Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
Anderson se la quedó mirando fijamente un largo rato. Luego cogió su radio y se la acercó a los labios.
—Aquí Anderson. Necesito que alguien abra el SBS.
La voz que contestó parecía confundida.
—¿Jefe, me puede confirmar que ha dicho SBS?
—Sí, correcto. SBS. Envíen a alguien inmediatamente. Y necesitaré una linterna. —Anderson volvió a guardar la radio. El corazón empezó a latirle con fuerza cuando Sato se acercó aún más a él.
—Jefe, no hay tiempo que perder —dijo, bajando el volumen de su voz—. Quiero que nos lleve al SBS-13 cuanto antes.
—Sí, señora.
—Y necesito que haga otra cosa.
«¿Además de asaltar un lugar?» Anderson no se hallaba en posición de protestar, pero no había pasado por alto que Sato había llegado apenas minutos después de que la mano de Peter apareció en la Rotonda, y que ahora estaba aprovechando esa situación para exigir acceso a una sección privada del Capitolio de Estados Unidos. Iba tan por delante que casi parecía que el camino lo delimitaba ella.
Sato hizo un gesto hacia el profesor, que se encontraba al otro lado de la sala.
—La bolsa que lleva al hombro.
Anderson le echó un vistazo.
—¿Qué le pasa?
—Imagino que su personal la ha pasado por rayos X cuando Langdon ha entrado en el edificio, ¿no?
—Por supuesto. Todas las bolsas son inspeccionadas.
—Quiero ver esos rayos X. Quiero saber lo que hay dentro de esa bolsa.
Anderson miró la bolsa de piel que Langdon había estado cargando toda la tarde.
—Pero... ¿no sería más fácil preguntárselo a él?
—¿Qué parte de mi petición no le ha quedado clara?
Anderson volvió a coger su radio y trasladó la petición de Sato. Asimismo, ésta le dio la dirección de su BlackBerry para que le dijera a su equipo que le enviaran por correo electrónico una copia digital de los rayos X en cuanto la localizaran. A regañadientes, Anderson hizo lo que le pedía.
El equipo de forenses estaba recogiendo la mano para el cuerpo de seguridad del Capitolio, pero Sato les ordenó que la entregaran directamente a su equipo en Langley. Anderson estaba demasiado cansado para protestar. Acababa de ser arrollado por una diminuta apisonadora japonesa.
—Y quiero el anillo —les dijo Sato a los forenses.
El técnico jefe pareció estar a punto de decirle algo, pero finalmente lo pensó mejor. Extrajo el anillo de oro de la mano de Peter, lo metió en una bolsa de plástico transparente y se lo dio a Sato. Ésta se lo metió en el bolsillo de su chaqueta y luego se volvió hacia Langdon.
—Nos vamos, profesor. Traiga sus cosas.
—¿Adonde vamos? —respondió él.
—Limítese a seguir al señor Anderson.
«Sí —pensó Anderson—, y que no se aleje demasiado.» El SBS era una sección del Capitolio que pocos visitaban. Para llegar a ella, debían pasar por un extenso laberinto de pequeñas cámaras y estrechos pasadizos que había debajo de la cripta. El hijo menor de Abraham Lincoln, Tad, se perdió una vez ahí abajo y estuvo a punto de morir. Anderson empezaba a sospechar que, si Sato se salía con la suya, Robert Langdon podría correr una suerte similar.
El especialista en seguridad de sistemas Mark Zoubianis siempre se había enorgullecido de su capacidad para hacer varias cosas a la vez. En ese momento, estaba sentado en su futón con el mando a distancia del televisor, un teléfono inalámbrico, un ordenador portátil, una PDA y un gran cuenco de aperitivos. Mientras tenía un ojo puesto en el partido —sin volumen— de los Redskins y otro en el ordenador, Zoubianis hablaba por sus auriculares
bluetooth
con una mujer de la que hacía un año que no sabía nada.
«Sólo a alguien como Trish Dunne se le podría ocurrir llamarme la noche de un partido de las eliminatorias.»
Confirmando una vez más su ineptitud social, su antigua colega había escogido el partido de los Redskins como el momento ideal para llamarlo y pedirle un favor. Tras un poco de charla trivial sobre los viejos tiempos y lo mucho que echaba de menos sus chistes, finalmente Trish le había contado lo que quería: estaba intentando desenmascarar una dirección IP oculta, probablemente perteneciente a un servidor del área de Washington. El servidor alojaba un pequeño documento de texto y ella quería acceder a él..., o al menos, obtener algún tipo de información sobre su dueño.
«La persona adecuada, el momento equivocado», le había contestado él. Entonces Trish había empezado a colmarlo de elogios, la mayoría de los cuales eran ciertos, y antes de que se diera cuenta, él ya estaba tecleando la extraña IP en su portátil.
Nada más ver el número, Zoubianis se sintió intranquilo.
—Trish, esa IP tiene un formato extraño. Está escrita en un protocolo que ni siquiera es todavía público. Probablemente se trate de algo relacionado con alguna agencia de inteligencia gubernamental o militar.
