Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—Está bien —dijo, devolviendo la licencia al chófer—. Ya pueden pasar.
En cuanto la limusina entró, el guardia se volvió hacia su televisor con la esperanza de que repitieran la jugada.
Mientras conducía la limusina por el serpenteante camino de acceso, Mal'akh no pudo evitar sonreír. Había sido muy fácil entrar en el museo secreto de Peter Solomon. Lo hacía más dulce todavía el hecho de que fuera la segunda ocasión en veinticuatro horas en que entraba en un espacio privado de Solomon. La noche anterior había hecho una visita similar a su casa.
A pesar de poseer una magnífica hacienda en Potomac, Peter Solomon pasaba la mayor parte del tiempo en su ático del exclusivo Dorchester Arms. Ese edificio, como la mayoría de los que alojaban a gente extremadamente rica, era una auténtica fortaleza. Altos muros. Guardias en las entradas. Listas de invitados. Aparcamiento subterráneo protegido.
Mal'akh condujo su limusina hasta la caseta del guardia, se quitó la gorra de su afeitada cabeza, y proclamó:
—Traigo al doctor Christopher Abaddon. Es un invitado del señor Peter Solomon —Mal'akh pronunció las palabras como si estuviera anunciando al duque de York.
El guardia revisó el libro de registro y luego el documento identificativo de Abaddon.
—Sí, veo que el señor Solomon está esperando al doctor Abaddon —presionó un botón y la puerta se abrió—. El señor Solomon vive en el ático. Que su invitado utilice el último ascensor de la izquierda. Va directamente al apartamento.
—Gracias —Mal'akh se volvió a colocar la gorra y pasó.
Nada más entrar en el garaje, escudriñó el espacio en busca de cámaras de seguridad. Nada. Al parecer, quienes vivían allí ni robaban coches ni les gustaba ser observados.
Mal'akh aparcó en un rincón oscuro cercano a los ascensores, bajó la mampara que separaba el compartimento del conductor y el del pasajero, y se deslizó por la abertura hacia la parte trasera. Una vez allí, se quitó la gorra de chófer y se puso la peluca rubia. Tras colocarse bien americana y corbata, se miró en el espejo para comprobar el maquillaje. Mal'akh no quería correr ningún riesgo. No esa noche.
«He esperado demasiado para esto.»
Segundos después, Mal'akh entraba en el ascensor privado. El trayecto hasta el apartamento fue tranquilo y silencioso. Al abrirse la puerta, se encontró ante un elegante vestíbulo privado. Su huésped ya lo estaba esperando.
—Bienvenido, doctor Abaddon.
Mal'akh miró directamente a los famosos ojos grises de ese hombre y sintió cómo se le aceleraba el corazón.
—Señor Solomon, le agradezco que me reciba.
—Llámame Peter, por favor —los dos hombres se dieron la mano.
Mientras lo hacían, Mal'akh se fijó en el anillo de oro que Solomon llevaba en la mano..., la misma mano que tiempo atrás le había apuntado con un arma. «Si aprieta el gatillo, lo atormentaré el resto de su vida», susurró una voz de su pasado.
—Entra, por favor —dijo Solomon, haciendo pasar a Mal'akh a un elegante salón cuyos amplios ventanales ofrecían unas asombrosas vistas a la silueta de Washington.
—¿Es té eso que huelo? —preguntó Mal'akh al entrar.
Solomon pareció impresionado.
—Mis padres siempre recibían a sus invitados con té. Yo he continuado la tradición —condujo a Mal'akh hacia la chimenea, frente a la que los esperaba el té ya preparado—. ¿Leche y azúcar?
—Solo, gracias.
De nuevo, Solomon pareció impresionado.
—Un purista. —Sirvió dos tazas de té solo—. Me has dicho antes que necesitabas hablar conmigo acerca de un asunto de naturaleza delicada que debía ser tratado en privado.
—Gracias. Te agradezco tu tiempo.
—Ahora somos hermanos masones. Tenemos un vínculo. Dime en qué puedo ayudarte.
—En primer lugar, me gustaría agradecerte el honor de admitirme hace unos meses en el trigésimo tercer grado. Es algo muy significativo para mí.
—Me alegro, pero ten en cuenta que estas decisiones no las tomo únicamente yo. Se realizan mediante voto del Supremo Consejo.
—Por supuesto —Mal'akh sospechaba que seguramente Peter Solomon había votado en su contra, pero con los masones, como en todas partes, el dinero era poder. Tras alcanzar el trigésimo segundo grado en su logia, Mal'akh apenas esperó un mes para realizar una donación multimillonaria a una organización benéfica en nombre de la gran logia masónica. Tal y como había anticipado, ese acto altruista no solicitado fue suficiente para conseguirle una invitación a la élite del trigésimo tercer grado. «Y, sin embargo, no me ha sido revelado ningún secreto.»
