El símbolo perdido (57 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
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Con cada segundo que pasaba, Langdon había empezado a notar que un inquietante entumecimiento se apoderaba de su cuerpo. Era como si su carne se estuviese preparando para proteger al cerebro del sufrimiento de la muerte. El agua ahora amenazaba con entrarle en los oídos, y él levantó la cabeza todo lo que pudo, pegándola contra la tapa de la caja. Ante sus ojos comenzaron a desfilar imágenes aterradoras: un chaval en Nueva Inglaterra con los pies sumergidos en el agua de un oscuro pozo, un hombre en Roma atrapado bajo el esqueleto de un ataúd volcado...

Los gritos de Katherine eran más desesperados. A juzgar por lo que oía él, su amiga intentaba razonar con un demente, insistía en que no podía esperar que Langdon descifrara la pirámide sin acudir al templo de los
shriners.

—Es evidente que en ese edificio se encuentra la pieza que falta en este rompecabezas. ¿Cómo va a descifrar Robert la pirámide sin tener toda la información?

Langdon agradecía los esfuerzos, pero estaba seguro de que «Ocho de Franklin Square» no hacía referencia a ese templo. «La línea temporal no es lógica.» Según la leyenda, la pirámide masónica fue creada a mediados del siglo
xix
, decenios antes de que existieran los
shriners.
Ahora que lo pensaba, a decir verdad probablemente antes incluso de que la plaza se llamara Franklin Square. Era imposible que el vértice hiciese referencia a un edificio que no había sido construido y se ubicaba en una dirección inexistente. Se refiriera a lo que se refiriese, «Ocho de Franklin Square» había de existir en 1850.

Por desgracia no conseguía llegar a ninguna parte.

Rebuscó en su memoria algo que pudiera encajar en esa cronología. ¿«Ocho de Franklin Square? ¿Algo que ya existía en 1850?» No se le ocurrió nada. Ahora un hilillo de líquido le entraba en los oídos. Luchando contra el terror que lo atenazaba, fijó la vista en la cuadrícula, al otro lado del cristal. «No entiendo la relación.» Frenético, muerto de miedo, su cerebro empezó a escupir todas las analogías que fue capaz de generar.

«Ocho de Franklin Square...,
square
puede hacer referencia a una plaza... pero también a un cuadrado..., esa cuadrícula de símbolos es un cuadrado..., aunque asimismo puede significar escuadra, y la escuadra y el compás son distintivos masónicos..., los altares masónicos son cuadrados..., los ángulos de los cuadrados tienen noventa grados. —El agua seguía subiendo, pero Langdon la apartó de sus pensamientos—. Ocho de Franklin..., ocho..., ese recuadro mide ocho por ocho..., "Franklin" tiene ocho letras..., un 8 tumbado es el símbolo del infinito..., en numerología ocho es el número de la destrucción... »

Langdon estaba perdido.

Fuera del tanque Katherine seguía suplicando, pero ahora Robert sólo oía parte de sus frases, ya que el agua le rodeaba la cabeza.

—...imposible sin saber..., el mensaje del vértice decía claramente... «El secreto está dentro... »

Dejó de oírla.

El agua inundó sus oídos, impidiéndole oír la voz de Katherine. De repente se vio inmerso en un silencio similar al del útero materno, y Langdon supo que iba a morir.

«El secreto está dentro...»

Las últimas palabras de Katherine resonaron en su silente tumba.

«El secreto está dentro...»

Curiosamente Langdon cayó en la cuenta de que había oído esas mismas palabras muchas veces antes.

«El secreto está... dentro.»

Incluso en un momento así daba la impresión de que los antiguos misterios se mofaban de él. «El secreto está dentro» era el principio fundamental de los misterios, que exhortaba al hombre a buscar a Dios no arriba, en el cielo..., sino más bien dentro de sí mismo. «El secreto está dentro.» Ése era el mensaje de todos los grandes maestros místicos.

«El reino de Dios está en tu interior», dijo Jesucristo.

«Conócete a ti mismo», aconsejó Pitágoras.

«¿Acaso no sabéis que sois dioses?», aseguró Hermes Trimegisto.

Y la lista seguía y seguía...

Todas las enseñanzas místicas de todos los tiempos habían intentado transmitir esa idea. «El secreto está dentro.» Aun así, la humanidad continuaba mirando al cielo para ver el rostro de Dios.

En el caso de Langdon ello había acabado siendo el colmo de la ironía. En ese preciso instante, con la mirada dirigida al cielo igual que tantos otros ciegos antes que él, Robert Langdon de pronto vio la luz.

Lo asaltó con la contundencia de un rayo.

El
secreto está
dentro de Su Orden
Ocho de Franklin Square

Entonces lo comprendió.

De repente el mensaje del vértice era de una claridad meridiana. Lo había tenido toda la noche delante de las mismísimas narices. El texto, al igual que la pirámide masónica en sí, era un
symbolon
—un código troceado—, un mensaje escrito por partes. El significado del vértice se ocultaba de una manera tan simple que Langdon apenas podía creer que Katherine y él no lo hubieran visto.

