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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (15 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—¿Ha dicho que es su
médico?
—preguntó ella.

«¿Me está ocultando Peter alguna enfermedad?»

Se hizo un oneroso silencio.

—Lo siento mucho, pero está claro que acabo de cometer una grave equivocación profesional al llamarla. Su hermano me había dicho que usted estaba al tanto de sus visitas, pero ahora veo que no es así.

«¿Mi hermano ha engañado a su médico?» La preocupación de Katherine no hacía más que ir en aumento.

—¿Está enfermo?

—Lo siento, señora Solomon, la confidencialidad entre médico y paciente me impide comentar con usted la condición de su hermano, ya he dicho demasiado al admitir que es mi paciente. Ahora voy a colgar, pero si tiene alguna noticia suya, por favor, dígale que me llame para que sepa que está bien.

—¡Espere! —exclamó Katherine—. ¡Por favor, dígame qué le pasa a Peter!

El doctor Abaddon dio un resoplido, molesto por su equivocación.

—Señora Solomon, puedo advertir su inquietud, y no la culpo. Estoy seguro de que su hermano está bien. Ayer mismo vino a mi consulta.

—¿Ayer? ¿Y volvía a tener hora para hoy? Parece algo urgente.

El hombre dejó escapar un suspiro.

—Sugiero que le demos un poco más de tiempo antes de...

—Voy a ir a su consulta ahora mismo —dijo Katherine, dirigiéndose a la puerta—. ¿Dónde se encuentra?

Silencio.

—¿Doctor Christopher Abaddon? —dijo Katherine—. Puedo buscar yo misma su dirección o me la puede dar usted. Sea como sea, voy a ir a verlo.

El médico se quedó un momento callado.

—Si me encuentro con usted, señora Solomon, espero que me haga el favor de no decirle nada a su hermano hasta que yo haya tenido la oportunidad de explicarle mi metedura de pata.

—Me parece bien.

—Gracias. Mi consulta se encuentra en Kalorama Heights —dijo él, y le dio una dirección.

Veinte minutos después, Katherine llegaba a las señoriales calles de Kalorama Heights. Había llamado a todos los números de teléfono de su hermano, sin éxito. No estaba excesivamente preocupada por su paradero, pero la noticia de que había estado viendo a un médico en secreto...

Cuando finalmente localizó la dirección, se sintió algo confundida al ver el edificio. «¿Hay una consulta de médico en este edificio?»

La opulenta mansión tenía una verja de seguridad de hierro forjado, cámaras electrónicas y suntuosos jardines. Al aminorar la marcha para comprobar la dirección, una de las cámaras de seguridad rotó en su dirección y la puerta se abrió. Con indecisión, Katherine cogió el camino de entrada y aparcó junto a un garaje en el que había cinco coches y una larga limusina.

«¿Qué clase de médico es ese tipo?»

Al salir del coche, la puerta principal de la mansión se abrió, y una elegante figura salió a recibirla. Era apuesto, excepcionalmente alto, y más joven de lo que había imaginado. A pesar de ello, proyectaba la sofisticación y el refinamiento de un hombre mayor. Iba impecablemente vestido con un traje y una corbata oscuros, y llevaba su espesa cabellera rubia inmaculadamente peinada.

—Señora Solomon, soy el doctor Christopher Abaddon —dijo con voz susurrante.

Al darle la mano, ella advirtió la suavidad de su cuidada piel.

—Katherine Solomon —respondió, intentando no mirar fijamente su tez, inusualmente suave y bronceada.

«¿Lleva maquillaje?»

Katherine sintió una creciente inquietud al entrar en el elegante vestíbulo de la casa. De fondo se oía música clásica y olía como si alguien hubiera estado quemando incienso.

—Un lugar encantador —dijo ella—, aunque me esperaba algo más... oficinesco.

—Tengo la suerte de poder trabajar en casa. —El hombre la condujo a un salón en el que había una crepitante chimenea—. Póngase cómoda, por favor. Estoy haciendo un poco de té. Lo traeré y hablaremos —y a grandes zancadas desapareció en dirección a la cocina.

Katherine Solomon no se sentó. La intuición femenina era un poderoso instinto al que había aprendido a hacer caso, y había algo en ese lugar que le daba repelús. No se parecía a ninguna otra consulta de médico que hubiera visto con anterioridad. Las paredes de ese salón decorado con antigüedades estaban repletas de arte clásico, básicamente pinturas de extraña temática mítica. Se detuvo ante un gran cuadro en el que aparecían las tres Gracias, cuyos cuerpos desnudos se reproducían con vividos colores.

—Se trata del óleo original de Michael Parkes —el doctor Abaddon apareció inesperadamente detrás de ella, con una bandeja de humeante té en las manos—. ¿Le parece bien que nos sentemos junto al fuego?

La condujo al salón y le ofreció asiento.

—No hay razón para estar nerviosa.

—No estoy nerviosa —dijo Katherine con demasiada rapidez.

Él le sonrió tranquilizadoramente.

