Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—Pero bueno, Peter —dijo Langdon con una sonrisa torcida en el rostro— eres el venerable maestro de una logia masónica, no el papa. ¿Ahora sellas paquetes con tu anillo?
Solomon bajó la mirada a su anillo de oro y se rió entre dientes.
—No he sido yo quien ha sellado este paquete, Robert. Lo hizo mi bisabuelo. Hace casi un siglo.
Langdon levantó de golpe la cabeza.
—¡¿Cómo?!
Solomon mostró su anillo.
—Este anillo masónico era suyo. Luego lo heredó mi abuelo, luego mi padre... y finalmente yo.
Langdon levantó el paquete.
—¿Tu bisabuelo envolvió esto hace un siglo y nadie lo ha abierto desde entonces?
—Así es.
—Pero... ¿por qué?
Solomon sonrió.
—Porque no ha llegado el momento.
Langdon se quedó mirando fijamente a su amigo.
—¿El momento de qué?
—Robert, sé que esto te parecerá extraño, pero cuanto menos sepas, mejor. Guarda este paquete en un lugar seguro y, por favor, no le digas a nadie que te lo he dado.
Langdon buscó en los ojos de su mentor algo que delatara su traviesa intención. Solomon tenía tendencia a la teatralidad, y Langdon se preguntó si no estaría intentando que picara.
—Peter, ¿no será ésta una inteligente estratagema para hacerme pensar que me has confiado una especie de antiguo secreto masónico, despertar mi curiosidad y que decida unirme?
—Los masones no reclutan, Robert, ya lo sabes. Además, ya me has dicho que prefieres no unirte.
Eso era cierto. Langdon sentía un gran respeto por la filosofía y el simbolismo masónicos, pero había decidido no iniciarse; los votos de secretismo de la orden le impedirían hablar de la francmasonería a sus alumnos. Por esa misma razón, Sócrates había rechazado participar formalmente en los misterios eleusinos.
Mientras observaba la misteriosa cajita y su sello masónico, Langdon no pudo evitar hacer una pregunta obvia.
—¿Y por qué no le confías esto a uno de tus hermanos masones?
—Mi instinto me dice que estará más seguro fuera de la orden. Y, por favor, no te dejes engañar por el tamaño del paquete. Si lo que me dijo mi padre es cierto, contiene algo de gran poder. —Hizo una pausa—. Viene a ser una especie de talismán.
«¿Ha dicho talismán?» Por definición, un talismán era un objeto con poderes mágicos. Tradicionalmente, los talismanes se utilizaban para conjurar la buena suerte, alejar los malos espíritus o ayudar en antiguos rituales.
—Peter, eres consciente de que los talismanes se pasaron de moda en la Edad Media, ¿verdad?
Solomon colocó una paciente mano sobre el hombro de Langdon.
—Ya sé cómo suena todo esto, Robert. Te conozco desde hace tiempo, y el escepticismo es una de tus mayores virtudes como profesor. Pero también uno de tus mayores puntos débiles. Te conozco lo suficiente para saber que no eres un hombre al que le pueda pedir que crea..., sino sólo que confíe. De modo que ahora te pido que confíes en mí cuando te digo que este talismán es poderoso. Puede otorgar a su poseedor la capacidad de obtener orden del caos.
Langdon se lo quedó mirando fijamente. La idea del «orden del caos» era uno de los grandes axiomas masónicos.
Ordo ab chao.
Sin embargo, la idea de que un talismán podía conferir algún tipo de poder era absurda, más todavía si se trataba del poder de obtener orden del caos.
—En las manos equivocadas —prosiguió Solomon—, este talismán podría ser peligroso, y desafortunadamente tengo razones para creer que gente poderosa quiere robármelo —su mirada era la más seria que le recordaba Langdon—. Me gustaría que me lo guardaras un tiempo. ¿Puedes hacerlo?
Esa noche, Langdon se sentó a solas en la cocina con el paquete e intentó imaginar qué podía haber dentro. Al final, lo achacó todo a la excentricidad de Peter y guardó el paquete en la caja fuerte de la biblioteca, para finalmente olvidarse de su existencia.
Hasta esa mañana.
«La llamada del hombre con acento sureño.»
—¡Ah, profesor, casi me olvido! —dijo el asistente tras darle los detalles del viaje a Washington—. El señor Solomon quería pedirle una cosa más.
—¿Sí? —respondió Langdon, con la mente ya puesta en la conferencia que había aceptado dar.
