Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—¿El doctor Abaddon? —preguntó Trish, ofreciéndole la mano.
El hombre parecía vacilante.
—Lo siento, ¿usted es...?
—Trish Dunne —contestó ella—. La asistente de Katherine. Me ha pedido que lo acompañe al laboratorio.
—Oh, ya veo —el hombre sonrió—. Encantado de conocerla, Trish. Disculpe mi desconcierto. Creía que esta noche Katherine estaría sola. —Empezó a cruzar el vestíbulo—. Soy todo suyo. Indique usted el camino.
A pesar del rápido restablecimiento del hombre, Trish advirtió una cierta decepción en sus ojos, y empezó a sospechar cuál debía de ser el motivo del secretismo de Katherine acerca del doctor Abaddon. «¿Un romance en ciernes, quizá?» Katherine nunca hablaba de su vida social, pero su visitante era atractivo y apuesto, y aunque era más joven que ella, resultaba obvio que provenía del mismo mundo de riqueza y privilegios.
En cualquier caso, estaba claro que la presencia de Trish no formaba parte del plan que el doctor Abaddon tenía en mente para esa noche.
Al verlos aparecer, el solitario guardia del puesto de control que había en el vestíbulo se quitó rápidamente los auriculares. Trish pudo oír el rumor de la retransmisión del partido de los Redskins. El guardia sometió al doctor Abaddon a la habitual rutina del detector de metales y la tarjeta identificativa temporal.
—¿Quién gana? —preguntó afablemente el doctor Abaddon mientras extraía de sus bolsillos el teléfono móvil, algunas llaves y un encendedor.
—Los Skins de tres —dijo el guardia, impaciente por volver a las eliminatorias—. Es un partidazo.
—El señor Solomon llegará en breve —le dijo Trish al guardia—. ¿Sería tan amable de enviarlo al laboratorio en cuanto llegue?
—Así lo haré. Y gracias por el aviso. Haré ver que estoy ocupado. —El guardia se lo agradeció guiñándole el ojo cuando pasaron por delante.
Trish no había hecho únicamente el comentario en beneficio del guarda, sino también para advertir al doctor Abaddon de que no era ella la única intrusa en su noche privada con Katherine.
—¿De qué conoce a Katherine? —preguntó Trish con la mirada puesta en el misterioso invitado.
El doctor Abaddon soltó una risita ahogada.
—Oh, es una larga historia. Trabajamos en algo juntos.
«Comprendido —pensó Trish—. No es cosa mía.»
—Son unas instalaciones formidables —dijo Abaddon, mirando a su alrededor mientras recorrían el enorme pasillo—. Nunca había estado aquí.
Su aire despreocupado fue volviéndose más afable a cada paso, y Trish advirtió que se iba fijando absolutamente en todo. Bajo la brillante luz del pasillo, también pudo darse cuenta de que el bronceado de su rostro parecía falso. «Extraño.» En cualquier caso, mientras avanzaban por el desierto pasillo, Trish le ofreció una sinopsis general del propósito y la función del SMSC, incluidas las naves y su contenido.
El visitante parecía impresionado.
—Parece que este lugar alberga un auténtico tesoro oculto de obras de incalculable valor. Debería haber guardias apostados por todas partes.
—No hace falta —dijo Trish, señalándole la hilera de objetivos de ojo de pez que había en el techo—. Aquí la seguridad está automatizada. Se graba cada centímetro del lugar las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, y este pasillo es la espina dorsal de las instalaciones. Es imposible entrar en ninguna de las naves que dan a él sin una tarjeta de acceso y un número identificativo.
—Eficiente uso de las cámaras.
—Toquemos madera. Nunca hemos tenido un robo. Aunque claro, tampoco es éste el típico museo que atrae a los ladrones; en el mercado negro no hay mucha demanda de flores extintas, kayaks esquimales o cadáveres de calamares gigantes.
El doctor Abaddon soltó una risita ahogada.
—Supongo que tiene usted razón.
—La mayor amenaza para nuestra seguridad son los roedores y los insectos.
Trish le explicó cómo el edificio del SMSC prevenía las plagas congelando todos los residuos. Asimismo, el edificio contaba con una característica arquitectónica peculiar a la que llamaban «zona muerta»: un inhóspito compartimento situado entre la doble pared que envolvía todo el edificio como si de una cubierta se tratara.
—Increíble —dijo Abaddon—. ¿Y dónde está el laboratorio de Katherine y Peter?
—En la nave 5 —dijo Trish—. Al fondo de este pasillo.
En un momento dado, Abaddon se detuvo de golpe y se volvió hacia la pequeña ventana que tenía a la izquierda.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto?