—En realidad, es mi trabajo saber cuándo la gente está nerviosa.

—¿Cómo dice?

—Soy psiquiatra, señora Solomon. Ésa es mi profesión. Llevo viendo a su hermano desde hace casi un año. Soy su terapeuta.

Katherine permaneció con la mirada inmóvil. «¿Mi hermano acude a un psiquiatra?»

—Con frecuencia, los pacientes prefieren no decírselo a nadie —señaló el hombre—. Cometí una equivocación al llamarla a usted, aunque en mi defensa debo decir que su hermano me engañó.

—Yo... no tenía ni idea.

—Le pido disculpas si la he puesto nerviosa —dijo él en un tono avergonzado—. He advertido cómo me miraba la cara cuando nos hemos visto, y sí, llevo maquillaje —se tocó tímidamente la mejilla—. Tengo un problema dermatológico del que prefiero no hablar. Mi esposa es quien suele aplicarme el maquillaje, pero cuando ella no está, dependo de mis torpes manos.

Katherine asintió, demasiado avergonzada para decir nada.

—Y esta maravillosa cabellera... —se tocó su exuberante melena rubia— es una peluca. El problema dermatológico afectó a los folículos del cuero cabelludo, y mi pelo abandonó el barco. —Se encogió de hombros—. Me temo que mi único pecado es la vanidad.

—Y, al parecer, el mío es la grosería —dijo Katherine.

—Para nada —la sonrisa del doctor Abaddon era cautivadora—. ¿Empezamos? ¿Quizá con un poco de té?

Se sentaron frente al fuego y Abaddon sirvió el té.

—Es una costumbre que he adquirido de su hermano, la de servir té durante nuestras sesiones. Me dijo que los Solomon son grandes bebedores de té.

—Es una tradición familiar —dijo Katherine—. Solo, por favor.

Durante unos minutos se limitaron a beber té y a charlar de trivialidades. Katherine, sin embargo, estaba impaciente por saber algo de Peter.

—¿Por qué viene a verlo mi hermano? —preguntó.

«¿Y por qué él nunca me lo ha dicho?»

Ciertamente, Peter había sufrido grandes tragedias en su vida: había perdido a su padre de niño y, más adelante, en un período de cinco años, enterró a su único hijo y a su madre. A pesar de todo eso, Peter siempre había conseguido tirar adelante.

El doctor Abaddon dio un sorbo a su té.

—Su hermano viene a verme porque confía en mí. Tenemos un vínculo mayor que el habitual entre paciente y médico —señaló un documento enmarcado que colgaba junto a la chimenea.

Katherine lo tomó por un diploma, hasta que divisó el fénix bicéfalo.

—¿Es usted masón?

«Del grado más alto, además.»

—Podríamos decir que Peter y yo somos hermanos.

—Debe de haber hecho usted algo realmente importante para ser invitado al trigésimo tercer grado.

—En realidad, no —dijo él—. Provengo de una familia adinerada, y dono grandes cantidades a organizaciones de beneficencia masónicas.

Katherine se dio cuenta de por qué su hermano confiaba en ese joven médico. «¿Un masón de familia adinerada, interesado en la filantropía y la mitología antigua?» El doctor Abaddon tenía más en común con Peter de lo que había imaginado inicialmente.

—Cuando le he preguntado por qué mi hermano viene a verlo —dijo ella—, no me refería a por qué lo escogió a usted, sino a la razón por la que visita a un psiquiatra.

El doctor Abaddon sonrió.

—Sí, lo sé. Estaba intentando esquivar educadamente la cuestión. Es algo sobre lo que no debería hablar —hizo una pausa—, aunque he de decir que me sorprende que su hermano no le haya comentado nuestros encuentros, sobre todo teniendo en cuenta lo relacionados que están con su investigación.

—¿Mi investigación? —dijo Katherine, a quien ese comentario había cogido desprevenida.

«¿Mi hermano ha hablado con alguien sobre mi investigación?»

—No hace mucho, su hermano vino a mí en busca de opinión profesional acerca del impacto psicológico de los descubrimientos que estaba haciendo usted en su laboratorio.

Katherine estuvo a punto de atragantarse con el té.

—¿De veras? Me... sorprende —consiguió decir.

«¿En qué estaría pensando Peter? ¡¿Ha hablado con este psiquiatra sobre mi trabajo?!» El protocolo de seguridad de ambos implicaba no hablar con
nadie
acerca de las investigaciones que realizaba Katherine. Es más, la confidencialidad había sido idea de su hermano.

—Sin duda sabe usted, señora Solomon, que su hermano está profundamente preocupado por las repercusiones que tendrá su investigación cuando se haga pública. Ve el potencial de un significativo cambio filosófico en el mundo..., y vino aquí a discutir las posibles ramificaciones... desde una perspectiva
psicológica.

—Ya veo —dijo Katherine, cuya taza de té temblaba ligeramente.

