban, a punto de desmayarse. Un brazo cubierto de escamas le sacó el trapo de la boca.
Katherine jadeó y respiró profundamente unas cuantas veces, tosiendo y atragantándose cuando sus pulmones se llenaron de preciado aire. Poco a poco empezó a ver claro de nuevo, y sus ojos se toparon con el rostro de aquel demonio, un semblante que apenas era humano. Un asombroso tapiz de extraños símbolos cubría su cuello, su cara y su afeitada cabeza. A excepción de un pequeño círculo en la coronilla, cada centímetro de su cuerpo parecía estar tatuado. Un enorme fénix bicéfalo en el pecho le dirigía una mirada feroz desde unos ojos que se situaban en los pezones, como si fuera una especie de buitre voraz que aguardase pacientemente a que ella muriera.
—Abra la boca —ordenó él.
Ella miró al monstruo con repugnancia. «¿Qué?»
—Abra la boca —repitió—. O vuelvo a meterle el trapo.
Temblorosa, Katherine obedeció, y él estiró el grueso y tatuado dedo índice y se lo introdujo entre los labios. Cuando le tocó la lengua, ella creyó que vomitaría. A continuación el gigante sacó el dedo, húmedo, y se lo llevó a la parte superior de la rasurada cabeza, cerró los ojos y extendió la saliva en el pequeño círculo de piel sin tatuar.
Asqueada, Katherine apartó la vista.
El cuarto en el que se hallaba parecía una suerte de caldera: tuberías en las paredes, borboteos, fluorescentes. Sin embargo, antes de que pudiera observar detenidamente el lugar, su mirada se posó en algo que había a su lado, en el suelo. Un montón de ropa: un jersey de cuello alto, una chaqueta de tweed, unos mocasines, un reloj de Mickey Mouse.