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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (12 page)

BOOK: El símbolo perdido
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Katherine se quedó impresionada.

—Procesamiento en paralelo.

«Una especie de metasistema.»

—Ya te avisaré si obtengo algo.

—Te lo agradezco, Trish —Katherine le dio una palmadita en la espalda y se dirigió hacia la puerta—. Estaré en la biblioteca.

Trish se acomodó para escribir el programa. Codificar una araña de búsqueda era una tarea menor, muy por debajo de su cualificación, pero a Trish Dunne no le importaba. Haría cualquier cosa por Katherine Solomon. A veces Trish no se podía creer la suerte que había tenido de recalar allí.

«Has pasado por muchas cosas, chica.»

Hacía apenas un año, Trish había dejado su trabajo de analista de metasistemas en una de las muchas granjas de cubículos de la industria de la alta tecnología. En sus horas libres empezó a hacer trabajos
freelance
de programación, y comenzó a escribir un
blog
profesional —«Futuras aplicaciones en análisis de metasistemas computacionales»—, aunque dudaba que le interesara a nadie. Hasta que una tarde recibió una llamada.

—¿Trish Dunne? —preguntó educadamente una mujer.

—Sí, ¿quién llama?

—Mi nombre es Katherine Solomon.

Trish estuvo a punto de desmayarse.
«¿Katherine Solomon?»

—¡Acabo de leer su libro,
Ciencia noética: vía de entrada moderna al saber de la antigüedad,
y he escrito sobre él en mi
blog
!

—Sí, lo sé —respondió cortésmente la mujer—. Por eso la llamo.

«Claro —se dio cuenta Trish, sintiéndose idiota—. Incluso los científicos brillantes se buscan en Google.»

—Su
blog
me ha intrigado —le dijo Katherine—. No sabía que la creación de metasistemas había avanzado tanto.

—Sí, señora —se las arregló para decir Trish, anonadada—. La modelación de datos es una tecnología en expansión y con aplicaciones de gran alcance.

Las dos mujeres estuvieron varios minutos charlando sobre el trabajo de Trish en metasistemas, comentando su experiencia analizando, modelando y prediciendo el flujo de campos de datos.

—Obviamente, su libro está muy por encima de mis conocimientos —dijo Trish—, pero he entendido lo suficiente para advertir un punto de contacto con mi trabajo en metasistemas.

—En su
blog
dice usted que la creación de metasistemas puede transformar el estudio de la ciencia noética.

—Sin duda alguna. Creo que los metasistemas podrían convertirla en una verdadera ciencia.

—¿Verdadera
ciencia? —Katherine endureció ligeramente su tono—. ¿En oposición a... ?

«Mierda, eso no ha sonado bien.»

—Hum, no, lo que quería decir era que la ciencia noética es más... esotérica.

Katherine se rió.

—Relájese, estoy bromeando. Me suelen decir cosas parecidas.

«No me sorprende», pensó Trish. Incluso el Instituto de Ciencias Noéticas de California describía el campo con un lenguaje arcano y abstruso, definiéndolo como el estudio del «acceso directo e inmediato al saber más allá de lo que está disponible para nuestros sentidos normales y poder de la razón».

La palabra «noética», había descubierto Trish, derivaba del griego antiguo
nous,
que se podía traducir como «conocimiento interior» o «conciencia intuitiva».

—Estoy interesada en su trabajo en metasistemas —dijo Katherine—, y en su posible relación con un proyecto en el que estoy trabajando. ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos? Me encantaría que me expusiera sus ideas.

«¿Katherine quiere que le exponga mis ideas?» Era como si Maria Sharapova le pidiera consejos sobre tenis.

Al día siguiente, un Volvo blanco aparcó en la entrada de Trish y de él salió una atractiva mujer vestida con unos pantalones vaqueros de color azul. De inmediato, Trish sintió que empequeñecía. «Genial —gruñó—. Inteligente, rica y delgada; ¿y encima debo pensar que Dios es bueno?» Las maneras sencillas de Katherine en seguida hicieron que Trish se sintiera cómoda.

Ambas se sentaron en el enorme porche trasero de la casa de Trish, con vistas a unos terrenos impresionantes.

—Su casa es increíble —dijo Katherine.

—Gracias. Tuve suerte y en la universidad licencié un
software
que había escrito.

—¿Algo de metasistemas?

—Un precursor de los metasistemas. Con posterioridad al 11 de septiembre, el gobierno se dedicó a interceptar y revisar enormes campos de datos (correos electrónicos de particulares, teléfonos móviles, faxes, textos, páginas web) en busca de palabras clave asociadas con comunicaciones terroristas. Así pues, decidí escribir un
software
que les permitiera procesar sus campos de datos de otra forma..., obteniendo de ellos un resultado adicional. —Sonrió—. Esencialmente, mi
software
les permitía tomar la temperatura de Norteamérica.