Trish se rió.
—La nave 3. La llaman la «nave húmeda».
—¿Húmeda? —dijo Abaddon con la cara contra el cristal.
—Hay casi doce mil litros de etanol líquido ahí dentro. ¿Recuerda el calamar gigante que he mencionado?
—¡¿Ése es el calamar?! —El doctor se apartó momentáneamente del cristal con los ojos abiertos de par en par—. ¡Es enorme!
—Una hembra de
Architeuthis
—dijo Trish—. Mide más de doce metros.
Aparentemente embelesado por el calamar, el doctor Abaddon parecía incapaz de apartar los ojos del cristal. Por un momento, ese hombre adulto le recordó a Trish a un niño absorto ante el escaparate de una tienda de animales, deseando poder entrar a ver un cachorro. Cinco segundos después, Abaddon seguía mirando embobado por la ventana.
—Está bien, está bien —dijo finalmente Trish, riéndose mientras insertaba su tarjeta de acceso y tecleaba su número identificativo—. Vamos, le enseñaré el calamar.
Al entrar en la tenuemente iluminada nave 3, Mal'akh fijó su atención en las paredes en busca de cámaras de seguridad. La gordinflona asistente de Katherine se puso a parlotear acerca de los especímenes que había en la nave. Mal'akh no le prestó atención. No le interesaban lo más mínimo los calamares gigantes. Sólo quería utilizar ese espacio oscuro y privado para solucionar un problema inesperado.
La escalera de madera que descendía al subsótano del Capitolio se encontraba entre las más empinadas que Langdon hubiera recorrido nunca. Se le había acelerado la respiración y sentía agarrotados los pulmones. El aire allí era frío y húmedo, y no pudo evitar recordar otra escalera parecida: la que años atrás lo había conducido a la necrópolis del Vaticano. «La ciudad de los muertos.»
Anderson iba delante con la linterna. Sato seguía de cerca a Langdon, a quien a veces empujaba con sus pequeñas manos. «Voy tan de prisa como puedo.» Langdon respiró profundamente, intentando ignorar la estrechez del espacio. En esa escalera apenas había sitio para sus hombros, y la bolsa de piel iba rozando la pared.
—Quizá debería haber dejado su bolsa arriba —comentó Sato.
—Voy bien —respondió Langdon, sin intención alguna de quitarle la vista de encima. Pensó entonces en el pequeño paquete de Peter: era incapaz de imaginar cuál podía ser su relación con algo que hubiera en el subsótano del Capitolio.
—Sólo unos escalones más —dijo Anderson—. Ya casi hemos llegado.
—El grupo se había internado en la oscuridad, más allá del alcance de la bombilla solitaria de la escalera. Cuando Langdon descendió el tramo final, advirtió que el suelo era de tierra. «Viaje al centro de la Tierra.» Sato lo hizo detrás de él.
Anderson levantó la linterna y examinó el entorno. El subsótano no era tanto un sótano como un corredor extraordinariamente estrecho y perpendicular a la escalera. Anderson iluminó primero el lado derecho y luego el izquierdo, y Langdon pudo ver que el pasadizo apenas medía unos quince metros de largo y que a ambos lados había una hilera de pequeñas puertas de madera. Esas puertas estaban tan pegadas unas a otras que los cuartos que hubiera detrás no debían de hacer más de tres metros de ancho.
«Una mezcla entre unos trasteros Acme y las catacumbas de Domitila», pensó Langdon mientras Anderson consultaba el plano. La pequeña sección que reproducía el subsótano estaba señalizada con una «X», lugar en el que se encontraba el SBS-13. Langdon no pudo evitar darse cuenta de que el trazado era idéntico al de un mausoleo de catorce tumbas: siete criptas frente a otras siete, una de las cuales estaba vacía para dar cabida a la escalera por la que habían descendido. «Trece en total.»
Supuso que los teóricos norteamericanos defensores de la conspiración del número «trece» harían su agosto si supieran que había exactamente trece trasteros bajo el Capitolio. A algunas personas les parecía sospechoso que en el Gran Sello de Estados Unidos hubiera trece estrellas, trece flechas, trece escalones, la pirámide, trece rayas en el escudo, trece ramas de olivo, trece letras en
«annuit coeptis»,
trece letras en
«e pluribus unum»,
etcétera.
—Parece que está abandonado —dijo Anderson, enfocando con el haz de luz la cámara que tenían justo delante.
La gruesa puerta de madera estaba completamente abierta. La linterna iluminó una estrecha cámara de piedra —de unos tres metros de ancho por unos nueve de profundidad—, que parecía más bien un pasillo hacia la nada. La cámara no contenía más que un par de destartaladas cajas de madera y un arrugado papel de embalaje.
