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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (27 page)

BOOK: El símbolo perdido
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Langdon lo siguió hasta lo alto de la escalera. Una vez ahí, atravesaron otro corredor y luego, tras cruzar una puerta sin señalizar, se metieron en un pasillo de servicio. Corrieron por entre cajas de suministros y bolsas de basura, y salieron finalmente por una puerta que los condujo a un lugar absolutamente inesperado, una especie de lujosa sala de cine. El hombre mayor subió por el pasillo lateral y salió por la puerta principal a un amplio atrio iluminado. Langdon se dio cuenta de que estaban en el centro de visitantes por el que había entrado hacía unas horas.

Desafortunadamente, allí también había un agente del cuerpo de seguridad del Capitolio.

Cuando llegaron a su altura, los tres hombres se detuvieron y se miraron entre sí. Langdon reconoció al joven agente hispano que le había atendido en el control de rayos X.

—Agente Núñez —dijo el hombre afroamericano—. Ni una palabra. Sígame.

El guardia parecía intranquilo, pero obedeció sin rechistar.

«¿Quién es este tipo?»

Los tres se dirigieron a toda prisa hacia el rincón sureste del centro de visitantes, donde había un pequeño vestíbulo con una serie de gruesas puertas bloqueadas por unos postes de color naranja. Las puertas estaban selladas con cinta aislante para que no entrara el polvo de lo que fuera que estuvieran haciendo en el exterior del centro de visitantes. El hombre estiró el brazo y arrancó la cinta de la puerta. Luego cogió su llavero y, mientras buscaba una llave, le dijo al guardia:

—Nuestro amigo el jefe Anderson está en el subsótano. Puede que esté herido. Será mejor que vaya a ver cómo se encuentra.

—Sí, señor —Núñez pareció sentise tan perplejo como alarmado.

—Y, sobre todo, no nos ha visto.

El hombre encontró la llave, la sacó del llavero y la utilizó para abrir el cerrojo. Tras abrir la puerta de acero, le lanzó la llave al guardia.

—Cierre esta puerta y vuelva a poner la cinta lo mejor que pueda. Métase la llave en el bolsillo y no diga nada. A nadie. Ni siquiera al jefe. ¿Le ha quedado claro, agente Núñez?

El guardia se quedó mirando la llave como si le hubieran confiado una valiosa gema.

—Sí, señor.

El afroamericano se apresuró a cruzar la puerta y Langdon lo hizo detrás de él. El guardia volvió a cerrar el cerrojo, y Langdon pudo oír que volvía a pegar la cinta aislante.

—Profesor Langdon —dijo el hombre mientras avanzaban rápidamente por un pasillo de aspecto moderno que se encontraba en construcción—. Me llamo Warren Bellamy. Peter Solomon es un querido amigo mío.

Sorprendido, Langdon le lanzó una mirada al imponente hombre. «¿Usted es Warren Bellamy?» Era la primera vez que veía al Arquitecto del Capitolio, pero su nombre sí lo conocía.

—Peter me ha hablado muy bien de usted —dijo Bellamy—. Siento que nos hayamos conocido en estas lamentables circunstancias.

—Peter se encuentra en grave peligro. Su mano...

—Lo sé —el tono de Bellamy era sombrío—. Y me temo que eso no es ni la mitad.

Llegaron al final de la sección iluminada del pasillo, momento en el que éste giraba abruptamente hacia la izquierda. El resto del corredor, allá donde condujera, estaba completamente a oscuras.

—Espere un momento —dijo Bellamy, y se metió en un cuarto eléctrico cercano del que salía una maraña de cables alargadores de color naranja.

Langdon esperó mientras Bellamy rebuscaba en el interior de la habitación. En un momento dado, el Arquitecto debió de encontrar el interruptor de esos cables alargadores, porque de repente se iluminó el camino que tenían ante sí.

Inmóvil, Langdon se lo quedó mirando fijamente.

Washington —al igual que Roma— era una ciudad repleta de pasadizos secretos y túneles subterráneos. A Langdon, el pasillo que tenían delante le recordó al
passetto
que conectaba el Vaticano con Castel SantAngelo. «Largo. Oscuro. Estrecho.» A diferencia del antiguo
passetto,
sin embargo, ese pasadizo era moderno y todavía no estaba terminado. Era una estrecha zona en obras, tan larga que su lejano extremo parecía desembocar en la nada. La única iluminación era una serie de bombillas intermitentes que no hacían sino acentuar la increíble extensión del túnel.

Bellamy ya estaba recorriendo el pasillo.

—Sígame. Vigile con el escalón.

Langdon empezó a caminar detrás del Arquitecto, preguntándose adonde diablos debía de conducir ese túnel.

En ese mismo momento, Mal'akh salía de la nave 3 y recorría a toda prisa el desierto pasillo principal del SMSC en dirección a la nave 5. Llevaba la tarjeta de acceso de Trish en la mano e iba susurrando para sí: «Cero, ocho, cero, cuatro.»

