Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—¿Estás segura?
—Utiliza el teléfono de la biblioteca —dijo Katherine—. El número de llamada está bloqueado. Y, por supuesto, no emplees mi nombre.
—Está bien.
Trish se dirigió a la puerta pero se detuvo al oír el pitido del iPhone de Katherine. Con suerte, el mensaje de texto entrante sería algo que le evitaría a Trish esa engorrosa tarea. Esperó a que Katherine sacara el iPhone del bolsillo de su bata de laboratorio y mirara su pantalla.
Katherine sintió una oleada de alivio al ver el nombre que aparecía en la pantalla de su iPhone.
«Al fin.»
Peter Solomon
—Es un mensaje de texto de mi hermano —dijo, volviéndose hacia Trish.
Ésta albergó la esperanza de no tener que hacer la llamada.
—Entonces quizá deberíamos preguntarle acerca de todo esto..., antes de llamar a un pirata informático.
Katherine le echó un vistazo al documento censurado que aparecía en la pared de plasma y recordó la voz del doctor Abaddon: «Lo que su hermano cree que está escondido en Washington... puede ser encontrado.» Katherine ya no sabía qué pensar, y ese documento podía ofrecerle información acerca de las descabelladas ideas que al parecer obsesionaban a Peter.
Katherine negó con la cabeza.
—Quiero saber quién ha escrito esto y dónde se encuentra. Haz la llamada.
Trish frunció el ceño y se dirigió a la puerta.
Tanto si ese documento podía explicar el misterio de lo que Peter le había contado al doctor Abaddon como si no, al menos había un misterio que
sí
se había resuelto. Su hermano había aprendido a escribir mensajes con el iPhone que Katherine le había regalado.
—Y avisa a los medios de comunicación —le dijo a Trish—. El gran Peter Solomon acaba de enviar su primer mensaje de texto.
En un aparcamiento situado en la acera de enfrente del SMSC, Mal'akh permanecía de pie junto a su limusina, estirando las piernas y esperando la llamada que recibiría en breve. Había dejado de llover, y la luna invernal empezaba a ser visible entre las nubes. Era la misma luna que lo había iluminado a través del ojo de la Casa del Templo hacía tres meses, durante su iniciación.
«Esta noche el mundo parece distinto.»
Mientras esperaba, su estómago volvió a gruñir. El ayuno de dos días, aunque incómodo, era absolutamente necesario para su preparación. Así se hacía en la antigüedad. Pronto toda molestia física sería intrascendente.
De pie en el frío aire de la noche, Mal'akh soltó una risa ahogada al darse cuenta de que el destino lo había depositado, con cierta ironía, justo enfrente de una pequeña iglesia. Allí delante, entre un centro Sterling Dental y un autoservicio, había un pequeño santuario.
«Casa de la gloria del Señor.»
Mal'akh le echó un vistazo a la ventana. En ella habían escrito una parte de la declaración doctrinal de la Iglesia: «Creemos que Jesucristo es hijo del Espíritu Santo y de la Virgen María, y a la vez es hombre y Dios.»
Mal'akh sonrió. «Sí, efectivamente es ambas cosas —hombre y Dios—, pero ser hijo de una virgen no es el requisito indispensable para la divinidad. No es así como sucede.»
El timbre del móvil resonó con fuerza en medio de la noche, acelerándole el pulso. El teléfono que ahora sonaba era el de Mal'akh, un barato móvil de usar y tirar que había comprado el día anterior. La pantalla indicaba que se trataba de la llamada que estaba esperando.
«Una llamada local», pronosticó Mal'akh mientras contemplaba la débil silueta del edificio en zigzag que sobresalía por encima de los árboles al otro lado de Silver Hill Road. Cogió el teléfono.
—Aquí el doctor Abaddon —dijo bajando el tono de su voz.
—Soy Katherine —respondió una voz de mujer—. Por fin he recibido noticias de mi hermano.
—Oh, me tranquiliza. ¿Cómo se encuentra?
—Está de camino al laboratorio —dijo ella—. Y ha sugerido que usted también venga.
—¿Cómo dice? —Mal'akh fingió vacilar—. ¿Que vaya a su... laboratorio?
—Debe de confiar mucho en usted. Nunca había invitado a nadie.
—Imagino que debe de creer que una visita podría ser de ayuda en nuestras discusiones, pero siento como si se tratara de una intrusión.
