Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
Katherine se quedó con la boca abierta.
—¿De qué diablos está usted hablando?
El doctor Abaddon dejó escapar un largo suspiro.
—Lo que le voy a contar resulta un poco chocante, Katherine. —Se detuvo y la miró directamente a los ojos—. Pero sería de gran ayuda que me dijera
cualquier
cosa que sepa al respecto. —Estiró el brazo para coger su taza—. ¿Más té?
«Otro tatuaje.»
Langdon se arrodilló con inquietud junto a la palma abierta y examinó los siete pequeños símbolos que habían permanecido ocultos bajo los dedos cerrados e inertes.
—Parecen números —dijo, sorprendido—. Pero no los reconozco.
—El primero es un numeral romano —señaló Anderson.
—En realidad, no —lo corrigió Langdon—. El numeral romano
iiix
no existe. Sería
VII
.
—¿Y qué hay de los demás? —preguntó Sato.
—No estoy seguro. Parece que pone cinco, ocho, cinco en números arábigos.
—¿Arábigos? —inquirió Anderson—. A mí me parecen números
normales.
—Nuestros números normales son arábigos.
Langdon estaba tan acostumbrado a aclararles ese punto a sus alumnos que había llegado incluso a preparar una conferencia sobre los avances científicos de las antiguas culturas de Oriente Medio, entre las cuales estaban nuestro sistema numérico moderno, cuyas ventajas sobre los numerales romanos incluían la «rotación posicional» y la invención del número cero. Por supuesto, Langdon siempre terminaba su conferencia con un recordatorio de que la cultura árabe también le había legado a la humanidad la palabra
al-kuhl,
origen de «alcohol», la bebida favorita de los estudiantes de primer año de Harvard.
Langdon examinó el tatuaje, desconcertado.
—Ni siquiera estoy seguro del cinco, ocho, cinco. El aspecto de la escritura rectilínea es inusual. Puede que no sean números.
—¿Y entonces qué son? —preguntó Sato.
—No estoy seguro. El tatuaje parece casi... rúnico.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Los alfabetos rúnicos están compuestos exclusivamente de líneas rectas. Sus letras se llaman runas y se solían utilizar para tallar en la piedra porque las curvas son demasiado difíciles de cincelar.
—Y si son runas —dijo Sato—, ¿cuál es su significado?
Langdon negó con la cabeza. Su conocimiento sólo alcanzaba el alfabeto rúnico más rudimentario, el futhark —un sistema teutónico del siglo
iii
—, y eso no era futhark.
—Si he de ser honesto, ni siquiera estoy seguro de que sean runas. Habría que preguntarle a un especialista. Hay docenas diferentes: halsinge, manx, el stungnar «con puntos»...
—Peter Solomon es masón, ¿verdad?
Langdon tardó un segundo en reaccionar.
—Sí, pero ¿qué tiene que ver eso con esto? —Se puso en pie, elevándose por encima de la mujer menuda.
—Dígamelo usted. Acaba de decir que los alfabetos rúnicos se utilizan para tallar en la piedra, y por lo que yo sé los francmasones originales se dedicaban a la albañilería. Lo digo porque cuando he pedido en mi oficina que buscaran una conexión entre la mano de los misterios y Peter Solomon, su búsqueda ha obtenido como resultado un vínculo en particular. —Se quedó callada, como para enfatizar la importancia del hallazgo—. Los masones.
Langdon dio un resoplido, luchando contra el impulso de decirle a Sato lo mismo que constantemente tenía que recordarles a sus alumnos: «Google no es sinónimo de "investigación".» En esa época de búsquedas mundiales, parecía que todo estaba vinculado entre sí. El mundo se estaba convirtiendo en una gran red de información cada día más densamente enmarañada.
Langdon mantuvo la paciencia.
—No me sorprende que los masones aparezcan en la búsqueda de su equipo. Son un vínculo más que obvio entre Peter Solomon y una gran cantidad de temas esotéricos.
—Sí —dijo Sato—, y ésa es otra de las razones por las que me sorprende que no haya mencionado todavía a los masones. Después de todo, ha hablado usted acerca de un saber secreto protegido por unos pocos ilustrados. Eso suena muy masónico, ¿no?
—Sí..., pero también rosacruciano, cabalístico, alumbrado, y muchos otros grupos esotéricos.
—Pero Peter Solomon es masón, un masón muy importante, además. Me parece a mí que, ya que hablamos de secretos, los masones deberían haberse mencionado en algún momento. Dios bien sabe que a los masones les encantan los secretos.
Langdon advirtió recelo en su tono de voz, y no quería saber nada al respecto.
