El símbolo perdido (24 page)

Read El símbolo perdido Online

Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
6.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Anderson también parecía agitado. Un ligero temblor sacudía la mano con la que sostenía la linterna e iluminaba la puerta tiroteada.

La cerradura había quedado hecha trizas, y la madera que la rodeaba, completamente destrozada. Ahora la puerta estaba entreabierta.

Sato extendió el brazo y la empujó con la punta de la pistola. La puerta se abrió del todo, dejando a la vista la negrura que había detrás.

Langdon miró en su interior pero no pudo ver nada en la oscuridad. «¿Qué diablos es ese olor?» Del cuarto emanaba un olor fétido e inusual.

Anderson se acercó e iluminó el suelo, recorriendo cuidadosamente toda la extensión del árido suelo de tierra. El cuarto era como los otros: un espacio estrecho y largo. Los muros eran de una roca rugosa que le daba a la cámara el aspecto de una antigua celda de prisión. «Pero ese olor... »

—Aquí no hay nada —dijo Anderson, iluminando el resto del suelo de la cámara. Finalmente, al llegar al fondo del cuarto, alzó el haz de luz para enfocar el muro más lejano de la cámara—. ¡Dios mío...! —exclamó.

Todos dieron un respingo al verlo.

Langdon se quedó mirando fijamente el recoveco más profundo de la cámara.

Horrorizado, advirtió que algo le devolvía la mirada.

Capítulo 36

—¿Qué diablos...? —tartamudeó Anderson en el umbral del SBS-13, y retrocedió un paso.

Langdon también reculó, y con él Sato, sobresaltada por primera vez en toda la noche.

La directora apuntó la pistola al muro del fondo y le hizo una seña a Anderson para que volviera a iluminarla con la linterna. Anderson levantó la luz. A esa distancia el haz era tenue, pero suficiente para iluminar la forma de un pálido y fantasmal rostro cuyas vacías cuencas les devolvían la mirada.

«Una calavera humana.»

La calavera descansaba encima de un desvencijado escritorio de madera que había al fondo de la cámara. Junto a ella se veían dos huesos humanos y una serie de objetos meticulosamente dispuestos, como si de un santuario se tratara: un antiguo reloj de arena, un frasco de cristal, una vela, dos platillos con un polvo blancuzco y una hoja de papel. Apoyada contra la pared, junto al escritorio, se podía ver la temible forma de una larga guadaña. La curva de su hoja resultaba tan familiar como la de la misma muerte.

Sato entró en el cuarto.

—Bueno... Parece que Peter Solomon oculta más secretos de los que yo imaginaba.

Anderson asintió, acercándose a ella.

—Esto sí que es tener un cadáver en el armario. —Levantó la linterna e inspeccionó el resto de la cámara—. ¿Y ese olor? —añadió, arrugando la nariz—. ¿Qué es?

—Azufre —respondió Langdon sin alterar la voz—. Debería haber dos platillos sobre el escritorio. El de la derecha con sal. Y el otro con azufre.

Sato se volvió hacia él con expresión de incredulidad.

—¿Cómo diantre sabe eso?

—Porque, señora, hay cuartos exactamente iguales que éste en todo el mundo.

Un piso por encima del subsótano, el guardia de seguridad Núñez acompañaba al Arquitecto del Capitolio, Warren Bellamy, por un largo pasillo que recorría toda la extensión del sótano oriental. Núñez hubiera jurado que acababa de oír tres disparos, sordos y subterráneos, allí abajo. «No puede ser.»

—La puerta del subsótano está abierta —dijo Bellamy, divisando con los ojos entornados una puerta que permanecía entreabierta a lo lejos.

«Una noche realmente extraña ésta —pensó Núñez—. Nadie baja nunca hasta aquí.»

—Averiguaré qué está pasando —dijo mientras cogía su radio.

—Regrese a sus obligaciones —le ordenó Bellamy—. Ya puedo seguir solo.