—Si mi hermano dice que es usted bienvenido, entonces es usted bienvenido. Además, ha dicho que tiene muchas cosas que contarnos a ambos, y a mí me gustaría llegar al fondo de este asunto.
—Está bien. ¿Dónde se encuentra exactamente su laboratorio?
—En los depósitos del museo Smithsonian. ¿Sabe dónde está?
—No —mintió Mal'akh, con la vista puesta en el complejo desde el aparcamiento que había al otro lado de la calle—. Pero estoy en el coche, y tengo instalado un sistema de posicionamiento. ¿Cuál es la dirección?
—4210 de Silver Hill Road.
—Ajá, espere, que lo voy a teclear. —Mal'akh esperó diez segundos y luego dijo—: Ah, buenas noticias, parece que estoy más cerca de lo que pensaba, El GPS indica que sólo estoy a diez minutos.
—Fantástico. Llamaré a seguridad y los avisaré de su llegada.
—Gracias.
—Hasta ahora.
Mal'akh metió en su bolsillo el teléfono de usar y tirar y se quedó mirando el SMSC. «¿He sido maleducado al invitarme a mí mismo?» Con una sonrisa, cogió el iPhone de Solomon y releyó el mensaje de texto que le había enviado a Katherine hacía unos minutos.
He recibido tus mensajes. Todo bien. Mucho ajetreo. He olvidado cita con dr. Abaddon. Siento no habértelo contado antes. Larga historia. Voy al lab. Si puede, que venga también el dr. Abaddon. Confío plenamente en él, y tengo muchas cosas que contaros a ambos. Peter.
Tal y como Mal'akh esperaba, el iPhone de Peter emitió un pitido al recibir la contestación de Katherine.
Peter, felicidades por tu primer mensaje! Me tranquiliza que estés bien, he hablado con dr. A., y viene al lab. Nos vemos ahora! K.
Con el iPhone de Solomon en la mano, Mal'akh se arrodilló bajó la limusina y encajó el teléfono entre el neumático de una de las ruedas delanteras y el pavimento. Ese teléfono le había sido de gran utilidad..., pero había llegado el momento de evitar que pudiera ser rastreado. Se sentó detrás del volante, arrancó el coche y lo hizo avanzar lentamente hasta que oyó el crujido del iPhone al romperse.
Mal'akh volvió a aparcar el vehículo y se quedó mirando la lejana silueta del SMSC. «Diez minutos.» El extenso almacén de Peter Solomon albergaba más de treinta millones de tesoros, pero esa noche Mal'akh había ido allí para destruir únicamente los dos más valiosos.
La investigación de Katherine.
Y a la propia Katherine Solomon.
—¿Profesor Langdon? —dijo Sato—. Parece que haya visto un fantasma. ¿Se encuentra usted bien?
Langdon se acomodó la correa de su bolsa de piel en el hombro y dejó la mano ahí, como si quisiera proteger mejor el paquete con forma de cubo que llevaba dentro. Podía notar que su rostro había empalidecido.
—Estoy..., estoy preocupado por Peter, eso es todo.
Sato ladeó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente.
De repente Langdon tuvo la impresión de que la presencia de Sato esa noche allí podía estar relacionada con el pequeño paquete que Solomon le había confiado. Peter le había advertido: «Gente poderosa quiere robármelo. En las manos equivocadas, podría ser peligroso.» Langdon no sabía por qué la CIA podía estar interesada en una pequeña caja que contenía un talismán..., ni en qué consistía exactamente ese talismán.
«¿Ordo ab chao?»
Sato se acercó a él, escrutándolo con la mirada.
—Parece como si hubiera tenido usted una revelación.
Langdon notó que comenzaba a sudar.
—No, no exactamente.
—¿En qué está pensando?
—Es sólo... —Langdon vaciló, no sabía qué decir. No tenía intención alguna de revelar la existencia del paquete, pero si Sato lo llevaba a la CIA, sin duda registrarían su bolsa nada más entrar—. En realidad... —mintió—, se me ha ocurrido otra cosa acerca de los números que aparecen en la mano de Peter.
La expresión de Sato permaneció inmutable.
—¿Ah, sí? —Le echó una mirada a Anderson, que regresaba junto a ellos tras recibir al equipo de forenses que acababa de llegar.
