Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
La puerta se abrió con un silbido.
Trish tuvo que entornar los ojos al salir a la luz del pasillo del SMSC.
«Lo he conseguido... una vez más.»
Mientras recorría los desiertos pasillos, Trish volvió a pensar en el extraño documento censurado que habían encontrado en una red protegida. «¿Antiguo portal? ¿Lugar secreto subterráneo?» Se preguntó si Mark Zoubianis podría averiguar dónde estaba ese misterioso documento.
En la sala de control, Katherine permanecía de pie ante el suave brillo de la pared de plasma, observando el enigmático documento que habían descubierto. Había aislado las palabras clave y ahora estaba bastante segura de que el documento hacía referencia a la misma leyenda remota que al parecer su hermano le había contado al doctor Abaddon.
...lugar secreto
SUBTERRÁNEO
donde la...
...punto de
WASHINGTON
cuyas coordenadas...
...descubrió un
ANTIGUO PORTAL
que conducía...
...que la
PIRÁMIDE
acarrearía peligrosas...
...descifren ese
SYMBOLON GRABADO
para desvelar...
«Necesito ver el resto del documento», pensó Katherine.
Se lo quedó mirando un rato más y luego apagó el interruptor de la pared de plasma. Katherine siempre apagaba ese monitor de gran consumo para no malgastar las reservas de la batería de hidrógeno líquido.
Observó cómo sus palabras clave desaparecían lentamente hasta convertirse en un pequeño punto blanco que, tras permanecer unos instantes en medio de la pantalla, emitió un destello y se apagó.
Katherine dio media vuelta y regresó a su oficina. El doctor Abaddon llegaría en cualquier momento, y quería que se sintiera bienvenido.
—Ya casi hemos llegado —dijo Anderson mientras guiaba a Langdon y a Sato por el aparentemente interminable pasillo que recorría toda la extensión oriental de los cimientos del Capitolio.
—En época de Lincoln, este pasadizo era de tierra y estaba repleto de ratas.
Langdon agradeció que el suelo hubiera sido embaldosado; no le gustaban demasiado las ratas. El grupo siguió avanzando. Por el largo pasadizo resonaba el inquietante eco irregular de sus pisadas. Las puertas se sucedían sin fin en las paredes del largo corredor, algunas cerradas, pero muchas entreabiertas. Numerosos cuartos de ese nivel parecían estar abandonados. Langdon comprobó que ahora la numeración decrecía y, al cabo de un rato, parecía terminar.
SS-4..., SS-3..., SS-2..., SS-1...
Pasaron entonces por delante de una puerta sin número, pero Anderson no se detuvo hasta que la numeración volvió a ser ascendente.
SR-1..., SR-2...
—Lo siento —dijo Anderson—. Me la he pasado. Casi nunca bajo hasta aquí.
El grupo retrocedió unos cuantos metros hasta llegar a una vieja puerta metálica que —Langdon advirtió— estaba situada en el centro del pasillo, en el meridiano que separaba el sótano del Senado (SS) y el sótano de la Cámara de Representantes (SR). La puerta sí tenía un letrero, pero el grabado estaba tan desvaído que apenas era visible.
SBS
—Ya hemos llegado —dijo Anderson—. Las llaves llegarán de un momento a otro.
Sato frunció el ceño y miró la hora.
Langdon se quedó observando el letrero de SBS y le preguntó a Anderson:
—¿Por qué está este lugar asociado con el lado del Senado si se encuentra en el medio?
Él lo miró desconcertado.
—¿A qué se refiere?
—Pone SBS, empieza con «S», no con «R».
Anderson negó con la cabeza.
—La primera «S» de SBS no hace referencia al Senado. Es...
—¿Jefe? —gritó un guardia en la distancia que iba hacia ellos corriendo con una llave en la mano—. Lo siento, señor. Nos ha llevado unos cuantos minutos. No podíamos localizar la llave principal del SBS. Ésta es una copia de la caja auxiliar.
—¿La original se ha perdido? —dijo Anderson, sorprendido.
—Seguramente —respondió el guardia, casi sin aliento—. Nadie ha solicitado acceso a este lugar desde hace siglos.
Anderson cogió la llave.
—¿Y no hay llave de repuesto del SBS-13?
—Lo siento, por el momento no hemos encontrado llaves de ninguno de los cuartos del SBS. MacDonald está ahora mismo buscándolas. —El guardia cogió su radio y habló por ella—: ¿Bob? Estoy con el jefe. ¿Alguna novedad sobre la llave del SBS-13?
