El símbolo perdido (51 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
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—El treinta y tres es un número sagrado en numerosas tradiciones místicas —contó Katherine.

—Cierto.

Él seguía sin tener idea de qué tenía que ver eso con una cazuela de pasta.

—Así que no debería sorprenderte que un alquimista, rosacruz y místico como Isaac Newton también creyera que ese número era especial.

—Estoy seguro de que era así— contestó su amigo—. Newton tenía profundos conocimientos de numerología, profecías y astrología, pero ¿qué tiene... ?

—«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado.»

Langdon se sacó el anillo de Peter del bolsillo y leyó la inscripción. Después miró de nuevo la cacerola.

—Lo siento, me he perdido.

—Robert, antes todos pensamos que el «trigésimo tercer grado» hacía referencia al grado masónico y, sin embargo, cuando giramos el anillo treinta y tres grados, el cubo se convirtió en una cruz. En ese momento nos dimos cuenta de que la palabra «grado» se estaba empleando en otro sentido.

—Sí, en grados de circunferencia.

—Exacto. Pero la palabra «grado» también posee un tercer significado.

Él miró la cazuela con agua puesta al fuego.

—Temperatura.

—¡Bingo! —exclamó ella—. Ha estado toda la noche delante de nuestras narices. «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado.» Si elevamos la temperatura de la pirámide a treinta y tres grados... es posible que nos desvele algo.

Langdon sabía que Katherine Solomon era brillante, y sin embargo parecía pasar por alto algo bastante obvio.

—Si no me equivoco, treinta y tres grados Fahrenheit se acerca al punto de congelación. ¿No tendríamos que meter la pirámide en el congelador?

Ella sonrió.

—No, si queremos seguir la receta que escribió el gran alquimista y místico rosacruz que firmaba sus papeles como «
Jeova Sanctus Unus».

«¿Que Isaacus Neutonuus escribía recetas?»

—Robert, la temperatura es el catalizador alquímico por excelencia, y no siempre se medía en grados Fahrenheit o Celsius. Hay escalas de temperatura mucho más antiguas, una de las cuales la inventó Isaac...

—¡La escala Newton! —dijo Langdon, comprendiendo que ella tenía razón.

—Sí. Isaac Newton inventó todo un sistema de medición de la temperatura basado exclusivamente en fenómenos naturales. Como referencia tomó la temperatura de fusión de hielo, a la que denominó grado cero. —Hizo una pausa—. Supongo que adivinarás qué grado asignó a la temperatura de ebullición del agua, la estrella de todos los procesos alquímicos, ¿no?

—Treinta y tres.

—Treinta y tres, sí. El trigésimo tercer grado. En la escala Newton, la temperatura de ebullición del agua es de treinta y tres grados. Recuerdo que una vez le pregunté a mi hermano por qué escogió Newton ese número, es decir, parecía tan aleatorio... ¿La ebullición del agua es el proceso alquímico por antonomasia y había escogido treinta y tres? ¿Por qué no cien? ¿Por qué no algo más elegante? Peter me explicó que para un místico como Isaac Newton no había un número más elegante que el treinta y tres.

«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado.» Langdon dirigió la vista a la cazuela y después a la pirámide.

—Katherine, la pirámide es de granito y oro macizo. ¿De verdad crees que el calor del agua hirviendo bastará para transformarla?

La sonrisa que afloró a su rostro le dijo a Langdon que su amiga sabía algo que él desconocía. Katherine se acercó a la isla con seguridad, levantó la pirámide de granito con su vértice de oro y la introdujo en el escurridor. Luego, con sumo cuidado, depositó el escurridor en la borboteante agua.

—Vamos a probar, ¿no?

Sobrevolando la catedral de Washington, el piloto de la CIA activó el modo estacionario y escudriñó el perímetro del edificio y los alrededores. «Ningún movimiento.» Los infrarrojos no podían atravesar la piedra de la catedral, de forma que él ignoraba lo que hacía dentro el equipo, pero si alguien intentaba escabullirse, las cámaras lo detectarían.

Sesenta segundos después se oyó el pitido de un sensor térmico. Basado en los mismos principios que los sistemas de seguridad que se instalaban en los hogares, el detector había identificado una diferencia importante de temperaturas. Por regla general, eso correspondía a una forma humana moviéndose en un espacio frío, pero lo que aparecía en el monitor era más bien una nube térmica, una masa de aire caliente que se elevaba al otro lado del césped. El piloto localizó la fuente: un respiradero activo en un lateral del colegio catedralicio.

«Probablemente no sea nada —pensó. Estaba acostumbrado a ver esa clase de gradientes—. Alguien que cocina o hace la colada.» Sin embargo, cuando estaba a punto de dejarlo, vio algo que no acababa de cuadrar: en el aparcamiento no había coches y en el edificio no se veía ninguna luz.

