Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—Claro que estoy bien —respondió ella, desconcertada—. Dejando de lado que no me llamaras después de aquella fiesta en casa de Peter el verano pasado.
—Ha sucedido algo. Por favor, escucha —su tono de voz, habitualmente suave, sonaba rugoso—. Lamento tener que decirte esto..., pero Peter se encuentra en grave peligro.
La sonrisa de Katherine se desvaneció.
—¿De qué estás hablando?
—Peter... —Langdon vaciló, como si estuviera buscando las palabras adecuadas—. No sé cómo decirlo, pero está... retenido. No estoy seguro de cómo ni por qué, pero...
—¿Retenido? —inquirió Katherine—. Robert, me estás asustando. Retenido..., ¿dónde?
—Por un secuestrador —la voz de Langdon sonaba quebrada, como si se sintiera apesadumbrado—. Debe de haber pasado hoy a primera hora o quizá ayer.
—Esto no tiene ninguna gracia —dijo ella enfadada—. Mi hermano está bien. ¡He hablado con él hace quince minutos!
—¡¿Ah, sí?! —Langdon parecía extrañado.
—¡Sí! Me acaba de enviar un mensaje para decirme que venía al laboratorio.
—Te ha enviado un mensaje... —dijo Langdon, pensando en voz alta—. Pero ¿no has llegado a oír su voz?
—No, pero...
—Escúchame. El mensaje que has recibido no era de tu hermano. Alguien tiene el teléfono de Peter. Es peligroso. Quienquiera que sea, me ha engañado para que viniera a Washington esta noche.
—¿Engañarte? ¡Nada de lo que dices tiene ningún sentido!
—Ya lo sé, lo siento —Langdon parecía desorientado—. Katherine, puede que estés en peligro.
Katherine Solomon estaba segura de que Langdon nunca bromearía sobre algo así, y sin embargo parecía que hubiera perdido el juicio.
—Estoy bien —dijo ella—. ¡Estoy encerrada dentro de un edificio protegido!
—Léeme el mensaje que te ha enviado Peter. Por favor.
Desconcertada, Katherine le leyó el mensaje a Langdon. Cuando llegó a la parte final en la que se hacía referencia al doctor Abaddon, sintió un escalofrío.
—«Si puede, que venga también el doctor Abaddon. Confío plenamente en él.»
—Oh, Dios... —en la voz de Langdon se podía advertir el miedo—. ¿Has invitado a ese hombre al laboratorio?
—¡Sí! Mi asistente acaba de ir a buscarlo al vestíbulo. Regresarán en cualquier...
—¡Katherine, sal de ahí! —gritó Langdon—. ¡Ahora!
En el otro extremo del SMSC, dentro de la sala de seguridad, empezó a sonar un teléfono, ahogando las voces que retransmitían el partido de los Redskins. A regañadientes, el guardia se volvió a quitarse los auriculares.
—Vestíbulo —respondió—. Soy Kyle.
—¡Kyle, soy Katherine Solomon! —sonaba inquieta y jadeante.
—Señora, su hermano todavía no...
—¡¿Dónde está Trish?! —inquirió—. ¿Puedes verla en los monitores?
El guardia volvió la silla giratoria para mirar las pantallas.
—¿Todavía no ha llegado al Cubo?
—¡No! —gritó Katherine, alarmada.
El guardia se dio cuenta de que Katherine estaba casi sin aliento, como si estuviera corriendo. «¿Qué está pasando aquí?»
Accionó rápidamente el
joystick,
pasando los fotogramas del vídeo digital a cámara rápida.
—Muy bien, un momento, estoy revisando la grabación de la cámara... Veo a Trish con su invitado saliendo del vestíbulo..., van por la Calle..., avanzo..., van a entrar a la nave húmeda... Trish utiliza su tarjeta para abrir la puerta..., los dos entran en la nave... Avanzo... Los veo salir de la nave, hace apenas un minuto... —Negó con la cabeza, ralentizando la reproducción—. Un momento... Qué extraño.
—¿Qué?
—El caballero ha salido solo de la nave húmeda.
—¿Trish se ha quedado dentro?
—Sí, eso parece. Estoy viendo ahora mismo a su invitado..., va por el pasillo a solas.
—¿Y
dónde
está Trish? —preguntó Katherine, cada vez más alterada.
—No la veo en las cámaras —contestó el guardia en un tono que delataba su creciente inquietud.
Volvió a mirar la pantalla y se dio cuenta de que las mangas de la americana del hombre parecían estar mojadas..., hasta los codos. «¿Qué diablos ha hecho en la nave húmeda?» El guardia observó cómo el hombre se dirigía por el pasillo principal hacia la nave 5. En la mano parecía llevar... una tarjeta de acceso.
El guardia sintió cómo se le erizaban los pelos del cogote.
—Señora Solomon, tenemos un grave problema.
Ésa estaba siendo una noche de primeras veces para Katherine Solomon. En dos años no había utilizado nunca su teléfono móvil en el vacío, ni tampoco lo había cruzado a la carrera. Ahora, sin embargo, Katherine iba con el móvil pegado a la oreja mientras corría por la interminable extensión de la alfombra. Cada vez que se le salía un pie, corregía el rumbo rápidamente en la más absoluta oscuridad.
