Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—Se mantendrá viva —añadió el hombre— durante una hora, más o menos. Si colaboras conmigo rápidamente, tendré tiempo de salvarla. Por el contrario, si me opones la menor resistencia, tu hermana morirá aquí, sola, en la oscuridad.
Peter lanzó un aullido ininteligible bajo la mordaza.
—Sí, ya lo sé —dijo el hombre tatuado mientras apoyaba una mano sobre su hombro—. Esto es muy duro para ti; pero no debería serlo. Después de todo, no será la primera vez que abandones a un miembro de tu familia. —Hizo una pausa, se inclinó y susurró al oído de Peter—: Me refiero, como ya sabrás, a tu hijo Zachary, en la prisión de Soganlik.
Peter volvió a sacudirse en sus ataduras y dejó escapar otro grito ahogado a través del trapo que tenía en la boca.
—¡Basta! —gritó Katherine.
—Recuerdo muy bien aquella noche —dijo el hombre con sarcasmo, mientras terminaba de guardar sus cosas—. Lo oí todo. El alcaide te ofreció dejar a tu hijo en libertad, pero tú preferiste enseñar una lección a Zachary... abandonándolo. Tu hijo aprendió muy bien la lección, ¿verdad? —El hombre sonrió—. Su desgracia... ha sido mi fortuna.
El hombre cogió entonces un trapo y lo introdujo lo más profundamente que pudo en la boca de Katherine.
—La muerte —le susurró— debe ser silenciosa.
Peter se debatió con violencia. Sin decir una palabra más, el hombre tatuado sacó lentamente de la habitación la silla de ruedas, arrastrándola hacia atrás. De ese modo, Peter pudo ver a su hermana durante un largo instante final.
Katherine y Peter se miraron a los ojos por última vez.
Después, ella se quedó sola.
Los oyó mientras subían la rampa y franqueaban la puerta metálica. Cuando salieron, oyó que el hombre de los tatuajes cerraba la puerta tras él y atravesaba el cuadro de
Las tres Gracias.
Poco después, distinguió el ruido de un coche que arrancaba.
Entonces, el silencio se apoderó de la mansión.
Katherine yacía sola en la oscuridad, desangrándose.
La mente de Robert Langdon flotaba en un abismo ilimitado.
Sin luz, sin sonidos, sin sensaciones.
Sólo un vacío infinito y silencioso.
Suavidad.
Ingravidez.
Se había liberado de su cuerpo; ya no sentía ataduras.
El mundo físico había dejado de existir. El tiempo, también.
Se había convertido en conciencia pura..., en sustancia pensante material, suspendida en el vacío de un vasto universo.
El UH-60 modificado pasó en vuelo rasante sobre los extensos tejados de Kalorama Heights, atronando en dirección a las coordenadas indicadas por el equipo de apoyo externo. El agente Simkins fue el primero en localizar el Escalade negro, aparcado de cualquier manera sobre el césped, delante de una de las mansiones. La verja de hierro forjado estaba cerrada, y la casa se veía oscura y en silencio.
Sato hizo la señal para aterrizar.
El aparato se posó con una fuerte sacudida sobre la hierba, delante de la casa, en medio de otros varios vehículos, entre ellos el coche patrulla de una empresa de seguridad privada con una luz giratoria en el techo.
Simkins y sus hombres saltaron a tierra, sacaron las armas y corrieron al porche. Al encontrar cerrada la puerta principal, Simkins miró por una ventana, haciéndose pantalla con las manos. Aunque el vestíbulo estaba a oscuras, pudo distinguir la sombra tenue de un cuerpo tendido en el suelo.
—Mierda —susurró—. Es Hartmann.
Uno de sus hombres agarró una silla del porche y la arrojó al ventanal. El ruido del cristal haciéndose añicos casi no se oyó por el estruendo del helicóptero a sus espaldas. Unos segundos más tarde, todos estaban dentro de la casa. Simkins corrió al vestíbulo y se arrodilló junto a Hartmann para tomarle el pulso. Nada. Había sangre por todas partes. Entonces vio el destornillador clavado en el cuello del agente.
«¡Dios mío!» Se puso de pie e indicó a sus hombres que iniciaran un registro completo de la casa.
Los agentes se abrieron en abanico por la planta baja, sondeando la oscuridad de la lujosa mansión con sus visores láser. No encontraron nada en el salón, ni en el estudio, pero en el comedor, para su sorpresa, hallaron el cadáver de una guardia de seguridad estrangulada. Las esperanzas de Simkins de que Robert Langdon y Katherine Solomon estuvieran aún con vida empezaron a esfumarse con rapidez. Era evidente que el brutal asesino les había tendido una trampa y, si había sido capaz de matar a un agente de la CIA y a una guardia de seguridad armada, no parecía que un profesor de universidad y una científica hubiesen podido correr mejor suerte.