Núñez se volvió hacia él, intranquilo.

—¿Está seguro?

Warren Bellamy se detuvo y colocó una firme mano sobre el hombro de Núñez.

—Hijo, hace veinticinco años que trabajo aquí. No creo que me pierda.

Capítulo 37

Mal'akh había visto unos cuantos lugares espeluznantes en su vida, pero pocos se podían comparar con el sobrenatural mundo de la nave 3. «La nave húmeda.» Parecía que un científico loco se hubiera hecho con el control de un supermercado y hubiera llenado todos los pasillos y los estantes de la enorme nave con especímenes de todas las formas y todos los tamaños. Como si de un cuarto oscuro fotográfico se tratara, ese espacio estaba envuelto en la neblina rojiza de la «luz de seguridad» que provenía de los estantes e iluminaba desde abajo los contenedores repletos de etanol. El olor clínico de los productos químicos conservantes era nauseabundo.

—En esta nave hay más de veinte mil especies —le explicó la rolliza chica—. Peces, roedores, mamíferos, reptiles.

—Todos muertos, ¿no? —preguntó Mal'akh, impostando un tono de nerviosismo en su voz.

La chica se rió.

—Sí, sí. Muertos del todo. He de admitir que cuando empecé a trabajar aquí tardé al menos seis meses en entrar a esta nave.

Mal'akh podía entender la razón. Allí donde mirara había especímenes de formas de vida muertas: salamandras, medusas, ratas, bichos, pájaros y otras cosas que no sabría identificar. Por si esa colección no era suficientemente inquietante, la neblina roja de la luz de seguridad que protegía a esos especímenes fotosensibles de la exposición prolongada a la luz hacía que el visitante tuviera la sensación de encontrarse dentro de un gran acuario en el que criaturas sin vida se hubieran congregado para observarlo desde las tinieblas.

—Eso es un celacanto —dijo la chica, señalando un gran contenedor de plexiglás que contenía el pez más feo que Mal'akh hubiera visto nunca—. Se creía que se habían extinguido con los dinosaurios, pero éste fue pescado en África hace unos años y donado a la Smithsonian.

«Qué suerte», pensó Mal'akh, que casi ni la escuchaba. Estaba ocupado buscando cámaras de seguridad en las paredes. Sólo había visto una, la que enfocaba la puerta de entrada, lo cual no era tan extraño, teniendo en cuenta que ése era el único acceso a la nave.

—Y aquí está lo que quería ver usted... —dijo ella, conduciéndolo al gigantesco tanque que él había estado mirando desde la ventanilla de la puerta—. Nuestro espécimen más grande. —Extendió su brazo hacia la infame criatura como la azafata de un concurso de televisión que muestra un coche—. El
Architeuthis.

El tanque del calamar tenía la apariencia de una serie de cabinas de teléfono de cristal colocadas en horizontal y soldadas unas a otras. Dentro del largo y transparente ataúd de plexiglás descansaba la asquerosamente pálida y amorfa criatura. Mal'akh contempló la bulbosa cabeza con forma de saco y sus grandes ojos, del tamaño de una pelota de baloncesto.

—Casi hace parecer atractivo el celacanto —dijo.

—Espere a verlo iluminado.

Trish levantó la larga tapa del tanque, liberando con ello gases de etanol mientras metía el brazo y encendía un interruptor que había justo por encima del líquido. A lo largo de la base del tanque se encendió con un parpadeo una hilera de luces fluorescentes. El
Architeuthis
lució entonces en todo su esplendor; una cabeza colosal de la que surgían unos resbaladizos tentáculos en descomposición y afiladas ventosas.

Trish empezó a explicar que, en una pelea, los
Architeuthis
podían vencer a los cachalotes.

Mal'akh no oía más que un vacío cotorreo.

Había llegado el momento.

Trish Dunne siempre se sentía algo intranquila en la nave 3, pero el escalofrío que acababa de sentir era distinto.

Visceral. Primario.