—Me ha dejado aquí una nota para usted. —El hombre empezó a leer con dificultad, como si estuviera intentando descifrar la letra de Peter—: «Por favor, pídale a Robert... que traiga... el pequeño paquete sellado.» —El hombre se detuvo—. ¿Sabe de qué está hablando?
Langdon recordó entonces la pequeña caja que había estado guardando en su caja fuerte todo ese tiempo.
—Pues sí, sé a qué se refiere Peter.
—¿Y puede traerlo?
—Claro que sí. Dígale a Peter que lo llevaré.
—Fantástico —el asistente parecía aliviado—. Disfrute de su charla de esta noche. Buen viaje.
Antes de salir de casa, Langdon había cogido el paquete del fondo de su caja fuerte y lo había metido en su bolsa.
Ahora, en el Capitolio, Langdon sólo tenía una certeza. A Peter Solomon le horrorizaría saber hasta qué punto le había fallado.
«Dios mío, Katherine tenía razón. Como siempre.»
Trish Dunne contempló con asombro cómo los resultados de la araña de búsqueda se iban materializando en la pared de plasma que tenía ante sí. No había creído que la búsqueda fuera a arrojar resultado alguno, pero ahora tenía docenas. Y todavía estaban llegando más.
Una entrada en particular parecía especialmente prometedora.
Trish se volvió y gritó en dirección a la biblioteca.
—¿Katherine? ¡Creo que querrás ver esto!
Hacía un par de años que Trish utilizaba arañas de búsqueda como ésa, pero los resultados de esa noche la habían dejado alucinada. «Hace unos años, esta búsqueda no habría obtenido ningún resultado.» Ahora, sin embargo, parecía que la cantidad de material digital disponible en el mundo había aumentado hasta el punto de que uno podía encontrar literalmente cualquier cosa. Una de las palabras clave era un término que Trish nunca había visto antes..., y había encontrado incluso
eso.
Katherine apareció corriendo por la puerta de la sala de control.
—¿Qué has encontrado?
—Unos cuantos candidatos —Trish le señaló la pared de plasma—. Cada uno de estos documentos contiene todos tus vocablos clave al pie de la letra.
Katherine se colocó el pelo detrás de la oreja y repasó la lista.
—Antes de que te emociones demasiado —añadió Trish—, ya te digo que la mayoría de estos documentos no son lo que estás buscando. Se trata de lo que llamamos agujeros negros. Mira el tamaño de los archivos: absolutamente exagerado. Vienen a ser como archivos comprimidos de millones de correos electrónicos, juegos íntegros de enciclopedias, foros globales que llevan años funcionando, y demás. Por su gran tamaño y contenido diverso, estos archivos comprenden tantas palabras clave en potencia que atraen hacia sí cualquier motor de búsqueda que se acerque a ellos.
Katherine señaló una de las entradas que había en lo alto de la lista.
—¿Y qué hay de ésa?
Trish sonrió. Katherine iba un paso por delante, y ya había encontrado el único archivo de la lista que tenía un tamaño razonable.
—Buena vista. Sí, de momento, ése es nuestro único candidato. De hecho, ese archivo es tan pequeño que debe de ocupar una página o poco más.
—Ábrelo —el tono de voz de Katherine era intenso.
Trish no podía imaginar que un solo documento de una página contuviera todas las extrañas frases que Katherine le había indicado. No obstante, cuando abrió el documento, los vocablos clave eran... exactamente iguales y fáciles de identificar en el texto.
Katherine se acercó a grandes zancadas, observando la pared de plasma con fascinación.
—¿Este documento está...
censurado?
Trish asintió.
—Bienvenida al mundo de los textos digitalizados.
La censura automatizada se había convertido en una práctica habitual de las entidades que ofrecían documentos digitales. Era un proceso mediante el cual un servidor permitía al usuario buscar dentro de todo un texto, pero luego sólo le mostraba una pequeña parte del mismo —una especie de
teaser
—, y el texto inmediatamente contiguo al de las palabras clave solicitadas. Al omitir la mayoría del texto, el servidor evitaba infringir los derechos de reproducción, y asimismo le enviaba al usuario un intrigante mensaje: «Tengo la información que solicita, pero si quiere el resto, tendrá que comprármela.»
—Como puedes ver —dijo Trish mientras hacía avanzar el texto que aparecía en la pantalla, extremadamente abreviado—. El documento contiene todas tus palabras clave.
Katherine observó en silencio el texto censurado Trish le dio un minuto y luego regresó a lo alto de la página. Cada una de las palabras clave de Katherine aparecía en letras mayúsculas, subrayada, y acompañada por una pequeña muestra del resto del texto: las dos palabras que aparecían a cada lado de la palabra solicitada.