A pesar de los rumores que circulaban —«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado»—, a Mal'akh no le habían contado nada que no supiera, nada de relevancia para su búsqueda. Tampoco lo esperaba. Dentro del círculo más interno de la francmasonería había círculos todavía más pequeños..., círculos a los que Mal'akh no podría acceder en años. No le importaba. La iniciación había servido a su propósito. Dentro de la Sala del Templo había sucedido algo único que le había conferido un poder superior al de los demás hermanos. «Ya no juego con vuestras reglas.»
—Quizá no lo recordarás —dijo Mal'kah mientras seguía tomando su té—, pero tú y yo ya nos habíamos visto con anterioridad.
Solomon se sorprendió.
—¿De veras? No lo recuerdo.
—Hace mucho tiempo.
«Y Christopher Abaddon no es mi verdadero nombre.»
—Lo siento. Mi memoria ya no es la que era. ¿Me lo puedes recordar?
Mal'akh sonrió una última vez al hombre a quien odiaba más que a ningún otro sobre la faz de la Tierra.
—Es una pena que no lo recuerdes.
Con un rápido movimiento, Mal'akh extrajo un pequeño artilugio de su bolsillo y lo apuntó al pecho de Solomon. El arma de electrochoque emitió un destello de luz azul y el agudo chisporroteo de una descarga eléctrica. Un millón de voltios recorrieron el cuerpo de Peter Solomon, que apenas pudo dejar escapar un grito ahogado. Tras abrir los ojos de par en par, se desplomó inmóvil en el sillón. Mal'akh se puso en pie, cerniéndose sobre el hombre y salivando como un león a punto de devorar a su presa malherida.
Solomon respiraba con dificultad.
Mal'akh vio miedo en los ojos de su víctima y se preguntó cuánta gente había visto encogerse asustado al gran Peter Solomon. Saboreó unos segundos la escena, tomando su té mientras el hombre recobraba el aliento.
Entre espasmos, Solomon intentó hablar.
—¿Por... por qué? —consiguió decir finalmente.
—¿Tú qué crees? —inquirió Mal'akh.
Solomon parecía verdaderamente desconcertado.
—¿Quieres... dinero?
«¿Dinero?» Mal'akh se rió y le dio otro sorbo a su té.
—He donado millones de dólares a los masones; no necesito dinero.
«He venido a buscar sabiduría, y me ofrece riqueza.»
—Entonces, ¿qué es... lo que quieres?
—Tienes en tu poder un gran secreto. Esta noche lo compartirás conmigo.
Solomon intentó alzar la barbilla para poder mirar a Mal'akh directamente a los ojos.
—No... lo entiendo.
—¡No mientas! —gritó Mal'akh, acercándose a centímetros del hombre paralizado—. Sé lo que está escondido aquí en Washington.
Los ojos grises de Solomon le devolvieron la mirada, desafiantes.
—¡No tengo ni idea de lo que me estás hablando!
Mal'akh dio otro sorbo a su té y dejó la taza en el posavasos.
—Me dijiste esas mismas palabras hace diez años, la noche en la que murió tu madre...
Solomon abrió unos ojos como platos.
—¿Tú...?
—No tendría por qué haber muerto. Si me hubieras dado lo que te pedí...
El rostro de Peter Solomon se contrajo en una mueca de horror al reconocer a su atacante.
—Te advertí que, si apretabas el gatillo, te atormentaría el resto de tu vida —dijo Mal'akh.
—Pero eres...
El otro volvió a arremeter contra él, disparando de nuevo el arma contra su pecho. Hubo otro destello azul, y Solomon quedó completamente paralizado.
Mal'akh se guardó el arma en el bolsillo y se terminó tranquilamente el té. Cuando hubo acabado se secó los labios con una servilleta decorada con un monograma y le echó un vistazo a su víctima.
—¿Nos vamos?
El cuerpo de Solomon permanecía inmóvil, pero tenía los ojos abiertos y podía ver lo que sucedía a su alrededor.
Mal'akh se acercó y le susurró al oído:
—Te voy a llevar a un lugar en el que sólo la verdad permanece.
Sin decir nada más, Mal'akh le metió la servilleta en la boca. Luego se cargó su cuerpo sobre los hombros y se dirigió al ascensor privado. Cuando salía, cogió el iPhone de Solomon y unas llaves de la mesita del vestíbulo.
«Esta noche me contarás todos tus secretos —pensó Mal'akh—. Entre ellos, por qué aquella noche me diste por muerto.»
«Nivel SS. Sótano del Senado.»
Langdon sentía cómo la presión de su claustrofobia iba en aumento a cada peldaño que descendía. A medida que se internaban en los cimientos originales del edificio, el aire estaba cada vez más cargado y la ventilación parecía ser inexistente. Las paredes allí abajo eran una dispareja combinación de piedra y ladrillos amarillos.
La directora Sato seguía tecleando en su BlackBerry mientras avanzaban. Langdon había advertido recelo en su cauteloso comportamiento, un sentimiento que rápidamente se había vuelto recíproco. Sato todavía no le había dicho cómo sabía que él estaba allí esa noche. «¿Un asunto de seguridad nacional?» Le costaba creer que hubiera alguna relación entre el antiguo misticismo y la seguridad nacional. Aunque claro, le costaba creer prácticamente toda la situación.
