Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
Anderson estaba asombrado.
—¿«Apoteosis» significa «convertirse en dios»? No tenía ni idea.
—¿Qué me estoy perdiendo? —inquirió Sato.
—Señora —le explicó Langdon—, la pintura más grande de este edificio se llama
La apoteosis de Washington,
y en ella se representa claramente la transformación de George Washington en un dios.
Sato no parecía demasiado convencida.
—Nunca he visto nada parecido.
—En realidad, estoy seguro de que sí. —Langdon levantó el dedo índice y señaló el techo—. La tiene sobre su cabeza.
La apoteosis de Washington,
un fresco de 433 metros cuadrados que decoraba el techo de la Rotonda del Capitolio, fue completado en 1865 por Constantino Brumidi.
Conocido como «el Miguel Ángel del Capitolio», Brumidi había unido su nombre a la Rotonda del Capitolio del mismo modo que Miguel Ángel al de la capilla Sixtina: pintando un fresco en el lugar más elevado de la sala, el techo. Al igual que Miguel Ángel, Brumidi había realizado algunas de sus mejores obras en el Vaticano. En 1852, sin embargo, decidió emigrar a Estados Unidos, abandonando el santuario más grande de Dios en favor de otro nuevo, el Capitolio, ahora repleto de ejemplos de su maestría: desde el trampantojo de los corredores Brumidi al friso de la sala del vicepresidente. Pero era la enorme imagen que se cernía sobre la Rotonda lo que muchos historiadores consideraban su obra maestra.
Robert Langdon levantó la mirada hacia el gigantesco fresco que cubría el techo. Normalmente solía disfrutar del desconcierto de sus alumnos ante la extraña imaginería del fresco, pero en ese momento se sentía atrapado en una pesadilla que no lograba comprender.
Absoluta confusión.
«No eres el único», pensó Langdon. A la mayoría de la gente,
La apoteosis de Washington
les resultaba más y más extraña cuanto más la miraban.
—El del panel central es George Washington —dijo Langdon, señalando el centro de la cúpula—. Como pueden ver, va vestido con una túnica blanca, lo atienden trece doncellas y descansa sobre una nube sobre la que asciende por encima del hombre mortal. Ése es el momento de su apoteosis..., de su transformación en un dios.
Sato y Anderson permanecían en silencio.
—Al lado —continuó Langdon—, se pueden ver una serie de extrañas figuras anacrónicas: son los dioses de la antigüedad, que les ofrecen a nuestros padres fundadores su avanzada sabiduría. Está Minerva inspirando la tecnología de los grandes inventores de nuestra nación; Ben Franklin, Robert Fulton, Samuel Morse —Langdon los fue señalando uno a uno—. Y ahí está Vulcano, ayudándonos a construir un motor de vapor. A su lado, Neptuno demuestra cómo tender un cable transatlántico. Y junto a éste se encuentra Ceres, diosa de la agricultura y origen de la palabra «cereal»; está sentada sobre una cosechadora McCormick, el avance en la agricultura que permitió a este país convertirse en líder mundial de producción de alimentos. La pintura retrata abiertamente a nuestros padres fundadores recibiendo la sabiduría de los dioses. —Bajó la mano y miró a Sato—. El saber es poder, y el saber
adecuado
permite al hombre llevar a cabo tareas milagrosas, casi divinas.
Sato volvió a posar su mirada sobre Langdon y se frotó el cuello.
—Yo no diría que tender un cable sea exactamente lo mismo que ser un dios.
—Quizá para un hombre moderno, no —respondió Langdon—. Pero si George Washington se enterara de que nos hemos convertido en una raza capaz de mantener conversaciones transoceánicas, volar a la velocidad del sonido y poner los pies en la luna, creería que somos dioses capaces de tareas milagrosas. —Hizo una pausa—. En palabras del escritor futurista Arthur C. Clarke, «Toda tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».
Sato frunció los labios, aparentemente absorta en sus pensamientos. Bajó la mirada hacia la mano y luego siguió la dirección que indicaba el extendido índice, hasta lo alto de la cúpula.
—El hombre le ha dicho que «Peter le indicará el camino», ¿no, profesor?
—Sí, señora, pero...
—Jefe —dijo Sato, apartándose de Langdon—, ¿podemos ver más de cerca la pintura?
Anderson asintió.
—Hay una pasarela alrededor del interior de la cúpula.
Langdon levantó la mirada hacia la excesivamente lejana barandilla, visible justo por debajo de la pintura, y sintió cómo su cuerpo se ponía tenso.
—No hace falta subir ahí arriba.
Él ya había experimentado una vez esa pasarela poco frecuentada, invitado por un senador de Estados Unidos y su esposa, y a punto estuvo de desmayarse por culpa de la mareante altura y la peligrosa estructura.
—¿No hace falta? —inquirió Sato—. Profesor, tenemos a un hombre que cree que esta sala contiene un portal con el potencial de convertirlo en dios; tenemos un fresco que simboliza la transformación del hombre en un dios, y tenemos una mano que señala directamente a esa pintura. Me parece que todo nos insta a ir
hacia arriba.