Más asombroso si cabe era el hecho de que ahora él sabía que el mensaje que transmitía el vértice ciertamente decía cómo descifrar la cuadrícula de símbolos que ocultaba la base de la pirámide. Todo era de lo más sencillo. Justo como había prometido Peter Solomon, el dorado vértice era un poderoso talismán capaz de generar orden del caos.

Langdon comenzó a aporrear la tapa y a chillar:

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo!

Al otro lado, la pirámide de piedra se elevó y desapareció, y su lugar lo ocupó el gigante tatuado, el escalofriante rostro escudriñando la ventanilla.

—Lo he resuelto —insistió él—. Déjeme salir.

Cuando el hombre habló, el líquido impidió que Langdon oyera nada. Sus ojos, sin embargo, vieron que los labios del demente dibujaban una palabra: «Dígamelo.»

—Se lo diré —prometió él, el agua casi a la altura de los ojos—. Déjeme salir. Se lo explicaré todo.

«Es tan sencillo.»

Los labios del otro volvieron a moverse: «Dígamelo... o morirá.»

Con el agua invadiendo el último centímetro de espacio restante, Langdon echó la cabeza atrás para que no le tapara la boca. Al hacerlo, el cálido líquido le entró en los ojos, borrando su visión. Acto seguido arqueó la espalda y pegó la boca a la ventana de plexiglás.

Después, aprovechando los últimos segundos de aire, Robert Langdon compartió el secreto de cómo descifrar la pirámide masónica.

Cuando terminó de hablar, el agua le subió por los labios. Movido por el instinto, el profesor respiró por última vez y cerró la boca. Al momento el fluido lo cubrió por completo, alcanzando la parte superior de su tumba y extendiéndose por el plexiglás.

«Lo ha conseguido —comprendió Mal'akh—. Langdon ha averiguado cómo descifrar la pirámide.»

La respuesta era tan sencilla..., tan evidente.

Al otro lado de la ventana, el rostro sumergido de Robert Langdon lo miraba desesperado, con ojos suplicantes.

Mal'akh negó con la cabeza y, muy despacio, formó unas palabras: «Gracias, profesor. Disfrute del más allá.»

Capítulo 103

Como nadador experto que era, Robert Langdon se había preguntado a menudo qué se sentiría al ahogarse. Ahora sabía que iba a averiguarlo de primera mano. Aunque podía aguantar la respiración más que la mayoría, ya notaba la reacción de su cuerpo a la falta de aire. El dióxido de carbono empezaba a acumularse en su sangre, y ello traía consigo el impulso instintivo de aspirar. «No respires.» El acto reflejo de hacerlo aumentaba en intensidad con cada minuto que pasaba. Langdon sabía que no tardaría en alcanzar el punto crítico de la denominada apnea voluntaria, el momento en el que una persona no podía aguantar más la respiración.

«¡Abra la tapa!» Su instinto le decía que se pusiera a dar golpes y a forcejear, pero él sabía que no debía malgastar un oxígeno valioso. Lo único que podía hacer era mirar a través del borrón de agua que lo cubría y no perder la esperanza. Ahora el mundo exterior no era más que un brumoso recuadro de luz al otro lado de la ventana de plexiglás. Los músculos principales le ardían, y él sabía que la hipoxia no tardaría en llegar.

De pronto contempló un rostro bello y fantasmal. Era Katherine, sus delicados rasgos casi etéreos a través del velo líquido. Se miraron a los ojos y, por un instante, Langdon creyó que se había salvado. «¡Katherine!» Pero en seguida oyó sus ahogados gritos de horror y supo que era su captor quien la había llevado hasta allí. El monstruo tatuado la estaba obligando a presenciar lo que estaba a punto de suceder.

«Katherine, lo siento...»

En aquel lugar extraño, oscuro, atrapado bajo el agua, Langdon se esforzaba por digerir que ésos serían sus últimos instantes de vida. Dentro de poco dejaría de existir... Todo lo que era... o había sido... o sería... se acababa. Cuando su cerebro muriese, todos los recuerdos almacenados en su materia gris, junto con todos los conocimientos que había adquirido, se desvanecerían sin más en un mar de reacciones químicas.

En ese momento Robert Langdon se dio cuenta de cuán insignificante era dentro del universo. Era la sensación más solitaria y humilde que había experimentado en su vida. Notó que el punto crítico se aproximaba y casi dio gracias a Dios.

Había llegado su hora.

Sus pulmones expulsaron los últimos restos de aire viciado y se hundieron, dispuestos a aspirar. Así y todo, Langdon aguantó un instante más, su último segundo. Entonces, como quien ya no es capaz de resistir con la mano sobre una llama, se abandonó al destino.

El acto reflejo se impuso a la razón.

Sus labios se abrieron.

Sus pulmones se dilataron.

Y el líquido entró a borbotones.

