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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (48 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—¿Premoniciones? —repitió su hermana, inquieta—. ¿Se refiere a... visiones?

—No exactamente. Era más visceral. Peter dijo que notaba cada vez más la presencia de una fuerza oscura en su vida. Tenía la sensación de que algo lo vigilaba... acechante..., con la intención de inferirle un gran daño.

—Es evidente que estaba en lo cierto —apuntó Katherine—, teniendo en cuenta que el hombre que mató a nuestra madre y al hijo de Peter es el mismo que vino a Washington y se convirtió en hermano masón del propio Peter.

—Cierto —convino Langdon—, pero ello no explica la participación de la CIA.

Galloway no estaba tan seguro.

—A quienes ejercen el poder siempre les interesa adquirir más poder.

—Pero... ¿la CIA? —insistió Langdon—. Y ¿secretos místicos? Hay algo que no cuadra.

—Sí que cuadra —terció ella—. La CIA progresa gracias a los avances tecnológicos y siempre ha experimentado con lo místico: percepción extrasensorial, visión remota, privación sensorial, estados mentales provocados mediante fármacos... Todo tiene que ver con lo mismo: explotar el potencial oculto del cerebro humano. Si hay algo que he aprendido de Peter es que ciencia y misticismo guardan una estrecha relación; tan sólo se diferencian por sus planteamientos. Los objetivos son idénticos..., los métodos, distintos.

—Peter me contó que su campo de estudio es una suerte de ciencia mística moderna —observó Galloway.

—La ciencia noética —repuso Katherine al tiempo que asentía—. Y está demostrando que el hombre posee poderes inimaginables. —Señaló una vidriera que representaba la conocida imagen del Jesús luminoso, la de Cristo irradiando luz de la cabeza y las manos—. A decir verdad, tan sólo utilicé un dispositivo electrónico superenfriado para fotografiar las manos de un curandero en acción. Las fotos se parecían mucho a esa imagen de Jesús de su vidriera..., energía a raudales que emanaba de la punta de los dedos del sanador.

«Las mentes educadas —pensó Galloway, reprimiendo una sonrisa—. ¿Cómo crees que curaba Jesús a los enfermos?»

—Soy consciente de que la medicina moderna ridiculiza a sanadores y chamanes, pero yo lo vi con mis propios ojos —añadió ella—. Mis cámaras CCD fotografiaron claramente a ese hombre mientras transmitía un campo energético inmenso desde la punta de sus dedos... y modificaba literalmente la estructura celular de su paciente. Si eso no es poder divino, a ver qué es.

El deán Galloway se permitió esbozar una sonrisa. Katherine era igual de fogosa que su hermano.

—En una ocasión, Peter comparó a los especialistas en ciencia noética con los primeros exploradores, que se convirtieron en blanco de burlas por abrazar la herética noción de que la Tierra era redonda. Prácticamente de la noche a la mañana, esos exploradores pasaron de ser necios a ser héroes, y descubrieron mundos desconocidos y ampliaron el horizonte de todos los seres del planeta. Peter piensa que usted hará eso mismo. Está muy esperanzado con su trabajo. Al fin y al cabo, todos los grandes cambios filosóficos de la historia nacieron de una idea osada.

Ni que decir tiene que Galloway sabía que no era preciso entrar en un laboratorio para ser testigo de esa idea osada, de esa propuesta del potencial sin explotar del hombre. Sin ir más lejos, en su catedral se reunían grupos de oración sanadora para los enfermos, y en repetidas ocasiones se habían visto resultados auténticamente milagrosos, transformaciones físicas refrendadas por la medicina. La cuestión no era si Dios había insuflado grandes poderes al hombre..., sino más bien cómo liberar esos poderes.

El anciano rodeó respetuosamente con las manos la pirámide masónica y habló en voz muy baja.

—Amigos míos, no sé a qué hace referencia exactamente esta pirámide..., pero sí sé esto: existe un tesoro de gran calado espiritual oculto en alguna parte..., un tesoro que ha aguardado pacientemente en la oscuridad durante generaciones. Creo que se trata de un catalizador capaz de transformar el mundo. —A continuación tocó la dorada punta del vértice—. Y ahora que la pirámide está completa..., la hora de la verdad se acerca a toda prisa. Y ¿por qué no iba a ser así? La promesa de una gran iluminación transformadora siempre ha estado presente en las profecías.

—Padre —dijo Langdon en tono desafiante—, todos estamos familiarizados con el Apocalipsis de san Juan, y con lo que éste significa literalmente, pero las profecías bíblicas difícilmente...