—En realidad —intervino Anderson, con la mirada puesta en el techo—, no mucha gente lo sabe, pero en la cúpula hay un artesón hexagonal que se abre como un portal y desde el cual uno puede asomarse y...
—Un momento —dijo Langdon—, nos estamos desviando de la cuestión. El portal que está buscando ese hombre es
figurado
; una puerta de entrada que no existe. Cuando me ha dicho que «Peter indicará el camino», hablaba en términos metafóricos. El gesto de la mano, con los dedos índice y pulgar extendidos hacia arriba, es un conocido símbolo de los antiguos misterios, y aparece en múltiples obras de arte de la antigüedad. Ese mismo gesto aparece en tres de las más famosas obras maestras en clave de Leonardo da Vinci:
La última cena, La adoración de los magos
y
San Juan Bautista.
Es un símbolo de la conexión mística del hombre con Dios.
«Como es arriba es abajo.» A Langdon las extrañas palabras que había escogido el loco le parecían cada vez más relevantes.
—Yo nunca lo había visto —dijo Sato.
«Entonces échele un vistazo al canal de deportes», pensó Langdon, a quien siempre le hacía gracia ver a atletas profesionales señalar el cielo tras un ensayo o un
home run.
Solía preguntarse cuántos debían de saber que en realidad estaban perpetuando la tradición mística precristiana de agradecer un poder místico superior, que, por un breve momento, los había transformado en un dios capaz de hazañas milagrosas.
—Si le sirve de ayuda —dijo Langdon—, la mano de Peter no es la primera de esas características en hacer su aparición en esta Rotonda.
Sato se lo quedó mirando como si estuviera loco.
—¿Cómo dice?
Langdon le indicó que cogiera su BlackBerry.
—Busque en Google «George Washington Zeus».
Vacilante, Sato empezó a teclear lo que Langdon le había dicho. Anderson se acercó a ella, mirando atentamente la BlackBerry por encima de su hombro.
—Hace tiempo esta Rotonda estaba dominada por una gigantesca escultura de George Washington con el pecho desnudo..., retratado como un dios. Estaba sentado en la misma pose que Zeus en el Panteón, con el pecho al aire, la mano derecha sosteniendo una espada y la izquierda alzada con el pulgar y el índice extendidos.
Sato debía de haber encontrado ya una imagen
online,
porque Anderson observaba conmocionado su BlackBerry.
—Un momento, ¿ése es George Washington?
—Sí —asintió Langdon—. Caracterizado como Zeus.
—Mire su mano —dijo Anderson, todavía mirando por encima del hombro de Sato—. La mano izquierda está exactamente en la misma posición que la del señor Solomon.
«Como he dicho —pensó Langdon—, la mano de Peter no es la primera de esas características en hacer su aparición en esta sala.» Cuando la estatua que hizo Horatio Greenough de un George Washington desnudo fue mostrada al público en la Rotonda, muchos comentaron en broma que Washington debía de querer llegar al cielo en un intento desesperado por conseguir algo de ropa. Sin embargo, a medida que los ideales religiosos de Norteamérica fueron cambiando, las bromas se tornaron en controversia, y la estatua fue finalmente retirada y desterrada a un cobertizo del jardín este. Hoy en día permanecía alojada en el Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian, donde quienes la contemplaban no tenían razón alguna para sospechar que se trataba de uno de los últimos vínculos vestigiales con un tiempo en el que el padre del país velaba por el Capitolio como si de un dios se tratara..., igual que Zeus en el Panteón.
A Sato le pareció que ése era un momento oportuno para llamar a su equipo, así que empezó a marcar un número en su BlackBerry.
—¿Qué tenéis? —Escuchó pacientemente—. Ya veo... —le echó un vistazo a Langdon, luego a la mano—. ¿Estás segura? —Permaneció a la escucha un rato todavía más largo—. Está bien, gracias. —Colgó y se volvió hacia Langdon—. Mi equipo ha estado investigando, confirma la existencia de su mano de los misterios y corrobora todo lo que nos ha contado: las cinco marcas en las puntas de los dedos (la estrella, el sol, la llave, la corona y la linterna), así como el hecho de que sea una invitación ancestral para aprender un saber secreto.
—Me alegro —dijo Langdon.
—No lo haga —respondió ella bruscamente—. Parece que nos encontramos en un punto muerto hasta que usted se decida a compartir lo que sea que no me está contando.
—¿Perdone?
Sato se acercó a él.
—Hemos vuelto al punto de partida, profesor. No me ha contado nada que no podría haber descubierto por mí misma mediante mi equipo. Así pues, se lo voy a preguntar una vez más. ¿Por qué ese tipo le ha hecho venir aquí esta noche? ¿Qué lo hace a usted tan especial? ¿Qué es lo que únicamente sabe
usted?