—Las cuestiones que tratamos son todo un desafío: ¿qué ocurriría si al ser humano le fueran finalmente revelados los grandes misterios de la vida? ¿Y si de repente se demuestra categóricamente la existencia factual de esas creencias que aceptamos mediante la fe? ¿O, por el contrario, que no son más que un mito? Quizá hay cuestiones que es mejor que permanezcan sin contestar.

Katherine no se podía creer lo que estaba oyendo, pero mantuvo sus emociones bajo control.

—Espero que no le importe, doctor Abaddon, pero preferiría no comentar los detalles de mi trabajo. No tengo planes inmediatos de hacer nada público. Por el momento, mis descubrimientos permanecerán a salvo en mi laboratorio.

—Interesante —Abaddon se reclinó en su sillón, momentáneamente ensimismado—. En cualquier caso, le había pedido a su hermano que viniera hoy porque ayer sufrió una especie de crisis. Cuando eso ocurre, me gusta que mis clientes...

—¿Crisis?
—El corazón de Katherine latía con fuerza—. ¿Se refiere a una crisis nerviosa? —No se podía imaginar a su hermano sufriendo ningún tipo de ataque.

El doctor Abaddon extendió los brazos.

—Tranquilícese, por favor, no era mi intención disgustarla. Lo siento. Entiendo que, a tenor de estas extrañas circunstancias, debe de sentir usted la necesidad de obtener respuestas.

—Independientemente de lo que sienta —dijo Katherine—, mi hermano es el único pariente que tengo. Nadie lo conoce mejor que yo, así que si usted me cuenta qué diablos le ha pasado, quizá pueda ayudarlo. Todos queremos lo mismo, lo mejor para Peter.

El doctor Abaddon permaneció largo rato en silencio y al cabo empezó a asentir lentamente, como si el comentario de Katherine hubiera sido de gran pertinencia. Finalmente habló.

—Que quede constancia, señora Solomon, de que si comparto esta información con usted es únicamente porque creo que sus observaciones me pueden ser útiles para ayudar a su hermano.

—Por supuesto.

Abaddon se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre las rodillas.

—Señora Solomon, al empezar a tratar a su hermano, advertí en él unos profundos sentimientos de culpa. Nunca le pregunté al respecto porque ésa no era la razón por la que me visitaba. Sin embargo, ayer, por razones que no vienen al caso, finalmente lo hice —Abaddon la miraba directamente a los ojos—. Al fin su hermano se abrió, de un modo más bien dramático e inesperado. Me contó cosas que yo no esperaba oír..., entre ellas, todo lo que sucedió la noche en que su madre murió.

«En navidades, hacía casi diez años. Murió en mis brazos.»

—Me contó que a su madre la asesinaron durante un intento de robo en su casa. Que un hombre entró en busca de algo que supuestamente su hermano tenía escondido.

—Así es.

Los ojos de Abaddon la escrutaban con atención.

—Su hermano me contó que mató al hombre de un disparo.

—Sí.

Abaddon se acarició la barbilla.

—¿Recuerda qué buscaba el intruso que entró en su casa?

Katherine llevaba diez años intentando en vano bloquear esos recuerdos.

—Sí, su petición fue muy específica. Desafortunadamente, nadie sabía de qué nos estaba hablando. No entendimos a qué se refería.

—Bueno, parece que su hermano sí.

—¿Cómo? —Katherine se incorporó.

—Según lo que me contó ayer, Peter sabía exactamente lo que buscaba el intruso. Pero no quería dárselo, así que fingió que no sabía de qué le estaba hablando.

—Eso es absurdo. Es imposible que Peter supiera qué quería el intruso. ¡Sus exigencias no tenían sentido!

—Interesante. —El doctor Abaddon se quedó un momento callado y tomó unas pocas notas—. Como he mencionado, sin embargo, Peter me dijo que

lo sabía. Su hermano cree que, si hubiera cooperado con el intruso, ahora su madre estaría viva. Esa decisión es la raíz de todo su sentimiento de culpa.

Katherine negó con la cabeza.

—Eso es una locura...

Abaddon se reclinó en su sillón con expresión atribulada.

—Señora Solomon, sus comentarios me han sido de gran utilidad. Como temía, su hermano parece haber sufrido una pequeña crisis. Debo admitir que era lo que esperaba. Por eso le he pedido que viniera hoy. Ese tipo de trastornos son habituales cuando están relacionados con recuerdos traumáticos.

Katherine volvió a negar con la cabeza.

—Peter no sufre ningún tipo de trastorno, doctor Abaddon.

—Me gustaría estar de acuerdo, pero...

—Pero ¿qué?

—El relato del ataque no era más que el principio..., una parte muy pequeña de la larga y descabellada historia que me contó.

Katherine se inclinó hacia adelante en su sillón.

—¿Qué le contó Peter?

Abaddon sonrió.

—Deje que le haga una pregunta, señora Solomon. ¿Le ha hablado alguna vez su hermano de lo que él piensa que se esconde aquí en Washington..., o de su papel como protector del gran tesoro..., de la sabiduría perdida?

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