Intentó ignorarlo, pero la sensación fue en aumento, abriéndose paso hasta lo más profundo. Aunque era incapaz de localizar la fuente de esa inquietud, algo le decía a Trish que era momento de irse.

—Bueno, pues ya ha visto el calamar —dijo, metiendo otra vez el brazo en el tanque y apagando la luz—. Deberíamos ir tirando hacia el...

Una gran mano le tapó con fuerza la boca, echándole hacia atrás la cabeza. Al mismo tiempo, un poderoso brazo rodeó su torso, sujetándola contra un robusto pecho. Por un segundo, el miedo paralizó a Trish.

Luego vino el pánico.

El hombre manoseó el pecho de la chica en busca de la tarjeta de acceso que llevaba colgada del cuello. Cuando la encontró, tiró de ella. El cordel quemó la parte posterior del cuello de Trish antes de romperse. La tarjeta cayó al suelo. Ella forcejeó, intentando liberarse, pero no era rival para el tamaño y la fuerza del hombre. Trató de gritar, pero él seguía tapándole la boca. Entonces él se inclinó y acercó su boca a la oreja de ella.

—Cuando le retire la mano de la boca no gritará, ¿está claro?

Ella asintió vigorosamente. Le ardían los pulmones. «¡No puedo respirar!»

El hombre le apartó la mano de la boca y Trish por fin respiró, profunda aunque entrecortadamente.

—¡Déjeme! —exigió, todavía jadeante—. ¿Qué diablos está haciendo?

—Dígame cuál es su número identificativo —dijo el hombre.

La confusión de Trish era total. «¡Katherine! ¡Ayuda! ¡¿Quién es este hombre?!»

—El guardia de seguridad puede verlo —dijo ella, consciente sin embargo de que estaban fuera del alcance de las cámaras. «Y además, nadie las está mirando.»

—Deme su número identificativo —repitió el hombre—. El de su tarjeta de acceso.

Un miedo glacial le revolvió el estómago y Trish se sacudió violentamente, consiguiendo liberar un brazo. Intentó entonces arañar los ojos del hombre, pero sus dedos sólo encontraron carne y le rasparon una mejilla. Creyó haberle hecho cuatro cortes, pero se dio cuenta de que las cuatro oscuras rayas de su carne en realidad no era sangre. El hombre llevaba maquillaje, y ella simplemente le había dejado las marcas de los dedos, dejando a la vista los oscuros tatuajes que se ocultaban debajo.

«¡¿Quién es este monstruo?!»

Con una fuerza casi sobrehumana, el hombre le dio la vuelta y la levantó, colocándola sobre el borde del tanque del calamar. La cara de Trish quedó justo encima del etanol. Las ventanas de la nariz le ardían por culpa de los gases.

—¿Cuál es su número identificativo? —repitió él.

A Trish le ardían los ojos. Ante sí tenía la pálida carne del calamar sumergido.

—Dígamelo —dijo él, empujando la cabeza de la chica hacia la superficie—. ¿Cuál es?

Empezó a arderle la garganta.

—¡Cero, ocho, cero, cuatro! —exclamó, casi sin aliento—. ¡Suélteme! ¡Cero, ocho, cero, cuatro!

—Si me miente... —dijo él, empujando un poco más la cabeza. El pelo de Trish ya tocaba el etanol.

—¡No miento! —repuso ella, tosiendo—. ¡El cuatro de agosto es mi cumpleaños!

—Gracias, Trish.

Sus poderosas manos apretaron con más fuerza la cabeza de la chica, y ésta sintió cómo una aplastante fuerza la empujaba hacia abajo, sumergiendo su rostro en el tanque. Notó un abrasador dolor en los ojos. El hombre la empujó todavía más, metiendo toda su cabeza en el etanol. Trish sintió la cabeza del calamar contra su cara.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, forcejeó violentamente para intentar sacar la cabeza del tanque. Las poderosas manos no la soltaron.