La radio del guardia crepitó, tras lo cual una voz respondió:
—Es raro. No veo ninguna entrada desde que estamos computerizados, pero los libros de registro indican que todos los trasteros del SBS fueron vaciados y abandonados hace más de veinte años. Ahora figuran como un espacio sin usar. —Hizo una pausa—. Todos excepto el SBS-13.
Anderson le arrebató la radio.
—Soy el jefe. ¿Qué quiere decir, todos
excepto
el SBS-13?
—Bueno, señor —respondió la voz—, tengo delante una nota manuscrita según la cual el SBS-13 es de uso «privado». Es una nota antigua, pero está escrita y firmada por el Arquitecto en persona.
Langdon sabía que el término «Arquitecto» no hacía referencia al hombre que había diseñado el Capitolio, sino al hombre que lo dirigía. Venía a ser el administrador general del edificio. El hombre designado como Arquitecto del Capitolio estaba a cargo de todo, incluido el mantenimiento, la restauración, la seguridad, la contratación de personal y la asignación de oficinas.
—Lo raro... —dijo la voz de la radio— es que la nota del Arquitecto indica que este «espacio privado» está reservado para uso de Peter Solomon.
Langdon, Sato y Anderson intercambiaron miradas de asombro.
—Imagino, señor —prosiguió la voz—, que el señor Solomon es quien tiene la llave principal del SBS, así como todas las llaves del SBS-13.
Langdon no podía creer lo que oía. «Peter tiene un despacho privado en el sótano del Capitolio.» Siempre había sabido que Peter tenía secretos, pero eso resultaba sorprendente incluso para Langdon.
—Está bien —dijo Anderson, claramente intranquilo—. Nos interesa acceder específicamente al SBS-13, así que sigan buscando la llave de repuesto.
—Así lo haré, señor. También estamos buscando la imagen digital que nos ha pedido...
—Gracias —lo interrumpió Anderson, presionando el botón y cortándolo—. Eso es todo. En cuanto lo tenga, envíe ese documento a la BlackBerry de la directora Sato.
—Comprendido, señor. —La radio quedó en silencio.
Anderson se la devolvió al guardia que tenía delante.
Éste extrajo una fotocopia de los planos del edificio y se la entregó a su jefe.
—El SBS está en gris, y hemos marcado la ubicación del SBS-13 con una «X», así que no debería costarles demasiado encontrarlo. Es un espacio más bien pequeño.
Anderson le dio las gracias al guardia y centró su atención en los planos mientras el joven se alejaba a toda prisa. Langdon también les echó un vistazo, sorprendido de ver el asombroso número de cubículos que conformaban el extraño laberinto que había debajo del Capitolio.
Anderson estudió un momento la fotocopia del plano y luego se la metió en el bolsillo. Volviéndose hacia la puerta SBS, levantó la llave, pero vaciló, incómodo ante la idea de abrirla. Langdon sentía recelos similares; no tenía ni idea de lo que había detrás de esa puerta, pero estaba seguro de que fuera lo que fuese aquello que Solomon hubiera escondido ahí dentro, quería mantenerlo en secreto. «Muy en secreto.»
Sato se aclaró la garganta, y Anderson captó el mensaje. El jefe respiró profundamente, insertó la llave e intentó girarla. Pero ésta no se movió. Por una fracción de segundo, Langdon esperó que ésa no fuera la llave correcta. Al volver a intentarlo, sin embargo, la cerradura cedió y Anderson pudo abrir la puerta.
La gruesa puerta se abrió con un chirrido y una ráfaga de aire húmedo invadió el pasillo.
Langdon miró hacia la oscuridad, pero no podía ver absolutamente nada.
—Profesor —dijo Anderson, volviéndose hacia Langdon mientras buscaba a tientas un interruptor—, respondiendo a su pregunta, la primera «S» de SBS no hace referencia al Senado, sino a «sub».
—¿Sub? —preguntó Langdon, desconcertado.
Anderson asintió y encendió el interruptor de la luz. Una solitaria bombilla iluminó una escalera exageradamente pronunciada que descendía hacia la más absoluta negrura.
—SBS es el subsótano del Capitolio.
El especialista en seguridad de sistemas Mark Zoubianis se iba hundiendo cada vez más profundamente en su futón mientras observaba con el ceño fruncido la información que aparecía en el monitor de su portátil.
«¿Qué maldita clase de dirección es ésta?»
Sus mejores herramientas parecían ser absolutamente ineficaces para acceder al documento o desenmascarar la misteriosa IP de Trish. El programa de Zoubianis llevaba diez minutos intentando en vano penetrar la red de
firewalls.
No había demasiadas esperanzas de que lo consiguiera. «No me extraña que paguen tan bien.» Estaba a punto de probar un nuevo programa y enfoque cuando sonó el teléfono.