—¿Por dónde va ahora? —preguntó Katherine al guardia.
—Lo estoy mirando —respondió él—. Avanzo..., está recorriendo el pasillo... en dirección a la nave 5...
Katherine aceleró con la esperanza de llegar a la salida antes de quedarse atrapada allí dentro.
—¿Cuánto falta para que llegue a la entrada de la nave 5?
El guardia se quedó un momento callado.
—No lo ha entendido, señora. Todavía estoy avanzando la cinta. Esto es una grabación. Esto ya ha pasado. —Se quedó otra vez callado—. Un momento, déjeme comprobar el registro de las tarjetas de acceso —dijo, y luego añadió—: Señora, según el registro, la de la señora Dunne se ha utilizado en la nave 5 hace un minuto.
Katherine se detuvo en seco en medio del abismo.
—¿Ya ha entrado en la nave 5? —le susurró al teléfono.
El guardia se puso a teclear frenéticamente.
—Sí, parece que ha entrado..., hace noventa segundos.
Katherine se puso tensa. Contuvo la respiración. De repente la oscuridad que la rodeaba parecía haber cobrado vida.
«Está aquí dentro.»
Al instante, Katherine se dio cuenta de que la única luz del lugar provenía de su teléfono móvil, que le iluminaba un lado de la cara.
—Envíe ayuda —le susurró al guardia—. Y vaya a la nave húmeda a socorrer a Trish. —Luego colgó el teléfono, apagando la luz.
Todo a su alrededor se sumió en la oscuridad.
Katherine se quedó completamente inmóvil, procurando hacer el menor ruido posible al respirar. Al cabo de unos segundos percibió una acre vaharada de etanol. El olor era cada vez más intenso. Advirtió una presencia a unos metros. El silencio era tal que los fuertes latidos del corazón de Katherine parecía que la fueran a delatar. Sin hacer ruido, se quitó los zapatos y se hizo a un lado, apartándose de la alfombra. Pudo notar el frío cemento bajo sus pies. Dio otro paso para alejarse todavía más de la alfombra.
Uno de sus pies crujió.
En la quietud, se oyó como si de un disparo se tratara.
A unos pocos metros, Katherine oyó de repente un susurro de ropas que se abalanzaba hacia ella. Tardó demasiado en apartarse y un poderoso brazo la alcanzó. A tientas, unas manos intentaron agarrarla. Ella forcejeó pero una potente garra consiguió aferrarse a su bata de laboratorio, tiró de ella y la hizo tambalearse.
Katherine echó los brazos hacia atrás, quitándose la bata y zafándose del hombre. Sin saber en qué dirección se encontraba la salida, Katherine Solomon echó a correr, completamente a ciegas, hacia el interminable abismo negro.
A pesar de contener lo que para muchos es «la habitación más bonita del mundo», la biblioteca del Congreso no es conocida tanto por su impresionante esplendor como por su vasta colección de libros. Con más de ciento cincuenta kilómetros de estantes —que en línea recta podrían unir Washington y Boston—, posee el título de la biblioteca más grande del mundo. A pesar de ello, sigue expandiéndose a un ritmo de más de diez mil artículos diarios.
La biblioteca del Congreso —inicialmente depósito de la colección personal de libros sobre ciencia y filosofía de Thomas Jefferson—, se erigió ya desde el principio como símbolo del compromiso de Norteamérica con la propagación del saber. Fue uno de los primeros edificios de Washington en tener luz eléctrica, ejerciendo literalmente de faro en medio de la oscuridad del Nuevo Mundo.
Como su mismo nombre indica, la biblioteca se fundó para servir al Congreso, cuyos venerables miembros trabajaban al otro lado de la calle, en el edificio del Capitolio. Ese antiguo vínculo entre biblioteca y Capitolio había sido reforzado recientemente con la construcción de una conexión física: un largo túnel bajo Independence Avenue que unía ambos edificios.
Esa noche, en el interior del tenuemente iluminado túnel, Robert Langdon seguía a Warren Bellamy por una zona de obras, mientras intentaba apaciguar la preocupación que sentía por Katherine. «¡¿Ese lunático está en su laboratorio?!» Langdon no quería siquiera imaginar por qué. Al llamar para advertirle, Langdon le había dicho a Katherine dónde podría encontrarlo. «¿Cuándo llegaremos al final de este maldito túnel?» Un turbio torrente de pensamientos interconectados le bullía en la cabeza: Katherine, Peter, los masones, Bellamy, pirámides, antiguas profecías... y un mapa.
Langdon apartó todos esos pensamientos de su cabeza y siguió adelante. «Bellamy me ha prometido respuestas.»
Cuando los dos hombres llegaron al final del pasadizo, Bellamy guió a Langdon por una serie de puertas dobles que estaban todavía en construcción. Al no poder cerrarlas tras de sí, Bellamy cogió una escalera de aluminio de las obras y la apoyó precariamente contra la puerta. Luego colocó encima un cubo de metal. Si alguien abría la puerta, el cubo caería ruidosamente al suelo.