El dolor que sintió en el pecho era mayor de lo que jamás había imaginado. El líquido abrasaba a su paso hacia los pulmones. De ahí se irradió en el acto hasta el cerebro, y fue como si le estrujaran la cabeza en un torno. Sintió un ruido atronador en los oídos, y a lo largo de todo el proceso Katherine Solomon no paró de chillar.

Percibió un destello de luz cegador.

Seguido de negrura.

Y Robert Langdon dejó de existir.

Capítulo 104

«Se acabó.»

Katherine Solomon paró de gritar. Lo que acababa de presenciar la había dejado catatónica, prácticamente paralizada de pura conmoción y desesperanza.

Bajo la ventana de plexiglás, los ojos sin vida de Langdon miraban al vacío. Su expresión, congelada, era de dolor y pesar. De su inerte boca escaparon las últimas burbujas de aire y después, como si consintiera en renunciar a su espíritu, el profesor de Harvard empezó a hundirse despacio, hacia el fondo del tanque..., donde se fundió con las sombras.

«Ha muerto.» Katherine no podía reaccionar.

El monstruo tatuado alargó el brazo y cerró la ventanita de manera terminante, despiadada, sellando en el interior de la urna el cuerpo de Langdon.

Luego le dedicó una sonrisa a ella.

—¿Me acompaña?

Antes de que Katherine pudiera responder, él se echó su apesadumbrado cuerpo al hombro, apagó la luz y la sacó del cuarto. De dos poderosas zancadas la llevó hasta el fondo del pasillo, a un amplio espacio que parecía estar bañado en una luz entre rojiza y púrpura. La habitación olía a incienso. Cargó con ella hasta una mesa cuadrada que ocupaba el centro de la estancia y allí la soltó de espaldas sin miramientos, cortándole la respiración. La superficie era áspera y fría. «¿Será piedra?»

Katherine apenas pudo ubicarse antes de que el hombre le retirara el alambre de las muñecas y los tobillos. Reaccionó instintivamente, tratando de defenderse de él, pero sus agarrotados brazos y piernas casi no le respondían. A continuación el gigante comenzó a sujetarla a la mesa con unas fuertes correas de cuero: una por las rodillas; otra por la cadera, obligándola a pegar los brazos a los costados; por ultimo, una tercera de lado a lado del esternón, justo por encima de los pechos.

En sólo cuestión de minutos, Katherine volvía a estar inmovilizada. Ahora sentía un dolor punzante en las muñecas y los tobillos, a medida que la circulación volvía a ellos.

—Abra la boca —musitó él mientras se pasaba la lengua por los tatuados labios.

Asqueada, Katherine apretó los dientes.

El hombre volvió a extender el dedo índice y lo pasó despacio por los labios de ella, poniéndole la carne de gallina. Katherine apretó los dientes con más fuerza y su captor soltó una risita y, valiéndose de la otra mano, localizó un punto de presión en su cuello y apretó. La mandíbula de Katherine se abrió en el acto, y ella notó que el dedo entraba en su boca y recorría su lengua. Le entraron arcadas e intentó morderlo, pero el dedo ya no estaba allí. Aún sonriendo, el gigante levantó el humedecido dedo ante los ojos de Katherine, cerró los ojos y, de nuevo, se frotó el círculo sin tatuar con la saliva.

Después profirió un suspiro y abrió los ojos despacio. A continuación, con una calma inquietante, dio media vuelta y se fue.

En medio del repentino silencio, Katherine sintió el martilleo de su corazón. Justo encima de ella una extraña secuencia de luces pasaba del rojo púrpura al carmesí subido, iluminando el bajo techo de la estancia. Cuando reparó en este último, no pudo por menos de clavar la vista en él: cada centímetro del techo estaba cubierto de dibujos. El alucinante
collage
parecía representar la bóveda celeste: estrellas, planetas y constelaciones convivían con símbolos astrológicos, mapas y fórmulas. Había flechas que predecían órbitas elípticas, símbolos geométricos que indicaban ángulos de ascensión y criaturas zodiacales que la miraban. Era como si hubiesen soltado a un científico loco en la capilla Sixtina.

Katherine volvió la cabeza para no tener que ver aquello, pero la pared que tenía a su izquierda no era mucho mejor. Una serie de velas en candeleros de pie medievales derramaban una luz titilante sobre una pared oculta por completo bajo textos, fotos y dibujos. Algunas de las páginas parecían papiros o vitelas arrancados de libros antiguos, mientras que otras, a todas luces, eran de volúmenes más recientes. Y, entremedio, fotografías, dibujos, mapas y diagramas. Todo ello daba la impresión de haber sido pegado con minuciosidad. Una red de hilos afianzados con chinchetas cubría el conjunto, enlazando unas cosas con otras en un sinfín de caóticas posibilidades.

Katherine apartó la mirada de nuevo, volviendo la cabeza al otro lado.

Por desgracia, lo que vio entonces fue lo más aterrador.

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