«Por el amor de Dios, Trish, he dicho que te llamaría yo.» Silenció el partido y contestó al teléfono.
—¿Sí?
—¿Mark Zoubianis? —preguntó un hombre—. ¿Del 357 de Kingston Drive, en Washington?
Zoubianis advirtió voces apagadas de fondo. «¿Un teleoperador durante las eliminatorias? ¿Es que se han vuelto locos?»
—Deje que lo adivine: me ha tocado una semana en Anguila.
—No —respondió la voz sin el menor atisbo de humor—. Seguridad de sistemas de la Agencia Central de Inteligencia. Nos gustaría saber por qué está intentando usted acceder a una de nuestras bases de datos clasificadas.
Tres pisos por encima del subsótano del Capitolio, en los amplios espacios del centro de visitantes, el guardia de seguridad Núñez cerró las puertas principales como cada noche a esa hora. Al recorrer de vuelta la extensa superficie de mármol, se puso a pensar en el hombre vestido con el abrigo militar y los tatuajes.
«Lo he dejado entrar.» Núñez se preguntó si al día siguiente seguiría conservando el empleo.
Mientras se dirigía hacia la escalera mecánica, oyó que alguien aporreaba la puerta principal. Al volverse, Núñez pudo ver a un afroamericano ya mayor que golpeaba el vidrio con la palma abierta y le hacía señales para que le abriera.
Núñez negó con la cabeza y señaló su reloj.
El hombre volvió a aporrear la puerta y se colocó debajo de la luz. Iba inmaculadamente vestido con un traje azul y tenía el pelo gris muy corto. A Núñez se le aceleró el pulso. «Joder.» Incluso a esa distancia, había reconocido al hombre. Corrió hacia la entrada y abrió la puerta.
—Lo siento, señor. Entre, entre, por favor.
Warren Bellamy, el Arquitecto del Capitolio, cruzó el umbral y le dio las gracias a Núñez con una cortés inclinación de la cabeza. Bellamy era ágil y esbelto, de porte erecto y poseedor de una mirada penetrante que transmitía la seguridad de un hombre en pleno control de su entorno. Durante los últimos veinticinco años había desempeñado el cargo de supervisor del Capitolio.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor? —preguntó Núñez.
—Sí, gracias —Bellamy pronunció sus palabras con seca precisión. Procedía del nordeste y se había licenciado en una universidad de la Ivy League: su dicción era tan exacta que casi parecía británica—. Me acabo de enterar de que esta noche ha tenido lugar un incidente. —Parecía altamente preocupado.
—Sí, señor. Ha sido...
—¿Dónde está el jefe Anderson?
—En el sótano, con la directora de la Oficina de Seguridad de la CIA, Inoue Sato.
Los ojos de Bellamy se abrieron de par en par.
—¿Está aquí la CIA?
—Sí, señor. La directora Sato ha llegado casi inmediatamente después del incidente.
—¿Por qué? —inquirió Bellamy.
Núñez se encogió de hombros. «No se lo iba a preguntar.»
Bellamy fue directamente hacia la escalera mecánica.
—¿Dónde están?
—Han bajado al sótano. —Núñez fue detrás.
Bellamy se volvió con una expresión de alarma en el rostro.
—¿Al sótano? ¿Por qué?
—No lo sé..., lo he oído por la radio.
Bellamy aceleró el paso.
—Lléveme con ellos ahora mismo.
—Sí, señor.
Mientras los dos hombres cruzaban a toda prisa el amplio vestíbulo, Núñez vislumbró el gran anillo de oro que Bellamy llevaba en la mano.
El guardia de seguridad cogió su radio.
—Alertaré al jefe de su llegada.
—No —dijo Bellamy con un destello en los ojos—. Preferiría que no me anunciara.
Núñez había cometido algunos errores esa noche, pero no avisar a Anderson de la llegada al edificio del Arquitecto sería el último.
—¿Señor? —dijo, inquieto—. Creo que el jefe Anderson preferiría...
—¿Es usted consciente de que el señor Anderson trabaja para mí? —repuso Bellamy.
Núñez asintió.
—Entonces creo que él preferiría que obedeciera mis órdenes.
Al llegar al vestíbulo del SMSC, Trish Dunne se sorprendió. El invitado que la esperaba no tenía nada que ver con los librescos doctores vestidos de franela que solían visitar ese edificio, dedicados a la antropología, la oceanografía, la geología y demás campos científicos. Al contrario, el doctor Abaddon tenía un porte casi aristocrático con su traje de corte impecable. Era alto, de torso robusto, rostro bronceado y cabello rubio perfectamente peinado. Parecía alguien —pensó Trish— más acostumbrado al lujo que a los laboratorios.