«¿Éste es nuestro sistema de alarma?» Langdon se quedó mirando el cubo. Esperaba que Bellamy contara con un plan más elaborado para ponerse a salvo. Todo había pasado tan de prisa que hasta ahora Langdon no había empezado a pensar en las repercusiones de su huida con Bellamy. «Soy un fugitivo de la CIA.»
Bellamy dobló una esquina y los dos hombres comenzaron a subir una amplia escalera que había sido acordonada con unos postes de color naranja. Langdon podía notar el peso de la pirámide dentro de su bolsa.
—La pirámide —dijo—, todavía no entiendo...
—Aquí no —lo interrumpió Bellamy—. La examinaremos a la luz. Conozco un lugar seguro.
Langdon dudaba de que un lugar así existiera para alguien que acababa de asaltar físicamente a la directora de la Oficina de Seguridad de la CIA.
Al llegar a lo alto de la escalera, los dos hombres accedieron a un amplio vestíbulo decorado con mármol italiano, estuco y pan de oro. Rodeaban el vestíbulo ocho pares de estatuas, todas de la diosa Minerva. Bellamy siguió adelante, guiando a Langdon por un corredor abovedado, hasta llegar a una sala mucho más grande.
Incluso con la tenue iluminación nocturna, el gran vestíbulo de la biblioteca poseía el esplendor clásico de un palacio europeo. A unos veinte metros de altura se podía admirar una serie de vitrales soportados por vigas adornadas con «pan de aluminio», un metal antaño considerado más valioso que el oro. Por debajo, una majestuosa arcada de pilares dobles descendía hasta el balcón del segundo piso, accesible mediante dos magníficas escaleras cuyos postes soportaban unas gigantescas figuras femeninas de bronce que portaban las antorchas de la iluminación.
En un extraño intento de reproducir el tema de la ilustración moderna y al mismo tiempo mantenerse dentro del registro decorativo de la arquitectura renacentista, los pasamanos de la escalera habían sido tallados con
putti
que representaban a científicos modernos. «¿Un electricista angelical sosteniendo un teléfono? ¿Un entomólogo querúbico con una caja de especímenes?» Langdon se preguntó qué hubiera pensado Bernini de todo eso.
—Hablaremos aquí —dijo Bellamy, conduciendo a Langdon por delante de las vitrinas a prueba de balas que contenían los dos libros más valiosos de la biblioteca: la Biblia gigante de Maguncia, escrita a mano en la década de 1450, y una copia norteamericana de la Biblia de Gutemberg, uno de los tres únicos ejemplares en buen estado que quedaban en el mundo. A juego, en el abovedado techo se podían ver los seis paneles de la pintura de John White Alexander titulada
La evolución del libro.
Bellamy se dirigió a una elegante puerta doble que había en el centro del muro trasero del corredor este. Langdon sabía qué sala había detrás de esa puerta, y le pareció una extraña elección para mantener una conversación. A pesar de la ironía que suponía hablar en un espacio plagado de letreros que pedían «Silencio, por favor», esa sala no parecía exactamente un «lugar seguro». Situada en el centro mismo del trazado cruciforme de la biblioteca, esa cámara venía a ser el corazón del edificio. Ocultarse allí era como entrar en una catedral y esconderse en el altar.
Aun así, Bellamy abrió las puertas, penetró en la oscura sala y buscó a tientas el interruptor. Al encender la luz, una de las mayores obras maestras de la arquitectura norteamericana surgió ante él como por arte de magia.
La famosa sala de lectura era un festín para los sentidos. Un voluminoso octágono se alzaba casi cincuenta metros en su centro, y cada una de sus ocho caras estaba hecha de mármol marrón de Tennessee, mármol crema de Siena y mármol rojizo de Algeria. Al estar iluminado desde los ocho ángulos, no había sombra alguna en la estancia, lo que provocaba la sensación de que la sala misma brillaba.
—Algunos dicen que se trata de la sala más impresionante de Washington —dijo Bellamy mientras hacía entrar a Langdon.
«Puede que de todo el mundo», pensó él al cruzar el umbral. Como siempre, su vista se dirigió primero al encabiado central, del que rayos de arabescos artesonados descendían enroscándose por la cúpula hasta llegar al balcón superior. Rodeando la sala, dieciséis efigies de bronce observaban desde la balaustrada. Por debajo, una serie de arcadas conformaban el balcón inferior. En la planta baja, tres círculos concéntricos de madera pulida rodeaban el enorme y octogonal mostrador de préstamos de madera.
Langdon volvió su atención a Bellamy, que había dejado completamente abiertas las puertas de la sala.
—Pensaba que nos estábamos
escondiendo
—dijo Langdon, confundido.
—Si alguien entra en el edificio —repuso Bellamy—, quiero oírlo.
—Pero ¿no nos encontrarán si nos quedamos aquí?
—Tanto da dónde nos escondamos. Nos encontrarán. Pero si nos acorralan en este edificio, se alegrará de que estemos en esta sala.