Tras estudiar el sistema de imágenes del UH-60 durante largo rato se puso en contacto con su jefe de equipo.

—Simkins, probablemente no sea nada, pero...

—¡Un indicador de incandescencia!

Langdon había de admitir que era bueno.

—No es más que ciencia —observó ella—. Las distintas sustancias presentan un estado incandescente a distintas temperaturas. Las llamamos marcadores térmicos. La ciencia los utiliza todo el tiempo.

Langdon miró la pirámide y el vértice sumergidos. La borboteante agua empezaba a desprender volutas de vapor, aunque él no se hacía muchas ilusiones. Consultó el reloj y el corazón se le aceleró: las 23.45.

—¿Crees que vamos a ver algo luminiscente cuando se caliente?

—Luminiscente no, Robert,
incandescente.
Son dos cosas muy diferentes. La incandescencia la produce el calor y se da a una temperatura concreta. Por ejemplo, cuando los fabricantes de acero templan vigas, pulverizan en ellas una plantilla dotada de un recubrimiento transparente que presenta un estado incandescente a una temperatura concreta para que sepan cuándo están listas las vigas. Piensa en uno de esos anillos del humor: te lo pones en el dedo y cambia de color con el calor corporal.

—Katherine, esta pirámide data del siglo
xix
. Que un artesano incluyera resortes ocultos en una caja de piedra, vale, pero ¿aplicar un revestimiento térmico transparente?

—Es perfectamente factible —objetó ella, mirando esperanzada la pirámide sumergida—. Los primeros alquimistas utilizaban fósforos orgánicos como marcadores térmicos, los chinos fabricaban fuegos artificiales de colores, y hasta los egipcios... —Katherine dejó la frase a la mitad y clavó la vista en la agitada agua.

—¿Qué? —Langdon dirigió la mirada hacia el turbulento líquido, pero no vio nada.

Ella inclinó la cabeza y miró con más atención. De repente dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta.

—¿Adonde vas? —le preguntó él.

Katherine se detuvo en seco junto al interruptor y lo accionó. Las luces y el extractor se apagaron, sumiendo la estancia en una oscuridad y un silencio absolutos. Langdon se centró en la pirámide y miró el sumergido vértice a través del vapor. Cuando Katherine se situó a su lado, estaba boquiabierto.

Tal y como ella había predicho, una pequeña sección del metálico vértice comenzaba a brillar bajo el agua. Comenzaban a formarse unas letras, el brillo aumentando de intensidad a medida que la temperatura del agua era mayor.

—¡Un texto! —susurró ella.

Langdon asintió, mudo de asombro. Las fosforescentes palabras se estaban materializando justo bajo la inscripción del vértice. Parecía que eran sólo tres, y aunque Langdon todavía no podía distinguirlas, se preguntó si darían a conocer todo lo que llevaban buscando esa noche. «La pirámide es un mapa real —les había dicho Galloway—, que apunta a un lugar real.»

Cuando las letras brillaron con más fuerza, Katherine apagó el fuego y el agua dejó de hervir poco a poco. El vértice cobró nitidez bajo la calma superficie del líquido.

Tres palabras se leían con absoluta claridad.

Capítulo 90

En la tenue luz de la cocina del colegio catedralicio, Langdon y Katherine inclinaban la cabeza sobre la cazuela y miraban fijamente el transformado vértice bajo la superficie. En una cara del dorado remate brillaba un mensaje incandescente.

Langdon leyó el texto, casi sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Conocía el rumor según el cual la pirámide revelaría un lugar específico..., pero jamás imaginó que dicho lugar fuera tan específico.

Ocho de Franklin Square

—Una dirección —musitó, pasmado.

Katherine parecía igualmente atónita.

—No sé qué hay ahí, ¿y tú?

Él negó con la cabeza. Sabía que Franklin Square era una de las partes más antiguas de Washington, pero no conocía la dirección. Miró la punta del vértice y empezó a leer hacia abajo el texto entero.

El
secreto está
dentro de Su Orden
Ocho de Franklin Square

«¿Habrá alguna orden en Franklin Square?

»¿Habrá algún edificio que oculte el arranque de una larga escalera de caracol?»

Langdon ignoraba si habría o no algo enterrado en esa dirección. Lo importante en ese momento era que él y Katherine habían descifrado la pirámide y se hallaban en poder de la información necesaria para negociar la liberación de Peter.

«Y no muy sobrados de tiempo.»

Las fosforescentes manecillas del reloj de Mickey Mouse de Langdon indicaban que les quedaban menos de diez minutos.

—Llama —pidió ella, y le mostró un teléfono que había en la pared de la cocina—. Ya.

La repentina llegada de ese momento sobresaltó a Langdon, que se vio titubeando.

—¿Estamos seguros de esto?

—Yo, desde luego, sí.

—No le diré nada hasta que sepamos que Peter está sano y salvo.

—Por supuesto. Recuerdas el número, ¿no?