—¿Cómo dice?

Trish se rió.

—Sí, parece una locura, ya lo sé. Lo que quiero decir es que cuantificaba el estado «emocional» de la nación. Ofrecía una especie de barómetro de su conciencia cósmica, si lo prefiere.

Trish le explicó cómo, utilizando un campo de datos de las comunicaciones de la nación, uno podía evaluar el «estado de ánimo» de la nación a partir de la «densidad» de ciertas palabras clave e indicadores emocionales en el campo de datos. En tiempos felices se usaba un lenguaje feliz, y en tiempos de tensión, lo contrario. En caso, por ejemplo, de un ataque terrorista, el gobierno podía utilizar los campos de datos para medir el cambio que se produjera en la psique norteamericana y aconsejar mejor al presidente sobre el impacto emocional del ataque.

—Fascinante —dijo Katherine, acariciándose la barbilla—. De modo que, en esencia, su
software
permite examinar a todos los individuos de una población... como si fueran un único organismo.

—Exactamente. Un «metasistema». Una entidad única definida por la suma de sus partes. El cuerpo humano, por ejemplo, está formado por millones de células individuales, cada una de las cuales tiene diferentes atributos y propósitos, pero eso no le impide funcionar como una entidad única.

Katherine asintió entusiasmada.

—Como una bandada de pájaros o un banco de peces moviéndose a la vez. Lo llamamos convergencia o entrelazamiento.

Trish advirtió que su famosa invitada estaba comenzando a ver el potencial de la programación de metasistemas en el campo de la ciencia noética.

—Diseñé mi
software
—explicó Trish— para ayudar a las agencias gubernamentales a evaluar mejor y responder más adecuadamente a crisis de gran escala: pandemias, tragedias nacionales, terrorismo, ese tipo de cosas. —Hizo una pausa—. Por supuesto, siempre existe la posibilidad de que sea utilizado de otro modo..., quizá para hacer una radiografía del sentir nacional y predecir el resultado de unas elecciones nacionales, o la dirección en la que el mercado de valores se moverá al abrir.

—Parece poderoso.

Trish la acompañó hacia su gran casa.

—Eso mismo le pareció al
gobierno.

Los ojos grises de Katherine se posaron directamente sobre ella.

—Trish, ¿puedo preguntarle acerca del dilema ético que plantea su trabajo?

—¿A qué se refiere?

—A que ha creado usted un
software
del que fácilmente se puede abusar. Aquellos que lo poseen tienen acceso a una poderosa información no disponible para todo el mundo. ¿No vaciló en ningún momento cuando lo creó?

Trish ni siquiera parpadeó.

—Para nada. Mi
software
no es distinto de, digamos..., un simulador de vuelo. A algunos usuarios les servirá para practicar vuelos de misiones de ayuda en países en vías de desarrollo; a otros, para aprender a dirigir aviones de pasajeros contra rascacielos. El conocimiento es una herramienta, y como todas las herramientas, su impacto está en manos del usuario.

Katherine se reclinó, impresionada por la respuesta.

—Deje que le plantee una cuestión hipotética.

De repente, Trish tuvo la sensación de que su conversación había pasado a ser una entrevista de trabajo.

Katherine se inclinó, recogió un minúsculo grano de arena del suelo y lo sostuvo en alto para que Trish lo pudiera ver.

—Se me ha ocurrido —dijo— que básicamente su trabajo en metasistemas permite calcular el peso de toda una playa... pesándola grano a grano.

—Sí, básicamente se trata de eso.

—Como sabe, este pequeño grano de arena tiene
masa.
Una masa muy pequeña, pero masa al fin y al cabo.

Trish asintió.

—Y debido a esa masa, este grano de arena ejerce
gravedad.
De nuevo, mínima, pero ahí está.

—Así es.

—Bueno —prosiguió Katherine—, si cogemos trillones de granos de arena y dejamos que se atraigan entre sí hasta formar, digamos..., la Luna, su gravedad combinada será suficiente para mover océanos y arrastrar de acá para allá las mareas de nuestro planeta.

Trish no tenía ni idea de adonde quería ir a parar, pero le gustaba lo que estaba oyendo.

—Hagamos, pues, una hipótesis —dijo Katherine, soltando el grano de arena—. ¿Y si le dijera que un pensamiento..., cualquier pequeña idea que se forme en su mente..., en realidad tiene
masa?
¿Y si le dijera que los pensamientos son
cosas,
entidades mensurables, con masa cuantificable? ¿Cuáles serían las implicaciones?

—¿Hipotéticamente hablando? Bueno, las implicaciones obvias serían... Si un pensamiento tuviera masa, entonces ejercería gravedad y podría atraer cosas hacia sí.

Katherine sonrió.