Langdon tragó saliva y se arrodilló junto a la mano, preguntándose qué podía decirles. «Eres profesor, Robert. ¡Improvisa!» Echó un último vistazo a los siete pequeños símbolos, en busca de algún tipo de inspiración.
Nada. Tenía la mente en blanco.
Una vez que su memoria eidética hubo repasado su enciclopedia mental de símbolos, a Langdon sólo se le ocurrió una cosa. Era algo en lo que ya había pensado antes, pero que le había parecido improbable. Ahora, sin embargo, necesitaba ganar tiempo como fuera.
—Bueno —empezó a decir—, la primera señal de que un simbólogo va por un camino equivocado al descifrar símbolos y códigos es que intente interpretar esos símbolos utilizando múltiples lenguajes simbólicos. Por ejemplo, decir que este texto es romano y arábigo ha sido un análisis más bien pobre por mi parte, pues utilizo múltiples sistemas simbólicos. Y lo mismo sucede con lo de que podría ser romano y rúnico.
Sato se cruzó de brazos y enarcó las cejas, como indicándole que continuara.
—En general, el acto comunicativo siempre se lleva a cabo en una sola lengua, no en múltiples, de modo que la primera tarea de un simbólogo al enfrentarse a cualquier texto es encontrar un único sistema simbólico consistente y válido para todo el texto.
—¿Y ahora sabe cuál es ese sistema?
—Bueno, sí... y no. —La experiencia de Langdon con la simetría rotacional de los ambigramas le había enseñado que a veces los símbolos tenían significados desde múltiples ángulos. En ese caso, se dio cuenta de que efectivamente había un modo de interpretar esos siete símbolos mediante un único lenguaje—. Si manipulamos ligeramente la mano, el lenguaje pasa a ser consistente.
La inquietante manipulación que Langdon estaba a punto de realizar parecía haberla sugerido el captor de Peter al mencionar el antiguo dicho hermético «Como es arriba es abajo».
Langdon sintió un escalofrío al extender el brazo y coger la base de madera en la que estaba ensartada la mano de Peter. Con cuidado, dio la vuelta a la base para que los dedos de Peter quedaran boca abajo. Los símbolos que había escritos en la palma se transformaron instantáneamente.
—Desde este ángulo —dijo Langdon—,
xiii
se convierte en un numeral romano válido: trece. Es más, el resto de los caracteres puede ser interpretado utilizando asimismo el alfabeto romano: SBS.
Langdon suponía que su análisis provocaría un desconcertado encogimiento de hombros, pero la expresión de Anderson cambió de inmediato.
—¿SBS? —inquirió el jefe de seguridad.
Sato se volvió hacia él.
—Si no me equivoco, diría que se trata de una numeración familiar aquí en el Capitolio.
Anderson empalideció.
—Lo es.
Sato asintió y le ofreció una sombría sonrisa.
—Venga conmigo un momento, jefe. Me gustaría hablar en privado con usted.
Mientras la directora Sato se alejaba con el jefe Anderson para que Langdon no pudiera oírlos, éste se quedó a solas, completamente desconcertado. «¿Qué diablos está pasando aquí? ¿Y qué es SBS XIII?»
Anderson se preguntó si esa noche podía llegar a ser todavía más extraña. «¿En la mano pone SBS-13?» Le sorprendía que alguien no relacionado con el edificio hubiera oído hablar siquiera del SBS..., y todavía más del SBS-13. Al parecer, el dedo índice de Peter no los dirigía hacia arriba..., sino más bien en la dirección opuesta.
La directora Sato condujo a Anderson a una tranquila zona junto a la estatua de bronce de Thomas Jefferson.
—Jefe —dijo ella—, si no me equivoco, usted sabe exactamente dónde está situado el SBS-13, ¿es así?
—Por supuesto.
—¿Y sabe lo que hay dentro?
—No, no sin mirarlo. No creo que haya sido utilizado en décadas.
—Bueno, pues va a abrirlo.
A Anderson no le gustaba que le dijera qué debía hacer en su propio edificio.
—Eso no será fácil, señora. Primero he de revisar el listado de asignaciones. Como sabe, la mayoría de los niveles inferiores son oficinas privadas o almacenes, y el protocolo de seguridad acerca de los espacios...
—O abre usted el SBS-13 —dijo Sato—, o llamaré a la OS y haré que me envíen un equipo con un ariete.