«¡He de respirar!»

Pero Trish permaneció sumergida, esforzándose para no abrir ni los ojos ni la boca. Le ardían los pulmones, necesitados de aire. «¡No! ¡No lo hagas!» Finalmente, sin embargo, el acto reflejo venció e inhaló.

Al abrir la boca sus pulmones se expandieron violentamente para intentar aspirar el oxígeno que el cuerpo necesitaba. Lo que absorbieron, sin embargo, fue una bocanada de etanol. Mientras el producto químico descendía por su garganta hasta los pulmones, Trish sintió un dolor que nunca hubiera imaginado posible. Afortunadamente, sólo pasaron unos segundos hasta que su vida se apagó.

Mal'akh permaneció junto al tanque, recobrando el aliento e inspeccionando los daños.

La mujer sin vida yacía sobre el borde del tanque, con la cara todavía sumergida en el etanol. Al verla allí tumbada, Mal'akh se acordó de la única otra mujer que había asesinado en su vida.

Isabel Solomon.

«Hace mucho tiempo. En otra vida.»

Mal'akh se quedó mirando el flácido cadáver de la mujer. La agarró por las amplias caderas y le levantó las piernas, empujándola por el borde hasta que se deslizó dentro del tanque del calamar. La cabeza de Trish Dunne quedó completamente sumergida en etanol. Luego siguió el resto de su cuerpo. Poco a poco, las ondas de la superficie fueron remitiendo, y la mujer quedó suspendida sobre la enorme criatura marina. A medida que la ropa fue absorbiendo el etanol, ella se fue hundiendo más, sumergiéndose en la oscuridad. Finalmente, el cuerpo de Trish Dunne quedó echado encima de la enorme bestia.

Mal'akh se secó las manos y volvió a colocar la tapa de plexiglás, sellando el tanque.

«La nave húmeda tiene un nuevo espécimen.»

Cogió la tarjeta de acceso del suelo y se la metió en el bolsillo. «0804.»

Al ver a Trish en el vestíbulo, Mal'akh la había tomado por un problema. Luego se dio cuenta, sin embargo, de que la tarjeta y la contraseña de la chica serían su seguro. Si la sala de almacenamiento de datos de Katherine estaba tan protegida como Peter había sugerido, Mal'akh suponía que no sería fácil persuadir a Katherine de que la abriera. «Pero ahora tengo mi propio juego de llaves.» Le complacía saber que ya no tendría que perder tiempo obligándola a cumplir sus exigencias.

Al erguirse, Mal'akh vio su propio reflejo en la ventana y advirtió que el maquillaje se le había corrido bastante. Tanto daba. Para cuando Katherine entendiera qué estaba sucediendo, ya sería demasiado tarde.

Capítulo 38

—¿Este cuarto es masónico? —inquirió Sato, apartando la mirada de la calavera y observando luego fijamente a Langdon en la oscuridad.

Él asintió tranquilamente.

—Se le llama cámara de reflexión. Se trata de habitaciones frías y austeras a las que los masones acuden para reflexionar sobre su propia mortalidad. Al meditar sobre la inevitabilidad de la muerte, el masón obtiene una valiosa perspectiva sobre la fugaz naturaleza de la vida.

Sato miró el siniestro lugar, no demasiado convencida.

—¿Es una especie de cuarto de meditación?

—Esencialmente, sí. En estas cámaras siempre aparecen los mismos símbolos: calaveras y huesos cruzados, una guadaña, relojes de arena, azufre, sal, papel en blanco, una vela, etcétera.

—Parece un santuario dedicado a la muerte —dijo Anderson.

Other books

The 8th Continent by Matt London
The Twelve Kingdoms by Jeffe Kennedy
Mr. Shakespeare's Bastard by Richard B. Wright
Onion Street by Coleman, Reed Farrel
Harvard Square by André Aciman
Sahara Crosswind by T. Davis Bunn
Saved By A Stranger by Andi Madden