—Santo cielo, el Apocalipsis es un auténtico lío —aseveró el deán—. No hay quien lo interprete. Yo estoy hablando de mentes claras que escriben en un idioma claro: las predicciones de san Agustín, sir Francis Bacon, Newton, Einstein, y la lista sigue y sigue. Todos ellos anticiparon un momento de iluminación transformadora. El propio Jesús afirmó: «Nada hay oculto que no haya de descubrirse ni secreto que no haya de conocerse y salir a la luz.»

—Es una predicción segura —convino Langdon—. El conocimiento crece de forma exponencial: cuanto más sabemos, mayor es nuestra capacidad de aprendizaje y con más rapidez ampliamos nuestra base de conocimientos.

—Sí —añadió Katherine—. Eso es algo que se ve continuamente en la ciencia. La nueva tecnología se convierte en una herramienta con la que desarrollar otras tecnologías..., y así sucesivamente. Por eso la ciencia ha avanzado más en los últimos cinco años que en los cinco mil anteriores. Crecimiento exponencial. Matemáticamente, con el tiempo la curva exponencial del progreso pasa a ser casi vertical, y los nuevos avances se producen a una velocidad vertiginosa.

El silencio se hizo en el despacho del deán, que presintió que sus dos invitados seguían sin tener la menor idea de cómo podía ayudarlos la pirámide a continuar adelante. «Ésa es la razón de que el destino os haya traído hasta mí —pensó—. Tengo un papel que desempeñar.»

Durante muchos años, el reverendo Colin Galloway, junto con sus hermanos masones, había hecho las veces de guardián. Ahora todo estaba cambiando.

«Ya no soy guardián..., ahora soy guía.»

—Profesor Langdon —dijo al tiempo que extendía el brazo—. Deme la mano, se lo ruego.

Robert Langdon titubeó mientras miraba fijamente la mano abierta del anciano.

«¿Vamos a rezar?»

Finalmente alargó el brazo con cortesía y posó su mano derecha en la apergaminada palma del deán. Éste la asió con fuerza, pero no se puso a rezar, sino que localizó el índice de Langdon y lo guió hacia el interior de la caja de piedra que antes albergaba el dorado vértice.

—Sus ojos no le han dejado ver —aseguró Galloway—. Si viera con los dedos, como yo, se daría cuenta de que esta caja todavía tiene algo que enseñarle.

Obediente, Langdon pasó el dedo por dentro de la caja, pero no notó nada: el interior era completamente liso.

—Siga buscando —instó el deán.

Al cabo, el dedo de Langdon dio con algo, un minúsculo círculo en relieve, un punto diminuto en el centro de la base de la caja. Sacó la mano y echó un vistazo: el pequeño círculo era prácticamente invisible al ojo humano. «¿Qué es esto?»

—¿Reconoce ese símbolo? —inquirió el religioso.

—¿Símbolo? —repitió Langdon—. Pero si casi no veo nada.

—Apriételo.

Langdon así lo hizo: presionó el punto con el dedo. «¿Qué cree que va a suceder?»

—No retire el dedo —advirtió el deán—. Haga fuerza.

Langdon miró a Katherine, que, perpleja, se acomodaba un mechón de cabello tras la oreja.

A los pocos segundos el anciano asintió.

—Muy bien, saque la mano. La alquimia ha surtido efecto.

«¿Alquimia?» Robert Langdon apartó la mano de la caja de piedra y permaneció sentado en silencio, desconcertado. No había cambiado nada. El cubo seguía en su sitio, sobre la mesa.

—Nada —afirmó.

—Mírese el dedo —pidió el anciano—. Debería ver una transformación.

Langdon obedeció, pero la única transformación que vio fue que ahora tenía en la piel la marca del círculo: un redondel minúsculo con un punto en el centro.

—Y ahora, ¿reconoce ese símbolo? —preguntó Galloway.

Aunque Langdon lo reconocía, estaba más impresionado por el hecho de que el deán hubiese podido notar el detalle. Por lo visto, ver con los dedos era todo un arte.

—Es alquímico —apuntó Katherine mientras acercaba la silla y escrutaba el dedo de su amigo—. El antiguo símbolo del oro.

—En efecto. —El religioso sonrió y le dio unos golpecitos a la caja—. Profesor, enhorabuena, acaba de lograr lo que perseguían todos los alquimistas de la historia: ha convertido en oro algo sin ningún valor.

El aludido frunció el ceño, nada convencido. El truquito de aficionado no parecía ser de ninguna ayuda.

—Una idea interesante, señor, pero me temo que este símbolo (un círculo con un punto en el medio) posee docenas de significados. Se denomina «circumpunto», y es uno de los símbolos más utilizados en la historia.