—¿Militar? —Trish se rió—. Créeme, acabo de acceder a un documento censurado de ese servidor, y no era militar.
Zoubianis abrió un emulador de terminal e intentó ejecutar un rastreador.
—¿Y dices que tu rastreador ha desaparecido?
—Sí. Dos veces. En el mismo salto.
—El mío también. —Abrió una sonda de diagnóstico y la ejecutó—. ¿Y qué tiene de interesante esta IP?
—He ejecutado un delegador que a través de un motor de búsqueda de esta IP ha accedido a un documento censurado. Necesito ver el resto del documento. No me importa pagar por él, pero no puedo averiguar quién es el dueño de la IP o cómo acceder a ella.
Con la mirada puesta en su pantalla, Zoubianis frunció el ceño.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? Estoy ejecutando un diagnóstico, y la codificación de este
firewall
parece... muy compleja.
—Por eso se te paga bien.
Zoubianis lo consideró. Le había ofrecido una fortuna por un trabajo muy fácil.
—Una pregunta, Trish. ¿Por qué estás tan interesada en esto?
Trish se quedó callada un momento.
—Es un favor para una amiga.
—Debe de tratarse de alguien muy especial.
—Lo es.
Zoubianis rió entre dientes y se mordió la lengua. «Lo sabía.»
—Mira —dijo Trish con impaciencia— ¿eres capaz de desenmascarar esa IP, sí o no?
—Sí, soy capaz. Y sí, sé que estás jugando conmigo.
—¿Cuánto tardarás?
—No demasiado —dijo, tecleando mientras hablaba—. Debería poder acceder a una máquina de su red dentro de unos diez minutos más o menos. En cuanto haya entrado y sepa lo que estoy buscando, te llamo.
—Te lo agradezco. Entonces, ¿te va todo bien?
«¿Ahora me lo pregunta?»
—Por el amor de Dios, Trish, ¿me llamas una noche en la que se juega un partido de las eliminatorias y ahora quieres charlar? ¿Quieres que localice esa IP o no?
—Gracias, Mark. Te lo agradezco. Espero tu llamada.
—Quince minutos.
Zoubianis colgó, cogió su cuenco de aperitivos y volvió a subir el volumen del televisor.
«Mujeres.»
«¿Adonde me llevan?»
Mientras se internaba con Anderson y Sato en las profundidades del Capitolio, Langdon sintió cómo, a cada peldaño que descendía, sus pulsaciones iban en aumento. Habían comenzado su viaje en el pórtico oeste de la Rotonda, luego habían descendido por una escalera de mármol y, tras cruzar un amplio portalón, habían entrado a la famosa cámara que había justo debajo del suelo de la Rotonda.
«La cripta del Capitolio.»
Aquí el aire estaba más cargado, y Langdon ya sentía claustrofobia. El techo bajo y la suave iluminación acentuaban la robusta circunferencia de las cuarenta columnas dóricas que soportaban el vasto suelo de piedra que tenían encima. «Relájate, Robert.»
—Por aquí —dijo Anderson, atravesando el amplio espacio circular con rapidez.
Afortunadamente, en esa cripta en particular no había cadáveres. Lo que contenía eran varias estatuas, una maqueta del Capitolio y una zona de almacenaje más baja en la que guardaban el catafalco de madera sobre el que se colocaban los ataúdes en los funerales de Estado. El grupo cruzó la cripta a toda prisa, sin detenerse siquiera a echarle un vistazo al compás de mármol de cuatro puntas que había en el centro de la sala, donde antaño había ardido la llama eterna.
Anderson parecía tener prisa y Sato había vuelto a enterrar la cabeza en su BlackBerry. Actualmente, había oído Langdon, la cobertura para teléfonos móviles alcanzaba todos los rincones del edificio del Capitolio para poder atender así los centenares de llamadas gubernamentales que cada día se realizaban en ese lugar.
Tras cruzar en diagonal la cripta, el grupo entró en un vestíbulo tenuemente iluminado y luego empezó a recorrer una serpenteante maraña de pasillos y callejones sin salida. Esa madriguera de pasadizos estaba repleta de puertas numeradas, en cada una de las cuales había un número identificativo. Langdon los fue leyendo a medida que pasaban por delante.
S-154..., S-153..., S-152...
Langdon no tenía ni idea de lo que había detrás de esas puertas, pero al menos una cosa parecía estar clara: el significado del tatuaje en la palma de la mano de Peter. SBS-13 debía de hacer referencia a una puerta numerada de las entrañas del edificio del Capitolio.
—¿Qué son todas estas puertas? —preguntó, apretando fuertemente la bolsa contra sus costillas y preguntándose cuál debía de ser la relación del pequeño paquete de Solomon con la puerta SBS-13.
—Despachos y trasteros —dijo Anderson—. Despachos y trasteros
privados
—añadió, lanzándole una mirada a Sato.