«Peter Solomon me confió un talismán...; un lunático me ha engañado para que se lo trajera al Capitolio y ahora quiere que lo utilice para abrir un portal místico... que posiblemente se encuentra en el cuarto SBS-13.»
No, la cosa no estaba demasiado clara.
Mientras seguían avanzando, Langdon intentó apartar de su mente la imagen de la mano de Peter, tatuada y convertida en la mano de los misterios. La truculenta imagen iba acompañada por la voz de su amigo: «Los antiguos misterios, Robert, han sido origen de muchos mitos..., pero eso no quiere decir que los misterios sean ficticios.»
A pesar de haberse pasado la vida estudiando símbolos místicos e historia, intelectualmente a Langdon siempre le había costado aceptar la idea de los antiguos misterios y su poderosa promesa de apoteosis.
Era cierto que numerosos documentos históricos contenían pruebas indiscutibles acerca de un saber secreto que había surgido en las escuelas de misterios de Egipto y que había sido transmitido de generación en generación. Este conocimiento había permanecido en la clandestinidad hasta su resurgimiento en el Renacimiento europeo, cuando, según muchos testimonios, le fue confiado a un grupo de científicos de élite dentro de los muros del principal laboratorio de ideas de la Europa de la época: la Royal Society de Londres, enigmáticamente apodada el Colegio Invisible.
Ese «colegio» oculto rápidamente se convirtió en un comité de las mentes más ilustradas del mundo: Isaac Newton, Francis Bacon, Robert Boyle, e incluso Benjamin Franklin. La lista de «miembros» modernos no era menos impresionante: Einstein, Hawking, Bohr o Celsius. Todas esas grandes mentes eran artífices de varios de los grandes saltos del conocimiento humano, avances que, según algunos, eran el resultado de su aprendizaje de la antigua sabiduría oculta en el Colegio Invisible. Langdon dudaba que eso fuera cierto, aunque realmente dentro de sus muros habían tenido lugar una inusual cantidad de «trabajos místicos».
El descubrimiento en 1936 de los papeles secretos de Newton había dejado atónito al mundo: en ellos quedaba constancia de la absorbente pasión del físico por el estudio de la antigua alquimia y el saber místico. Entre sus papeles privados se encontraba una carta a Robert Boyle en la que lo exhortaba a mantener «absoluto silencio» acerca del conocimiento místico que habían adquirido. «No puede ser hecho público —escribió Newton— sin causar un inmenso daño al mundo.»
El significado de esa extraña advertencia todavía se debatía en la actualidad.
—Profesor —dijo Sato de repente, levantando la mirada de su BlackBerry—, aunque insista en que no tiene ni idea de por qué está aquí esta noche, quizá podría arrojar algo de luz acerca del significado del anillo de Peter.
—Puedo intentarlo —dijo Langdon, volviendo de sus pensamientos.
Ella sacó la bolsita con el objeto y se la entregó a Langdon.
—Hábleme acerca de los símbolos de este anillo.
Langdon examinó el familiar anillo mientras seguían avanzando por el desierto pasadizo. En él destacaba la imagen de un fénix bicéfalo con un estandarte en el que se podía leer
«Ordo ab chao»,
y un blasón con el número 33 sobre el pecho.
—El fénix bicéfalo con el número 33 es el emblema del grado masónico más elevado. —Técnicamente, ese prestigioso grado existía sólo en el Rito Escocés, pero la complejidad de la jerarquía de ritos y grados masónicos era tal que Langdon no pensaba ofrecerle a Sato más detalles al respecto—. Esencialmente, el trigésimo tercer grado es un honor reservado para un pequeño grupo de masones altamente consumados. A los demás grados se puede acceder tras completar exitosamente el grado previo, el ascenso al trigésimo tercer grado, en cambio, está controlado. Tiene lugar únicamente mediante invitación.
—¿Y sabía usted que Peter Solomon era miembro de ese círculo masónico de élite?
—Por supuesto. La afiliación no es ningún secreto.
—¿Y él es su oficial de mayor gradación?
—Actualmente, sí. Peter lidera el Supremo Consejo del Trigésimo Tercer Grado, el órgano de gobierno del Rito Escocés en Norteamérica.
A Langdon le encantaba visitar su sede —la Casa del Templo—, una obra maestra clásica cuya decoración simbólica estaba a la altura de la de la capilla Rosslyn escocesa.
—Profesor, ¿se ha fijado en la frase que hay grabada en el anillo? Pone «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado».
Langdon asintió.
—Es un lema común en la tradición masónica.
—¿Y quiere decir, imagino, que al masón admitido en ese trigésimo tercer grado se le
revela
algo especial?
—Sí, eso dice la tradición, pero seguramente no es eso lo que ocurre en la realidad. Siempre ha existido la conjetura conspirativa de que un selecto grupo de personas pertenecientes al escalón más alto de la masonería está en poder de un gran secreto místico. La verdad, me temo, debe de ser mucho menos dramática.