Él asintió y echó a andar hacia el teléfono. Lo cogió y marcó el móvil del captor. Katherine se acercó y pegó la cabeza a la de él para poder escuchar la conversación. Cuando el teléfono empezó a sonar, Langdon se preparó para oír el inquietante susurro del hombre que lo había engañado antes.

Finalmente cogieron el teléfono.

Sin embargo, nadie dijo nada. No se oyó voz alguna, tan sólo la respiración de alguien al otro lado de la línea.

Langdon esperó un instante y finalmente dijo:

—Tengo la información que desea, pero si la quiere tendrá que entregarnos a Peter.

—¿Quién es usted? —respondió una voz de mujer.

Langdon pegó un salto.

—Robert Langdon —contestó sin pensarlo—. ¿Y usted? —Por un momento creyó que se había equivocado de número.

—¿Se llama usted Langdon? —La mujer parecía sorprendida—. Aquí hay alguien que pregunta por usted.

—¿Cómo? Lo siento, pero ¿quién es usted?

—Agente Paige Montgomery, de Preferred Security. —Su voz sonaba temblorosa—. Tal vez pueda usted ayudarnos. Hace alrededor de una hora mi compañera respondió a una llamada del 911 y acudió a Kalorama Heights por... una posible toma de rehenes. Perdí el contacto con ella, así que solicité refuerzos y vine a comprobar el lugar. Encontramos a mi compañera muerta en el jardín posterior. El propietario no estaba, de manera que forzamos la entrada. En la mesa del recibidor sonaba un móvil y...

—¿Está usted dentro? —inquirió él.

—Sí, y la llamada del 911... no era una falsa alarma —balbució la mujer—. Lo siento si parezco nerviosa, pero mi compañera está muerta y hemos hallado a un hombre retenido en contra de su voluntad. No se encuentra bien, y nos estamos ocupando de él. No para de preguntar por dos personas, una llamada Langdon y otra Katherine.

—¡Es mi hermano! —exclamó Katherine, pegando aún más la cabeza a la de Robert—. Fui yo quien llamó al 911. ¿Está bien?

—Lo cierto, señora, es que... —La voz de la mujer se quebró—. No se encuentra muy bien. Le falta la mano derecha...

—Por favor, déjeme hablar con él —urgió Katherine.

—En este momento lo están tratando. Vuelve en sí y se desmaya. Si no están muy lejos, deberían acercarse. Es evidente que él quiere verlos.

—Estamos a unos seis minutos —replicó ella.

—En ese caso, les sugiero que se den prisa. —Se oyó un ruido apagado de fondo y después, de nuevo, a la mujer—: Perdonen, creo que me necesitan. Ya hablaremos cuando lleguen.

La comunicación se cortó.

Capítulo 91

En el sótano del colegio catedralicio, Langdon y Katherine subieron corriendo la escalera y enfilaron un pasillo a oscuras en busca de una salida en la parte delantera. Ya no oían el rotor del helicóptero, y Langdon pensó que tal vez pudieran salir sin que los vieran y llegar hasta Kalorama Heights para reunirse con Peter.

«Lo han encontrado. Está vivo.»

Treinta segundos antes, cuando dejaron de hablar con la guardia de seguridad, Katherine corrió a sacar del agua la humeante pirámide con su vértice. La pirámide todavía chorreaba cuando la introdujo en la bolsa de piel de Langdon, y ahora él notaba el calor que la traspasaba.

La emoción provocada por la buena noticia había hecho que dejaran de pensar en el fosforescente mensaje del vértice —«Ocho de Franklin Square»—, pero ya tendrían tiempo de hacerlo cuando llegaran hasta Peter.

Cuando torcieron al subir la escalera, Katherine se detuvo bruscamente y señaló una sala de estar al otro lado del pasillo. A través del mirador, Langdon distinguió un aerodinámico helicóptero negro que aguardaba silencioso en el césped. A su lado estaba el piloto, de espaldas a ellos, hablando por radio. También había un Escalade negro con los cristales tintados aparcado no muy lejos.

Sin abandonar las sombras, Langdon y Katherine avanzaron hacia la sala y miraron por la ventana para ver si andaba por allí el resto del equipo. Por suerte, la enorme extensión de césped de la catedral estaba desierta.

—Deben de estar en la catedral —aventuró él.

—Pues no —dijo una voz grave detrás de ellos.

Ambos giraron sobre sus talones para ver de quién se trataba. En la puerta de la sala de estar, dos figuras vestidas de negro los apuntaban con sendos fusiles con mira láser. Langdon vio un punto rojo que bailoteaba en su pecho.

—Me alegro de volver a verlo, profesor —saludó una ronca voz familiar. Los agentes se apartaron, y el menudo bulto de la directora Sato se abrió paso con facilidad, cruzó la estancia y se detuvo justo delante de Langdon—. Esta noche ha tomado unas decisiones muy poco afortunadas.

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