—Si desea saber algo acerca de los masones, lo mejor que puede hacer es preguntarle a un masón.
—En realidad —dijo Sato—, preferiría preguntárselo a alguien en quien pudiera confiar.
A Langdon el comentario le pareció ignorante y ofensivo.
—Sepa usted, señora, que toda la filosofía masónica se basa en la honestidad y la integridad. Los masones son algunas de las personas más dignas de confianza que puede llegar a conocer.
—He podido ver pruebas convincentes de lo contrario.
A Langdon cada vez le desagradaba más la directora Sato. Se había pasado años escribiendo acerca de la rica tradición de iconografía y simbología metafórica de los masones, y sabía que siempre habían sido una de las organizaciones más injustamente calumniadas e incomprendidas del mundo. A pesar de ser acusados con regularidad de cualquier cosa, desde rendir culto al diablo a pretender instaurar un único gobierno mundial, los masones tenían la política de no responder nunca a sus críticos, lo que los convertía en un blanco fácil.
—En cualquier caso —respondió Sato en un tono cortante—, volvemos a encontrarnos en un punto muerto, señor Langdon. Me parece que o bien hay algo que se le escapa..., o hay algo que no me está contando. El hombre al que nos enfrentamos ha dicho que Peter Solomon lo ha elegido específicamente a usted —le lanzó una fría mirada a Langdon—. Creo que ha llegado el momento de que traslademos esta conversación al cuartel general de la CIA. Puede que allí tengamos más suerte.
Langdon no se percató de la amenaza de Sato. La mujer había dicho otra cosa que le había llamado la atención: «Peter Solomon lo ha elegido a usted.» Ese comentario, junto con la mención a los masones, le produjo a Langdon un efecto extraño. Bajó la mirada hacia el anillo masónico de Peter. Ese anillo era una de las posesiones más preciadas de su amigo; era una reliquia de la familia Solomon con el símbolo del fénix bicéfalo, el mayor icono místico de la masonería. El oro del anillo destelló en la luz, despertándole un recuerdo inesperado.
Langdon dejó escapar un grito ahogado al recordar la inquietante voz susurrante del captor de Peter: «Todavía no ha caído en la cuenta, ¿verdad? No sabe por qué ha sido elegido.»
Ahora, en un aterrador instante, los pensamientos de Langdon se desenmarañaron y la niebla se disipó.
De repente, su propósito estaba perfectamente claro.
A quince kilómetros de ahí, mientras conducía hacia el sur por Suitland Parkway, Mal'akh oyó una característica vibración en el asiento del acompañante. Era el iPhone de Peter Solomon, que ese día había resultado ser una poderosa herramienta. El identificador de llamadas visual mostraba la imagen de una atractiva mujer de mediana edad con largo pelo negro.
Llamada entrante: Katherine Solomon
Mal'akh sonrió e ignoró la llamada. «El destino tira de mí.»
Había hecho ir a Katherine Solomon a su casa esa tarde por una única razón, determinar si poseía información que pudiera ayudarlo..., quizá un secreto familiar que le permitiera localizar lo que estaba buscando. Estaba claro, sin embargo, que Peter no le había contado nada acerca de lo que había estado custodiando todos esos años.
A pesar de ello, Mal'akh había descubierto otra cosa sobre Katherine. «Algo que le ha hecho ganar unas horas extra de vida.» Le había confirmado que toda su investigación se encontraba en un único lugar, encerrada a salvo en su laboratorio.
«Debo destruirla.»
La investigación de Katherine estaba a punto de abrir una nueva puerta de conocimiento, y en cuanto esa puerta estuviera abierta, aun ligeramente, otras le seguirían. Sería cuestión de tiempo que todo cambiara. «No puedo permitir que eso ocurra. El mundo debe permanecer tal y como está..., a la deriva en medio de la ignorancia y la oscuridad.»
El iPhone emitió un pitido, indicándole que Katherine le acababa de dejar un mensaje de voz. Mal'akh lo escuchó.
—«Peter, soy yo otra vez —Katherine parecía preocupada—. ¿Dónde estás? Todavía le estoy dando vueltas a la conversación que he tenido con el doctor Abaddon..., y estoy preocupada. ¿Va todo bien? Por favor, llámame. Estoy en el laboratorio.»
El mensaje de voz terminó.
Mal'akh sonrió. «Katherine debería preocuparse menos por su hermano, y más por sí misma.» Salió de Suitland Parkway y cogió Silver Hill Road. Menos de medio kilómetro después, distinguió en la oscuridad la débil silueta del SMSC, que sobresalía por entre los árboles a un lado de la autopista. Todo el complejo estaba rodeado por una cerca con alambre de espino.