Otra cosa ocupaba asimismo sus pensamientos. Acababa de recibir un mensaje urgente del Capitolio. «Mi contacto se ha encontrado con dificultades inesperadas.» Aun así, las noticias seguían siendo alentadoras: ahora Robert Langdon ya poseía la pirámide y el vértice. A pesar de la inesperada forma en la que habían sucedido, los acontecimientos se iban desarrollando según lo previsto. Era como si el destino mismo estuviera guiando los hechos de esa noche para asegurarse de la victoria de Mal'akh.

Capítulo 43

Langdon aceleró el paso para mantener el rápido ritmo de Warren Bellamy mientras recorrían en silencio el largo túnel. Hasta el momento, el Arquitecto del Capitolio se había preocupado más de poner distancia entre Sato y la pirámide que de explicarle a Langdon qué estaba sucediendo. Éste sentía la creciente aprensión de que las cosas eran más complejas de lo que podría haber imaginado.

«¿La CIA? ¿El Arquitecto del Capitolio? ¿Dos masones del trigésimo tercer grado?»

De repente sonó el estridente timbre del teléfono móvil de Langdon. Éste lo cogió y, vacilante, contestó.

—¿Hola?

Le respondió un inquietante y familiar susurro.

—Parece que ha tenido un encuentro inesperado, profesor.

Langdon sintió un escalofrío glacial.

—¡¿Dónde diablos está Peter?! —inquirió. Sus palabras reverberaron en el estrecho túnel. Warren Bellamy se volvió hacia él con preocupación y le indicó que no se detuviera.

—No se preocupe —dijo la voz—. Como le he dicho antes, Peter está en un lugar seguro.

—¡Por el amor de Dios, le ha cortado la mano! ¡Necesita un médico!

—Lo que necesita es un sacerdote —respondió el hombre—. Pero usted puede salvarlo. Si hace lo que le digo, Peter vivirá. Le doy mi palabra.

—La palabra de un loco no significa nada para mí.

—¿Loco? Pensaba que usted apreciaría la reverencia con la que esta noche he seguido los antiguos protocolos, profesor. La mano de los misterios lo ha guiado a un portal: la pirámide que promete desvelar la antigua sabiduría. Sé que está en su poder.

—¿Cree que
ésta
es la pirámide masónica? —inquirió Langdon—. No es más que un trozo de piedra.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—Señor Langdon, es usted demasiado inteligente para intentar hacerse pasar por tonto. Sabe muy bien lo que ha descubierto esta noche. ¿Una pirámide de piedra... que un poderoso masón... ocultó en el corazón de Washington... ?

—¡Anda usted detrás de un mito! Sea lo que sea lo que Peter le haya contado, lo ha hecho coaccionado. La leyenda de la pirámide masónica es ficción. Los masones jamás construyeron ninguna pirámide para proteger un saber secreto. Y aunque lo hubieran hecho,
esta
pirámide es demasiado pequeña para ser lo que usted piensa que es.

El hombre dejó escapar una risa ahogada.

—Ya veo que Peter no le ha contado demasiado. En cualquier caso, señor Langdon, quiera o no aceptar qué tiene usted en su posesión, hará lo que yo le diga. Sé que la pirámide tiene una inscripción. Usted la descifrará para mí. Entonces, y sólo entonces, le devolveré a Peter.

—No sé qué cree usted que revela esa inscripción —dijo Langdon—, pero no será los antiguos misterios.

—Claro que no —repuso el hombre—. Los misterios son demasiado vastos para estar escritos en la cara de una pequeña pirámide.

Esa respuesta cogió desprevenido a Langdon.

—Pero si lo que contiene esa inscripción no son los antiguos misterios, entonces esa pirámide no es la pirámide masónica. La leyenda indica claramente que la pirámide masónica fue construida para proteger los antiguos misterios.

El hombre le respondió en un tono condescendiente.

—Señor Langdon, la pirámide masónica fue construida para preservar los antiguos misterios, pero de un modo que al parecer usted todavía desconoce. ¿No se lo llegó a contar Peter? El poder de la pirámide masónica no es que revele los misterios mismos..., sino que revela el paradero secreto en el que esos misterios están enterrados.

Langdon tardó un segundo en reaccionar.

—Descifre la inscripción —continuó la voz—, y ésta le indicará el escondite del mayor tesoro de la humanidad. —Se rió—. Peter no le confió el tesoro mismo, profesor.

Langdon se detuvo de golpe.

—Un momento. ¿Me está diciendo que esa pirámide es... un mapa?

Bellamy también se detuvo. Parecía alarmado. Estaba claro que ese interlocutor telefónico había dado en el clavo. «La pirámide es un mapa.»

—Ese mapa —susurró la voz—, pirámide, portal, o como quiera usted llamarlo, fue creado hace mucho tiempo para garantizar que el escondite de los antiguos misterios no caía en el olvido..., que no se perdería en la historia.

—Una cuadrícula de dieciséis símbolos no parece un mapa.

—Las apariencias engañan, profesor. En cualquier caso, sólo usted puede leer esa inscripción.

—Se equivoca —le respondió Langdon mientras visualizaba mentalmente la sencilla clave—. Cualquiera puede descifrarla. Es muy simple.