—¿De qué está hablando? —preguntó el deán, el escepticismo tiñendo su voz.

A Langdon le asombró que un masón no estuviese más familiarizado con la importancia espiritual de dicho símbolo.

—Señor, el circumpunto tiene un montón de significados. En el Antiguo Egipto era el símbolo de Ra, el dios del sol, y la astronomía moderna todavía lo utiliza para representar a ese astro. En la filosofía oriental encarna la visión espiritual del tercer ojo, la rosa divina y el signo de la iluminación. Los cabalistas lo utilizan para simbolizar la corona, Kether, la sefira superior y «el secreto de los secretos». Los primeros místicos lo llamaban el ojo de Dios, y es el origen del ojo que todo lo ve que aparece en el Gran Sello. Los pitagóricos lo usaban para representar la mónada, la divina verdad, la
prisca sapientia,
la unión de mente y alma y...

—Es suficiente. —Ahora el deán se reía—. Profesor, gracias. Tiene usted razón, naturalmente.

Langdon cayó en la cuenta de que se la había jugado. «Él ya sabía todo eso.»

—El circumpunto es, básicamente, el símbolo de los antiguos misterios —resumió Galloway, todavía risueño—. Por ese motivo me atrevería a decir que su presencia en esta caja no es mera coincidencia. Según la leyenda, los secretos de este mapa se hallan ocultos en el más nimio de los detalles.

—Muy bien —accedió Katherine—, pero aunque ese símbolo fuera tallado ahí a propósito, no nos es de mucha ayuda a la hora de descifrar el mapa, ¿no es así?

—Antes ha mencionado usted que el sello de cera que rompió tenía grabado el anillo de Peter.

—Ajá.

—Y ha dicho que tiene consigo el anillo.

—Lo tengo. —Langdon se metió la mano en el bolsillo, lo encontró y, después de sacarlo de la bolsa de plástico, lo depositó en la mesa, delante del deán.

Éste cogió el anillo y comenzó a palparlo.

—Esta pieza única fue creada a la vez que la pirámide masónica, y tradicionalmente lo lleva el hermano encargado de proteger la pirámide. Esta noche, cuando he notado el pequeño círculo en el fondo de la caja, he comprendido que el anillo, de hecho, forma parte del
symbolon.

—¿Sí?

—Estoy seguro. Peter es mi mejor amigo, y lució este anillo muchos años. Estoy bastante familiarizado con él. —Se lo entregó a Langdon—. Compruébelo usted mismo.

Él lo cogió y lo examinó, pasando los dedos por el fénix bicéfalo, el número 33, la leyenda
«Ordo ab chao»
y también las palabras «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado». No reparó en nada útil. Luego, cuando sus dedos bajaban por la cara exterior del aro, se detuvo en seco. Sorprendido, le dio la vuelta al anillo y observó la parte de abajo.

—¿Lo ha encontrado? —quiso saber Galloway.

—Eso creo, sí —repuso él.

Katherine acercó más la silla.

—¿Qué?

—El signo del grado en la tira —contestó Langdon al tiempo que se lo enseñaba—. Es tan pequeño que no se ve, pero si lo tocas notas la marca, como una pequeña incisión circular.

El signo del grado se hallaba centrado en la parte inferior de la banda..., y había que reconocer que parecía del mismo tamaño que la marca en relieve del fondo de la caja.

—¿Tiene el mismo tamaño? —Katherine se pegó más todavía, la emoción reflejada en su voz.

—Sólo hay un modo de averiguarlo.

Langdon tomó el anillo y lo introdujo en el cubo, haciendo coincidir ambos círculos. Al presionar, la marca de la caja se acopló al corte del anillo y se oyó un tenue pero categórico clic.

Los tres dieron un salto.

Langdon esperó, pero no pasó nada.

—¿Qué ha sido eso? —se interesó el religioso.

—Nada —replicó Katherine—. El anillo se ha encajado..., pero no ha sucedido nada más.

—¿Ninguna gran transformación? —Galloway parecía confuso.

«No hemos terminado», comprendió Langdon mientras centraba su atención en la insignia de la joya: un fénix bicéfalo y el número 33. «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado.» Le vinieron a la cabeza Pitágoras, la geometría sagrada y ángulos, y se preguntó si los grados no serían matemáticos.

Despacio, el corazón latiendo más a prisa, metió la mano y agarró el anillo, que estaba sujeto a la base del cubo. Después, lentamente, comenzó a girar el anillo a la derecha. «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado.»

Hizo girar el anillo diez grados... veinte grados... treinta... Lo que pasó a continuación pilló por sorpresa a Langdon.

Capítulo 85

«Transformación.»

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