—Es usted buena. Ahora demos un paso más. ¿Qué ocurriría si mucha gente focalizara en su mente un mismo pensamiento? Todas las manifestaciones de ese mismo pensamiento empezarían a fundirse en una sola, y la masa acumulativa de ese pensamiento comenzaría a crecer. Y, con ello, aumentaría asimismo su gravedad.

—Ajá.

—Lo que significa que..., si suficientes personas empezaran a pensar lo mismo, la fuerza gravitacional de ese pensamiento se volvería tangible..., y ejercería una fuerza —Katherine guiñó un ojo— que podría tener un efecto cuantificable en nuestro mundo físico.

Capítulo 19

La directora Inoue Sato permanecía con los brazos cruzados, mirando con escepticismo a Langdon, mientras procesaba lo que éste le acababa de contar.

—¿El hombre le ha dicho que quiere que usted le abra un antiguo portal? ¿Qué se supone que debo hacer con
eso,
profesor?

Langdon se encogió débilmente de hombros. Volvía a sentir náuseas e intentó no bajar la mirada hacia la mano cercenada de su amigo.

—Eso es exactamente lo que me ha dicho. Un antiguo portal... oculto en algún lugar de este edificio. Yo le he contestado que no sabía nada de ningún portal.

—Entonces, ¿por qué cree que
usted
puede encontrarlo?

—Obviamente, está loco.

«Ha dicho que Peter me señalaría el camino.» Langdon bajó la mirada hacia los extendidos dedos de Peter, asqueado por el sádico juego de palabras de su captor: «Peter le indicará el camino.» Langdon ya había dejado que su mirada siguiera la dirección que señalaba el dedo hasta la cúpula. «¿Un portal? ¿Ahí arriba? Es descabellado.»

—El hombre que me ha llamado —le dijo a Sato— era el único que sabía que yo iba a venir al Capitolio esta noche, de modo que quien le haya informado a usted de mi presencia aquí esta noche es su hombre. Le recomiendo...

—De dónde he obtenido yo mi información no es cosa suya —lo interrumpió Sato, endureciendo la voz—. Mi prioridad en estos momentos es cooperar con ese hombre, y la información que poseo sugiere que usted es la única persona que puede darle lo que quiere.

—Y mi prioridad es encontrar a mi amigo —respondió Langdon, frustrado.

Sato respiró profundamente. Estaba claro que se estaba poniendo a prueba su paciencia.

—Si queremos encontrar al señor Solomon, profesor, sólo podemos hacer una cosa: empezar a cooperar con la única persona que parece saber dónde está. —Sato miró la hora—. Tenemos poco tiempo. Le puedo asegurar que es imprescindible que cumplamos las exigencias de ese hombre cuanto antes.

—¿Cómo? —preguntó Langdon, incrédulo—. ¿Localizando y abriendo un antiguo portal? No hay ningún portal, directora Sato. Ese tipo es un lunático.

Sato se acercó a menos de medio metro de Langdon.

—Si no le importa que se lo recuerde..., esta mañana su
lunático
ha manipulado hábilmente a dos individuos de inteligencia contrastada. —Se quedó mirando fijamente a Langdon y luego se volvió hacia Anderson—. En mi campo he aprendido que la frontera entre demencia y genialidad es muy fina. Haríamos bien en mostrar algo de respeto por ese hombre.

—¡Le ha
cortado
la mano a una persona!

—Lo que no hace sino corroborar mis palabras. Difílmente es ése el acto de un individuo descuidado o vacilante. Y lo que es más importante, profesor, obviamente ese hombre cree que puede usted ayudarlo. Lo ha traído hasta Washington, y debe de haberlo hecho por alguna razón.

—La única razón por la que piensa que yo puedo abrir ese «portal» es que Peter le ha dicho que puedo hacerlo —replicó Langdon.

—¿Y por qué Peter Solomon habría de decir eso si no fuera cierto?

—Estoy seguro de que Peter no ha dicho nada parecido. Y si lo ha hecho, ha sido bajo coacción. Debía de estar confundido... o asustado.

—Sí. El uso de la tortura en los interrogatorios es bastante efectivo, razón de más para que el señor Solomon dijera la verdad. —Sato hablaba como si tuviera experiencia personal al respecto—. ¿Le ha explicado por qué Peter piensa que sólo usted puede abrir el portal?

Langdon negó con la cabeza.

—Profesor, si la reputación que los precede es correcta, tanto usted como Peter Solomon comparten un interés por ese tipo de cosas: secretos, historia esotérica, misticismo y demás. En todas sus conversaciones con Peter, ¿nunca le ha mencionado nada acerca de un portal secreto en Washington?

Langdon apenas podía creer que un alto oficial de la CIA le estuviera haciendo esa pregunta.

—Estoy seguro. Peter y yo solemos hablar de cosas bastante arcanas, pero créame, le habría dicho que se lo hiciera mirar si alguna vez me hubiera contado que hay un antiguo portal escondido en algún lugar. Sobre todo si se trata de uno que conduce a los antiguos misterios.

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