Trish no tenía ni idea de a qué hacía referencia ese documento. «¿Y qué narices es un
symbolon?»
Katherine se acercó con impaciencia a la pantalla.
—¿De dónde ha salido este documento? ¿Quién lo ha escrito?
Trish ya estaba en ello.
—Dame un segundo. Estoy intentando localizar la fuente.
—Necesito saber quién ha escrito esto —repitió Katherine; su voz era cada vez más intensa—. Necesito ver el resto.
—Lo estoy intentando —dijo Trish, sorprendida por su tono de voz.
Extrañamente, la ubicación del archivo no aparecía como una dirección web convencional, sino como una dirección IP numérica.
—No puedo desenmascarar la IP —explicó—. No me aparece el nombre del dominio. Espera. —Trish abrió un emulador de terminal—. Probaré con un rastreador.
Trish tecleó una secuencia de comandos para rastrear todos los «saltos» entre su máquina de la sala de control y la que almacenaba ese documento.
—Ahí va —dijo al ejecutar el comando.
Los rastreadores eran extremadamente rápidos, y en la pared de plasma apareció una larga lista de aparatos de red casi instantáneamente. Trish fue bajando..., bajando..., el documento con el listado de
routers
y
switches
que conectaban su máquina a...
«¿Qué diablos...?» Su rastreador se había detenido antes de llegar al servidor que almacenaba el documento. Por alguna razón, se había encontrado con un aparato de red que, en vez de devolverlo, se lo tragaba.
—Parece que mi rastreador ha sido bloqueado —dijo Trish.
«¿Es eso realmente posible?»
—Vuelve a intentarlo.
Trish ejecutó otro rastreador y obtuvo el mismo resultado.
—Nada. Es un callejón sin salida. Es como si este documento estuviera en un servidor ilocalizable. —Miró los últimos saltos antes del callejón sin salida—. Lo que sí sé es que se encuentra en algún lugar de la zona de Washington.
—Estás de broma.
—No es tan raro —dijo Trish—. Las arañas de búsqueda operan de forma geográficamente concéntrica, con lo que los primeros resultados son siempre locales. Además, una de las palabras que debía buscar era «Washington».
—¿Y si buscamos en el listín? —espetó Katherine—. ¿No podríamos averiguar quién es el dueño del dominio?
«Un poco facilón, pero tampoco es mala idea.» Trish navegó por la base de datos del listín y buscó la IP, con la esperanza de que esos crípticos números correspondieran a un nombre. A su frustración se añadía la curiosidad. «¿De quién es este documento?» Los resultados del listín aparecieron rápidamente, pero nada. Trish alzó sus brazos en señal de rendición.
—Es como si esta dirección IP no existiera. No puedo obtener información alguna sobre ella.
—Pero es obvio que la IP existe. ¡Acabamos de encontrar un documento que está almacenado ahí!
«Cierto.» Y, sin embargo, parecía que quienquiera que poseyera ese documento prefería no compartir su identidad.
—No sé qué decirte. Los rastreos de sistemas no son mi especialidad, y a no ser que quieras llamar a algún pirata informático, no sé qué más hacer.
—¿Conoces a alguno?
Trish se volvió y se quedó mirando fijamente a su jefa.
—Estaba bromeando, Katherine. No es una buena idea.
—Pero ¿se puede piratear? —Miró la hora.
—Hum, sí..., es algo habitual. Técnicamente es muy sencillo.
—¿Y conoces a alguno?
—¿A algún pirata informático? —Trish dejó escapar una risita nerviosa—. La mitad de los tipos de mi antiguo trabajo.
—¿Alguien en quien puedas confiar?
«¿Lo dice en serio?» Trish podía ver que sí.
—Bueno, sí —dijo apresuradamente—. Conozco a un tipo al que podríamos llamar. Era nuestro especialista en seguridad de sistemas, un auténtico
freaky
informático. Quería salir conmigo, lo que era un poco rollo, pero es un buen tipo, y confío en él. Además, también hace trabajos
freelance.
—¿Es discreto?
—Es pirata informático: por supuesto que es discreto. A eso se dedica. Pero estoy segura de que querrá al menos mil dólares sólo por mirar...
—Llámalo. Ofrécele el doble si obtiene resultados rápidos.
Trish no estaba segura de qué la ponía más nerviosa, si ayudar a Katherine a contratar a un pirata informático... o llamar a un tipo a quien seguramente todavía le costaba creer que una analista de metasistemas rellenita y pelirroja hubiera rechazado sus avances románticos.