—¡Ya hemos pasado antes por esto —le espetó Langdon—, y ya le he dicho que no sé por qué ese tipo cree que yo sé algo!
Langdon se sentía tentado de preguntarle cómo diablos sabía
ella
que él estaba en el Capitolio esa noche, pero ya habían pasado también por ello. «Sato no habla.»
—Si supiera cuál es el siguiente paso —repuso—, se lo diría. Pero lo desconozco. Tradicionalmente, la mano de los misterios la extendía un maestro a un alumno. Y, poco después, a la mano la seguían una serie de instrucciones..., la dirección a un templo, el nombre del maestro que te enseñaba..., ¡algo! ¡Lo único que nos ha dejado ese tipo son cinco tatuajes! Con eso no...
Langdon se detuvo en seco.
Sato se lo quedó mirando.
—¿Qué ocurre?
Langdon volvió a posar su mirada en la mano. «Cinco tatuajes.» Acababa de caer en la cuenta de que lo que estaba diciendo quizá no era del todo cierto.
—¿Profesor? —insistió Sato.
Langdon se acercó al espantoso objeto. «Peter le indicará el camino.»
—Antes se me ha ocurrido que quizá ese tipo había dejado un objeto dentro de la mano de Peter; un mapa, una carta o una serie de direcciones.
—No lo ha hecho —dijo Anderson—. Como puede ver, esos tres dedos no están cerrados del todo.
—Tiene razón —admitió Langdon—, pero he pensado que... —se agachó, intentando ver por debajo de los dedos la parte de la palma que quedaba oculta—. Quizá no esté escrito en un papel.
—¿Tatuado? —preguntó Anderson.
Langdon asintió.
—¿Ve alguna cosa en la palma? —quiso saber Sato.
Langdon se agachó todavía más para intentar ver algo por debajo de los dedos cerrados.
—Con este ángulo me resulta imposible. No puedo...
—Oh, por el amor de Dios —dijo Sato, acercándose a él—. ¡Haga el favor de abrir la maldita mano!
Anderson se interpuso.
—¡Señora! Deberíamos esperar a que llegaran los forenses antes de tocar...
—Quiero respuestas —replicó Sato, empujándolo a un lado. Se agachó, alejando a Langdon de la mano.
Él se puso en pie y observó con incredulidad cómo Sato cogía un bolígrafo del bolsillo y lo deslizaba por debajo de los tres dedos cerrados. Luego, uno a uno, los fue empujando hacia arriba hasta que la mano quedó completamente abierta y la palma visible.
Sato levantó entonces la mirada hacia Langdon, y una leve sonrisa se dibujó en su rostro.
—Vuelve a tener razón, profesor.
Sin dejar de dar vueltas por la biblioteca, Katherine Solomon retiró la manga de su bata de laboratorio y miró la hora. No era una mujer acostumbrada a esperar, pero en ese momento sentía como si todo su mundo estuviera en suspenso. Aguardaba los resultados de la araña de búsqueda de Trish, aguardaba que su hermano diera señales de vida, y aguardaba que volviera a llamarla el hombre responsable de toda esa situación.
«Desearía que no me lo hubiera contado», pensó. Normalmente, Katherine era extremadamente cuidadosa a la hora de hacer nuevas amistades, pero a pesar de haberlo conocido esa misma tarde, lo cierto era que ese hombre se había ganado su confianza en cuestión de minutos. Por completo.
Había recibido su llamada mientras estaba en casa disfrutando del habitual placer dominical de ponerse al día con las revistas científicas de la semana.
—¿Señora Solomon? —dijo una voz inusualmente despreocupada—. Soy el doctor Christopher Abaddon. Me gustaría hablar un momento con usted sobre su hermano.
—Perdone, ¿quién ha dicho que es? —inquirió ella.
«¿Y de dónde ha sacado el número de mi teléfono móvil privado?»
—El doctor Christopher Abbadon.
Katherine no reconoció el nombre.
El hombre se aclaró la garganta, como si la situación se hubiera vuelto incómoda.
—Disculpe, señora Solomon. Creía que su hermano le había hablado de mí. Soy su médico. El número del móvil de usted es el que nos consta como contacto de emergencia.
El corazón de Katherine dio un vuelco. «¿Contacto de emergencia?»
—¿Ha ocurrido algo malo?
—No..., no lo creo —dijo el hombre—. Su hermano no se ha presentado a la cita que teníamos esta mañana y no lo puedo localizar en ninguno de sus números. Como nunca ha cancelado una cita sin previo aviso, me he quedado un poco preocupado. He dudado de si llamarla a usted, pero...
—No, no, para nada, le agradezco su preocupación. —Katherine todavía estaba intentando situar el nombre del médico—. No he hablado con mi hermano desde ayer por la mañana, pero lo más seguro es que se haya olvidado de encender su móvil. Katherine le había regalado hacía poco un iPhone, y él todavía no había tenido tiempo de averiguar cómo funciona.