Una vez registrada la planta baja, Simkins envió a dos agentes a inspeccionar el piso de arriba. Mientras tanto, encontró la escalera del sótano, que descendía desde la cocina, y bajó. Al pie de la escalera, encendió la luz. El sótano era un espacio amplio y pulcro que aparentemente se utilizaba poco. Entre los muros de hormigón, sólo se veían las calderas de la calefacción y unas cuantas cajas de cartón. «Aquí no hay nada.» Simkins volvió a subir a la cocina mientras sus hombres bajaban de la planta alta. Todos negaban con la cabeza.
No había nadie en la casa, ni tampoco más cadáveres.
Simkins llamó por radio a Sato para informarle de que tenía luz verde para entrar y comunicarle las siniestras noticias.
Cuando llegó al vestíbulo, Sato ya estaba subiendo los peldaños del porche. Detrás de ella podía verse la figura de Warren Bellamy sentado en el helicóptero, aturdido y solo, con el maletín de titanio de Sato junto a los pies. El portátil protegido de la directora proporcionaba acceso al sistema informático de la CIA desde cualquier lugar del mundo, a través de una red de enlaces encriptados por satélite. Esa noche, Sato había utilizado ese mismo ordenador para revelar a Bellamy una información que lo había sobrecogido hasta el punto de volverlo totalmente dócil y dispuesto a colaborar. Simkins no tenía la menor idea de lo que había visto Bellamy, pero fuera lo que fuese, el Arquitecto había quedado visiblemente perturbado desde entonces.
Al entrar en el vestíbulo, Sato se detuvo un momento para inclinar respetuosamente la cabeza ante el cadáver de Hartmann. Transcurrido un instante, levantó la mirada y la fijó en Simkins.
—¿Ningún rastro de Langdon o de Katherine? ¿O de Peter Solomon?
Simkins negó con la cabeza.
—Si aún viven, se los ha llevado consigo.
—¿Has visto algún ordenador en la casa?
—Sí. En el estudio.
—Muéstramelo.
Simkins condujo a Sato del vestíbulo al salón. La moqueta estaba sembrada de pedazos de cristal del ventanal destrozado. Pasaron delante de la chimenea, junto a un cuadro de grandes dimensiones y al lado de varias estanterías, hasta llegar a la puerta del estudio. El despacho tenía las paredes revestidas de madera y en su interior había una mesa de escritorio antigua y un monitor grande de ordenador. Sato rodeó el escritorio, miró la pantalla y en seguida hizo una mueca de disgusto.
—¡Maldición! —dijo entre dientes.
Simkins rodeó también la mesa y miró el monitor. La pantalla estaba en blanco.
—¿Cuál es el problema?
Sato le indicó la plataforma de conexión que había sobre la mesa.
—Usa un portátil. Se lo ha llevado.
Simkins no acababa de entender.
—¿Tiene información que usted quiera ver?
—No —replicó Sato con gravedad—. Tiene información que no quiero que nadie vea.
Abajo, en el sótano secreto, Katherine Solomon había oído el ruido del rotor del helicóptero, seguido de cristales rotos y de pesados pasos de botas en el suelo, sobre su cabeza. Intentó gritar para pedir ayuda, pero la mordaza se lo impidió. Casi no podía emitir ningún sonido. Cuanto más se esforzaba, más rápidamente le manaba la sangre del interior del codo.
Empezaba a faltarle el aliento y a sentirse mareada.
Sabía que tenía que serenarse. «Usa la cabeza, Katherine.» Con toda su fuerza de voluntad, se obligó a entrar en estado meditativo.
La mente de Robert Langdon flotaba en la inmensidad del espacio y escrutaba el vacío infinito, buscando puntos de referencia. No encontró ninguno.
Oscuridad total. Silencio absoluto. Paz perfecta.
Ni siquiera sentía el tirón de la gravedad para distinguir lo que estaba arriba de lo que estaba abajo.
Su cuerpo había desaparecido.
«Esto debe de ser la muerte.»
El tiempo le parecía elástico, y lo sentía estirarse y comprimirse, como si allí donde estaba no tuviera ningún sentido. Había perdido la sensación del tiempo transcurrido.
«¿Diez segundos? ¿Diez minutos? ¿Diez días?»
Sin embargo, súbitamente, como explosiones violentas en galaxias remotas, los recuerdos comenzaron a materializarse y avanzaron en oleadas hacia él, como ondas de choque a través de la vastedad de la nada.
De pronto, Robert Langdon empezó a recordar. Las imágenes, vividas y perturbadoras, lo desgarraron por dentro. Había mirado hacia arriba y había visto una cara cubierta de tatuajes. Un par de manos de fuerza descomunal le habían levantado la cabeza para estrellarla contra el suelo.
Una erupción de dolor... y después, la oscuridad.
Luz gris.
Dolor palpitante.
Retazos de memoria. Alguien lo arrastraba, medio inconsciente, y lo llevaba hacia abajo. Su captor salmodiaba algo.
«Verbum significatium... Verbum omnificum... Verbum perdo...»