«¿El edificio está protegido? —Mal'akh se rió para sí—. Sé de alguien que me abrirá la puerta.»
La revelación le sobrevino a Langdon como si de una ola se tratara.
«Ya sé por qué estoy aquí.»
De pie en el centro de la Rotonda, Langdon sintió un poderoso impulso de dar media vuelta y huir..., de la mano de Peter, del reluciente anillo de oro, de la recelosa mirada de Sato y Anderson. En vez de eso, sin embargo, se quedó inmóvil, aferrado con fuerza a la bolsa de piel que colgaba de su hombro. «He de salir de aquí.»
Apretó la mandíbula al recordar la escena de aquella fría mañana, años atrás, en Cambridge. Eran las seis y como cada día Langdon se dirigió a su aula tras los rituales largos matutinos en la piscina de Harvard. Los familiares olores de la tiza y la calefacción le dieron la bienvenida al cruzar el umbral. Cuando se dirigía hacia su escritorio, sin embargo, algo le hizo detenerse de golpe.
Había alguien esperándolo; un elegante caballero de rostro aquilino y unos majestuosos ojos grises.
—¿Peter? —Langdon se lo quedó mirando sobresaltado.
La blanca sonrisa de Peter Solomon resplandeció en medio de la tenue luz del aula.
—Buenos días, Robert. ¿Sorprendido de verme? —Su voz era suave, y sin embargo se podía advertir su autoridad.
Langdon se acercó a él y le dio afectuosamente la mano.
—¿Qué diablos está haciendo un sangre azul de Yale en el campus carmesí antes del amanecer?
—Misión secreta detrás de las líneas enemigas —dijo Solomon con una sonrisa. Señaló la delgada cintura de Langdon—. Los largos están dando sus frutos. Estás en forma.
—Sólo intento hacerte sentir viejo —bromeó Langdon—. Me alegro de verte, Peter. ¿Qué ocurre?
—Nada, un pequeño viaje de negocios —respondió el hombre, echándole un vistazo al aula desierta—. Lamento aparecer de improviso, Robert, pero sólo tengo unos minutos. Necesitaba pedirte algo... en persona. Un favor.
«Esto es nuevo.» Langdon se preguntó qué podía hacer un simple profesor universitario por un hombre que lo tenía todo.
—Lo que sea —respondió, contento por tener la oportunidad de hacer algo por alguien que le había dado tanto, sobre todo teniendo en cuenta que la afortunada vida de Peter también se había visto salpicada por tantas tragedias.
Solomon bajó el tono de voz.
—Me preguntaba si me podrías cuidar una cosa.
Langdon puso los ojos en blanco.
—Espero que no se trate de
Hércules...
Una vez, Langdon había cuidado del mastiff de setenta kilos de Solomon mientras éste estaba de viaje. Al parecer, el perro sintió añoranza de su juguete de piel favorito, y encontró un sustituto válido en su estudio: una Biblia manuscrita en papel vitela del siglo
xvii.
Por alguna razón, «perro malo» no pareció reprimenda suficiente.
—Todavía estoy buscando otra para reemplazártela —dijo Solomon con una sonrisa avergonzada.
—Olvídalo. Me alegro de que a
Hércules
le interese la religión.
Solomon soltó una risa ahogada, pero parecía distraído.
—Robert, la razón por la que he venido a verte es que me gustaría que cuidaras de una cosa de gran valor para mí. La heredé hace tiempo, pero no me siento seguro guardándola en casa o en la oficina.
Inmediatamente, Langdon se sintió incómodo. Algo «de gran valor» para Peter Solomon debía de costar una auténtica fortuna.
—¿Y por qué no la metes en una caja de seguridad?
«¿No tiene tu familia participación en la mitad de los bancos de Norteamérica?»
—Eso implicaría papeleo y empleados de banca; preferiría un amigo de fiar. Y sé que sabes guardar secretos —Solomon metió su mano en el bolsillo y extrajo un pequeño paquete que entregó a Langdon.
Teniendo en cuenta el teatral preámbulo, Langdon esperaba algo más espectacular. El paquete era una pequeña caja con forma de cubo de unos cinco centímetros de alto, envuelta en un desvaído papel marrón y atada con un cordel. A tenor de su peso y su tamaño, supuso que debía de contener una piedra o un metal. «¿Es esto?» Langdon dio vueltas a la caja en sus manos, advirtiendo que el cordel había sido fijado con un sello de cera, como si fuera un antiguo edicto. En el sello se podía ver el relieve de un fénix bicéfalo con el número 33 en el pecho; el tradicional símbolo del grado más alto de la francmasonería.