—Sospecho que la pirámide esconde más cosas de las que se ven a simple vista. Y, en todo caso, sólo usted tiene la cúspide.

Langdon pensó en el pequeño vértice que llevaba en la bolsa. «¿Orden del caos?» Ya no sabía qué pensar, pero la pirámide de piedra parecía cada vez más pesada.

Mal'akh presionó el teléfono móvil contra su oreja para oír mejor el sonido de la inquieta respiración de Langdon al otro lado de la línea.

—Ahora mismo tengo cosas que atender, profesor, y usted también. Llámeme en cuanto haya descifrado el mapa. Iremos juntos al escondite y ahí haremos el intercambio. La vida de Peter..., por la sabiduría de todos los tiempos.

—No pienso hacer nada —declaró Langdon—. Especialmente sin pruebas de que Peter está vivo.

—Le recomiendo que no me desafíe. Usted no es más que una pequeña pieza de un gran mecanismo. Si me desobedece, o intenta encontrarme, Peter morirá. Eso se lo juro.

—Que yo sepa, Peter podría estar ya muerto.

—Está vivo, profesor, pero necesita desesperadamente su ayuda.

—¿Qué es lo que quiere? —exclamó Langdon por teléfono.

Mal'akh se quedó un momento callado antes de contestar.

—Mucha gente ha buscado los antiguos misterios y ha debatido sobre su poder. Esta noche, demostraré que los misterios son reales. Langdon se quedó callado.

—Le sugiero que se ponga a trabajar en el mapa inmediatamente —dijo Mal'akh—. Necesito esa información hoy.

—¡¿Hoy?! ¡Pero si son más de las nueve!

—Exacto.
Tempus fugit.

Capítulo 44

El editor neoyorquino Jonas Faukman estaba apagando las luces de su oficina de Manhattan cuando sonó el teléfono. No tenía intención alguna de cogerlo a esas horas, hasta que vio el identificador de llamadas. «Espero que sea algo bueno», pensó mientras cogía el auricular.

—¿Todavía te publicamos? —preguntó Faukman, medio en serio.

—¡Jonas! —La voz de Robert Langdon parecía inquieta—. Gracias a Dios que todavía estás ahí. Necesito tu ayuda.

Jonas se animó.

—¿Tienes páginas para editar, Robert? ¿Al fin?

—No, necesito información. El año pasado te puse en contacto con una científica llamada Katherine Solomon, la hermana de Peter Solomon.

Faukman frunció el ceño. «No hay páginas.»

—Buscaba una editorial para un libro sobre ciencia noética. ¿La recuerdas?

Faukman puso los ojos en blanco.

—Sí, claro. La recuerdo. Y mil gracias por eso. No sólo no me dejó leer los resultados de su investigación, sino que decidió que no quería publicar nada hasta no sé qué fecha mágica en el futuro.

—Jonas, escúchame, no tengo tiempo. Necesito el teléfono de Katherine ahora mismo. ¿Lo tienes?

—He de advertirte que pareces un poco desesperado... Es guapa, pero no vas a impresionarla si...

—Esto no es ninguna broma, Jonas, necesito su número de teléfono ahora.

—Está bien..., espera un momento.

Hacía muchos años que eran amigos íntimos. Faukman sabía cuándo Langdon iba en serio. El editor tecleó el nombre de Katherine Solomon en una ventana de búsqueda y empezó a repasar el servidor de correo electrónico de la compañía.

—Lo estoy buscando —dijo Faukman—. Y por si te sirve de algo, cuando la llames, no lo hagas desde la piscina de Harvard. Parece que estés en un asilo.

—No estoy en la piscina. Estoy en un túnel debajo del Capitolio.

Faukman notó por su tono de voz que Langdon no bromeaba. «Pero ¿qué le pasa a ese tipo?»

—¿Por qué no puedes quedarte en casa escribiendo, Robert? —Su ordenador emitió un pitido—. Muy bien, espera..., ya lo tengo. —Rebuscó por el viejo hilo de correos electrónicos—. Parece que lo único que tengo es su móvil.

—Me vale.

Faukman le dio el número.

—Gracias, Jonas —dijo Langdon, agradecido—. Te debo una.

—Me debes un manuscrito, Robert. ¿Tienes idea de cuándo...?

La línea se cortó.

Faukman se quedó mirando el auricular y meneó con la cabeza. Publicar libros sería mucho más sencillo sin los autores.

Capítulo 45

Katherine Solomon tardó un segundo en reaccionar cuando vio el nombre en el identificador de llamadas de su móvil. Había creído que la llamada entrante sería de Trish, para explicarle por qué ella y Christopher Abaddon tardaban tanto. Pero no era Trish.

Para nada.

Katherine sintió que una sonrojada sonrisa se le dibujaba en los labios. «¿Puede esta noche llegar a ser todavía más extraña?» Descolgó el teléfono.

—Deja que lo adivine —bromeó—. ¿Soltero académico busca científica noética soltera?

—¡Katherine! —dijo la profunda voz de Robert Langdon—. Gracias a Dios que estás bien.

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