Ella ni siquiera levantó la mirad de su BlackBerry.
—Parecen pequeños —comentó Langdon.
—Poco más que armarios, la mayoría, lo cual no les impide ser algunos de los inmuebles más codiciados de Washington. Éste es el corazón del Capitolio original; la vieja Cámara del Senado se encuentra dos pisos por encima.
—¿Y el SBS-13? —preguntó Langdon—. ¿De quién es ese despacho?
—De nadie. El SBS es una zona privada de almacenaje, y debo decir que me sorprende que...
—Jefe Anderson —lo interrumpió Sato sin levantar la mirada de su BlackBerry—. Limítese a llevarnos allí, por favor.
Anderson apretó la mandíbula y los guió en silencio por lo que ahora parecía un híbrido entre unas instalaciones de guardamuebles y un laberinto épico. En casi cada pared había letreros que apuntaban a un lado y a otro, aparentemente para indicar la situación de bloques de oficinas específicas en la red de pasillos.
S-142 a S-152...
TS-1 a TS-170...
R-l a R-166 y TR-1 a TR-67...
Langdon dudaba que pudiera volver a encontrar el camino de salida él solo. «Este lugar es un laberinto.» Por lo que había podido deducir, los números de las oficinas comenzaban por «S» o «R», dependiendo del lado del edificio en el que estaban, si el del Senado o el de los Representantes. Las áreas designadas con TS y TR parecía que estaban en un nivel que Anderson llamaba «nivel de la terraza».
«Pero todavía ninguna señal del SBS.»
Finalmente llegaron a una gruesa puerta de seguridad de acero con una ranura para la tarjeta de acceso.
nivel
SS
Langdon tuvo la impresión de que se estaban acercando.
Al coger su tarjeta, Anderson vaciló, incómodo con las exigencias de Sato.
—Jefe —lo urgió Sato—. No tenemos toda la noche.
A regañadientes, Anderson insertó su llave. La puerta de acero se abrió y entraron en el vestíbulo que había detrás. Luego la gruesa puerta se volvió a cerrar a sus espaldas.
Langdon no estaba seguro de lo que esperaba encontrarse en ese vestíbulo, pero lo que tenía delante seguro que no. Ante sí tenían una escalera que descendía todavía más.
—¿Seguimos bajando? —dijo, deteniéndose en seco—. ¿Hay un nivel por debajo de la cripta?
—Sí —dijo Anderson—. SS quiere decir sótano del Senado.
Langdon dejó escapar un gruñido. «Fantástico.»
Los faros que iluminaron el arbolado acceso al SMSC eran los primeros que el guardia veía en la última hora. Se apresuró a bajar el volumen de su televisor portátil y a esconder los aperitivos que estaba comiendo bajo el mostrador. «Mal momento.» Los Redskins estaban completando el
drive
inicial y no quería perdérselo.
Mientras el coche se acercaba, el guardia comprobó el nombre que había escrito en su libreta.
«Doctor Christopher Abaddon.»
Katherine Solomon acababa de llamar para avisar a seguridad de la inminente llegada de ese invitado. El guardia no tenía ni idea de quién podía ser ese doctor, pero debía de ser muy bueno en lo suyo para ir en una limusina negra como ésa. El largo y elegante vehículo se detuvo frente a la caseta del guardia y la ventanilla tintada se bajó silenciosamente.
—Buenas noches —dijo el chófer, quitándose la gorra. Era un hombre robusto con la cabeza afeitada. Tenía el partido puesto en la radio.
—El doctor Christopher para la señora Katherine Solomon.
El guardia asintió.
—Identificación, por favor.
El chófer pareció sorprenderse.
—Disculpe, ¿no ha llamado la señora Solomon?
El guardia asintió, echándole al mismo tiempo un rápido vistazo al televisor.
—Pero aun así debo revisar y registrar la identificación del visitante. Lo siento, son las normas. Necesito ver la identificación del doctor.
—No hay problema. —El chófer se volvió en su asiento y se puso a hablar en voz baja por la ventanilla interior del coche. Mientras lo hacía, el guardia le echó otro vistazo al partido. Los Redskins ya habían terminado su
huddle;
él esperaba que la limusina hubiera pasado antes de que comenzara la siguiente jugada.
El chófer se volvió de nuevo hacia el guardia y le tendió el documento identificativo que supuestamente le acababan de dar por la ventanilla interior. El carnet de conducir pertenecía a un tal Christopher Abaddon, de Kalorama Heights. En la fotografía se veía a un apuesto caballero rubio con un
blazer
azul, corbata y pañuelo en el bolsillo del pecho. «¿Quién diablos va al Departamento de Tráfico con un pañuelo en el bolsillo?»
Se oyó una apagada ovación proveniente del televisor, y el guardia se volvió justo a tiempo para ver a un jugador de los Redskins bailando en un extremo del campo con el dedo índice apuntando al cielo. «Me lo he perdido», refunfuñó para sí el guardia mientras se volvía hacia la ventanilla.