Anderson iluminó la placa de cobre que había sobre la puerta. Estaba cubierta de verdete, pero la numeración todavía era visible:
SBS IV
—SBS-4 —dijo Anderson.
—¿Cuál es el SBS-13? —preguntó Sato, cuyo aliento formó unas leves volutas de vaho en el frío aire subterráneo.
Anderson apuntó con el haz de luz el fondo sur del corredor.
—Ahí abajo.
Langdon contempló el estrecho pasadizo y se estremeció. A pesar del frío rompió a sudar ligeramente.
Al avanzar por delante de la falange de entradas, el grupo advirtió que todos los cuartos tenían el mismo aspecto; las puertas estaban entreabiertas y las cámaras parecían haber sido abandonadas hacía mucho. Cuando llegaron al final, Anderson giró a la derecha, levantando la linterna para poder ver el SBS-13. El haz de luz, sin embargo, se vio obstaculizado por una gruesa puerta de madera.
A diferencia de las demás, la puerta que daba al SBS-13 estaba cerrada.
Esa última puerta tenía exactamente el mismo aspecto que las otras: gruesas bisagras, tirador de hierro, y una placa de cobre con estrías verdes. Los siete caracteres de la placa eran los mismos que había tatuados en la palma de Peter.
SBS XIII
«Que la puerta esté cerrada, por favor», pensó Langdon.
Sato no vaciló.
—Intente abrir la puerta.
El jefe de seguridad se sentía intranquilo, pero estiró el brazo, cogió el grueso tirador de hierro e intentó abrirla. El tirador no se movió. Iluminó entonces la gruesa y anticuada cerradura con la linterna.
—Inténtelo con la llave maestra —indicó Sato.
Anderson probó la llave de la puerta principal del edificio, pero ni siquiera entraba.
—¿Me equivoco —dijo Sato con sarcasmo—, o el jefe de seguridad debería tener acceso a todos los rincones de un edificio en caso de emergencia?
Anderson dejó escapar un suspiro y se volvió hacia Sato.
—Señora, mis hombres están buscando la llave de repuesto, pero...
—Dispare a la cerradura —dijo ella, señalando con un movimiento de la cabeza la cerradura que había debajo del tirador.
A Langdon se le aceleró el pulso.
Anderson, cada vez más intranquilo, se aclaró la garganta.
—Señora, preferiría esperar que nos dijeran algo sobre la llave de repuesto. No estoy seguro de sentirme cómodo reventando...
—¿Quizá se sentiría usted más cómodo en prisión por obstruir una investigación de la CIA?
Anderson se la quedó mirando, incrédulo. Tras una larga pausa, le dio la luz a Sato y desabrochó su pistolera.
—¡Espere! —dijo Langdon, incapaz de permanecer más tiempo callado—. Piénselo un momento. Peter prefirió renunciar a su mano derecha antes de revelar lo que pueda estar detrás de esa puerta. ¿Está segura de que quiere hacer esto? Abrir esa puerta supondría cumplir las exigencias de un terrorista.
—¿Quiere volver a ver a Peter Solomon? —preguntó Sato.
—Claro que sí, pero...
—Entonces le sugiero que haga exactamente lo que su captor pide.
—¿Abrir un antiguo portal? ¿Acaso cree usted que
éste
es el portal?
Sato iluminó la cara de Langdon con la linterna.
—Profesor, no tengo ni idea de qué hay detrás de esa puerta. Pero tanto si se trata de un simple trastero como de la entrada secreta a una antigua pirámide, tengo intención de abrirla. ¿Ha quedado claro?
Langdon entornó los ojos, cegado por la luz, y finalmente asintió.
Sato bajó el haz de luz y lo redirigió a la antigua cerradura de la puerta.
—¿Jefe? Adelante.
Todavía contrario al plan, Anderson cogió muy, muy lentamente su pistola, mirándola con inseguridad.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Con un rápido movimiento, las pequeñas manos de Sato le arrebataron la pistola a Anderson, dejándole a cambio la linterna encima de la palma—. Ilumine la maldita puerta.
Sato manejaba el arma con la seguridad de alguien entrenado en su uso: en unos segundos le había quitado el seguro a la pistola, la había amartillado y estaba apuntando la cerradura con ella.
—¡Espere! —gritó Langdon, pero fue demasiado tarde.
Retumbaron tres disparos.
Langdon tuvo la sensación de que le habían explotado los tímpanos.
«¡¿Es que se ha vuelto loca?!» En ese espacio tan reducido, los disparos habían sido ensordecedores.