La directora Sato estaba sola en el estudio, a la espera de que la división de imágenes por satélite de la CIA procesara su solicitud. Uno de los lujos de trabajar en Washington era la cobertura por satélite. Con suerte, uno de éstos habría estado esa noche en la posición exacta para tomar fotos de la casa..., y quizá hubiera captado el vehículo que había salido de allí hacía menos de media hora.
—Lo siento, señora —dijo el técnico—, pero esta noche no tenemos cobertura para esas coordenadas. ¿Quiere repetir la solicitud?
—No, gracias. Ya no hay tiempo.
Cortó la comunicación y exhaló un suspiro, sin saber cómo hacer para localizar a su objetivo. Salió al vestíbulo, donde sus hombres habían metido el cuerpo del agente Hartmann en una bolsa y lo estaban llevando al helicóptero. Sato había ordenado a Simkins que reuniera al equipo y preparara el regreso a Langley, pero el agente estaba en el salón, apoyado a cuatro patas en el suelo. Parecía enfermo.
—¿No te sientes bien?
Cuando Simkins levantó la vista, tenía una expresión extraña.
—¿Ha visto esto? —preguntó, señalando el suelo del salón.
Sato se acercó y observó atentamente la moqueta, pero negó con la cabeza. No veía nada.
—Agáchese —dijo Simkins—. Fíjese en el pelo de la alfombra.
Ella lo hizo y, al cabo de un momento, lo vio. Las fibras parecían aplastadas..., hundidas a lo largo de dos líneas rectas, como si alguien hubiera transportado por la habitación un objeto pesado sobre ruedas.
—Lo más curioso —añadió el agente— es el sitio donde termina el rastro.
Lo señaló.
La mirada de Sato siguió el recorrido de las tenues líneas paralelas a través de la moqueta del salón. El rastro parecía desaparecer bajo un cuadro enorme que cubría la pared desde el suelo hasta el techo, junto a la chimenea.
«Pero ¿qué demonios...?»
Simkins se acercó al lienzo e intentó separarlo de la pared por debajo. El cuadro no se movió.
—Está fijo —anunció mientras pasaba los dedos por los bordes—. Un momento, creo que aquí debajo hay algo...
El dedo tocó una pequeña palanca bajo el borde inferior y se oyó un chasquido.
Sato dio un paso al frente, al tiempo que Simkins empujaba el marco y hacía rotar lentamente el cuadro sobre su eje central, como una puerta giratoria.
El agente levantó la linterna e iluminó el espacio oscuro que se abría al otro lado.
Sato entornó los ojos.
«¡Vamos!»
Al final de un breve pasillo había una pesada puerta metálica.
Los recuerdos que habían avanzado en oleadas por la negrura de la mente de Langdon se habían marchado como habían venido. A su estela se arremolinaba un rastro de chispas al rojo, junto con el mismo susurro distante y espectral.
«Verbum significatium... Verbum omnificum... Verbum perdo.»
La salmodia continuaba como el zumbido monótono de las voces de un cántico medieval.
«Verbum significatium... Verbum omnificum...»
Las palabras cayeron rodando por el espacio vacío y a su alrededor comenzaron a oírse ecos de voces nuevas.
«Apocalipsis... Franklin... Apocalipsis...
Verbum...
Apocalipsis...»
De pronto, una campana fúnebre empezó a doblar a lo lejos, en algún lugar, y siguió sonando sin parar, cada vez con más fuerza y urgencia, como si esperara que Langdon comprendiera, como incitando a su mente a seguirla.
La solemne campana de la torre del reloj sonó durante tres minutos completos, haciendo temblar la araña de cristal suspendida sobre la cabeza de Langdon. Varias décadas atrás, Langdon había asistido a conferencias en ese querido salón de actos de la Academia Phillips Exeter. Esa vez, sin embargo, había acudido para escuchar el discurso que un buen amigo iba a dirigir a los estudiantes. Cuando se atenuaron las luces, se sentó junto a la pared del fondo, bajo un panteón de retratos de antiguos directores.
Los asistentes guardaron silencio.
En completa oscuridad, una figura alta y sombría atravesó el escenario y subió al estrado.
—Buenos días —susurró al micrófono la voz sin rostro.
Todos se irguieron en las sillas para ver quién les hablaba.
Un proyector de diapositivas cobró vida y reveló una desvaída fotografía en sepia de un imponente castillo con fachada de arenisca roja, altas torres de planta cuadrada y ornamentación gótica.
La sombra volvió a hablar.
—¿Alguien puede decirme dónde se encuentra esto?
—¡En Inglaterra! —exclamó una chica en la oscuridad—. Esa fachada es una mezcla de gótico temprano y románico tardío, ejemplo paradigmático de castillo normando, lo que lo sitúa en Inglaterra, en torno al siglo
xii
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—¡Vaya! —replicó la voz sin cara—. Veo que alguien se ha aprendido bien las lecciones de arquitectura.
Se oyeron gruñidos amortiguados en toda la sala.