Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado —pensó Katherine mientras corría—. Sé cómo transformar la pirámide.» La respuesta la habían tenido delante toda la noche.
Katherine y Langdon ahora estaban solos, atravesaban de prisa el anejo de la catedral guiándose por los letreros en los que se leía «Claustro». Al poco, tal y como les había prometido el anciano, salieron de la catedral y se vieron en un inmenso patio tapiado.
El claustro de la catedral era un jardín pentagonal porticado en el que se alzaba una posmoderna fuente de bronce. A Katherine le sorprendió la intensidad con que parecía resonar en el patio el agua que manaba de la fuente, pero poco después cayó en la cuenta de que lo que oía no era la fuente.
—¡Un helicóptero! —chilló cuando un haz de luz hendió el cielo nocturno—. ¡Métete bajo ese pórtico!
La deslumbrante luz de un reflector inundó el patio justo cuando Langdon y ella llegaron al otro lado, poniéndose a cubierto bajo un arco gótico y enfilando un túnel que comunicaba con la explanada de fuera. Se mantuvieron a la espera, acurrucados en el túnel, mientras el helicóptero sobrevolaba el lugar y comenzaba a dar vueltas alrededor de la catedral describiendo amplios círculos.
—Creo que Galloway tenía razón con lo de los visitantes —reconoció Katherine, impresionada.
«La ceguera hace que se afinen los oídos.» Ella ahora sentía en los suyos un martilleo que seguía el ritmo de su acelerado pulso.
—Por aquí —urgió Langdon al tiempo que asía con fuerza la bolsa y echaba a correr por el pasadizo.
El deán Galloway les había dado una única llave e instrucciones claras. Por desgracia, cuando llegaron al final del breve túnel se encontraron con que un espacio abierto de césped, que en ese momento bañaba la luz del helicóptero, los separaba de su destino.
—No podremos cruzar —comentó ella.
—Espera... mira. —Langdon señaló una sombra negra que empezaba a materializarse a su izquierda, en la hierba. En un principio era un manchón amorfo, pero aumentaba de tamaño rápidamente, avanzaba hacia ellos, cada vez más definido, más y más de prisa, se ensanchaba y finalmente se convertía en un enorme rectángulo negro coronado por dos agujas altísimas—. ¡La fachada de la catedral bloquea el reflector! —exclamó.
—Están aterrizando delante.
Langdon cogió a Katherine de la mano.
—¡Corre! ¡Ahora!
En el interior de la catedral, el deán Galloway sintió una ligereza al caminar que hacía años que no sentía. Dejó atrás el gran crucero y echó a andar por la nave hacia el nártex y las puertas principales.
Oía el helicóptero, que ahora se hallaba delante de la catedral, e imaginó que su luz inundaría el rosetón que se alzaba ante sí, tiñendo el santuario de espectaculares colores. Recordó los días en que veía los colores. Por irónico que pudiera parecer, el vacío de oscuridad que se había convertido en su mundo había arrojado luz sobre muchas cosas. «Ahora veo mejor que nunca.»
Galloway había sentido la llamada del Señor cuando era joven, y durante toda su vida había amado la Iglesia tanto como el que más. Al igual que muchos de sus colegas que habían entregado su vida a Dios sin reservas, él estaba cansado. Había pasado sus días esforzándose para hacerse oír por encima del ruido de la ignorancia.
«¿Qué esperaba?»
Desde las cruzadas hasta la Inquisición o la política norteamericana, las gentes se habían apropiado del nombre de Jesús, llamándolo aliado en toda suerte de luchas por el poder. Desde el inicio de los tiempos, los ignorantes siempre habían sido los que más alto gritaban, aglutinando a las confiadas masas y obligándolas a hacer su voluntad. Defendían sus deseos mundanos citando unas Sagradas Escrituras que no comprendían, celebraban su intolerancia como prueba de sus convicciones. Ahora, después de tantos años, la humanidad finalmente había logrado socavar por completo todo lo bueno que había en Jesús.
Encontrar la rosacruz esa noche le había hecho concebir grandes esperanzas, le había traído a la memoria las profecías que figuraban en los manifiestos de los rosacruces, que Galloway había leído un sinfín de veces en el pasado y todavía recordaba.
Capítulo uno: «Jehová redimirá a la humanidad revelando los secretos que antes reservaba únicamente a los elegidos.»
Capítulo cuatro: «El mundo entero se convertirá en un único libro, y asistiremos a la conciliación de todas las contradicciones de la ciencia y la teología.»
Capítulo siete: «Antes de que llegue el fin del mundo, Dios inundará el planeta de luz espiritual para aliviar el sufrimiento de la humanidad.»
Capítulo ocho: «Antes de que se produzca este apocalipsis, el mundo habrá de librarse de la intoxicación ocasionada por su envenenado cáliz, que se llenó con la falsa vida de la vid teológica.»
Galloway sabía que la Iglesia había perdido el rumbo hacía mucho tiempo, y él había consagrado su vida a enderezarlo. Ahora, comprendió, se acercaba el momento, y de prisa.
«La mayor oscuridad siempre es la que precede al alba.»
El agente de la CIA Turner Simkins se hallaba encaramado al patín del Sikorsky cuando éste tomó tierra en la helada hierba. Tras bajarse de un salto, seguido de sus hombres, Simkins le hizo señas al piloto del helicóptero para que alzara de nuevo el vuelo y vigilara las salidas del edificio.
«De aquí no sale nadie.»
Cuando el aparato se hubo elevado en el cielo nocturno, el agente y su equipo subieron corriendo la escalera que llevaba a la entrada principal de la catedral. Antes de que pudiera decidir cuál de las seis puertas aporrear, una de ellas se abrió.
—¿Sí? —Se oyó una voz serena entre las sombras.
Simkins apenas podía distinguir la encorvada figura vestida de sacerdote.
—¿Es usted el deán Colin Galloway?
—Así es —confirmó el anciano.
—Busco a Robert Langdon. ¿Lo ha visto?
El religioso dio un paso adelante y miró al infinito con sus inquietantes ojos inexpresivos.
—Eso sería un milagro, la verdad.
«El tiempo se agota.»
La analista de seguridad informática Nola Kaye tenía ya los nervios de punta, y el tercer café que se estaba tomando había empezado a circular por su cuerpo como una corriente eléctrica.
«Y sigo sin saber nada de Sato.»
Al final, el teléfono sonó y Nola se apresuró a cogerlo.
—Oficina de Seguridad —respondió—. Soy Nola.
—Nola, soy Rick Parrish, de seguridad de sistemas.
Nola se vino abajo. «No es Sato.»
—Hola, Rick. ¿En qué puedo ayudarte?
—Quería decirte que es posible que nuestro departamento tenga información relevante sobre lo que te traes entre manos esta noche.
Nola dejó la taza de café en la mesa. «¿Cómo demonios sabes tú lo que me traigo entre manos esta noche?»
—¿Cómo dices?
—Lo siento, se trata del nuevo programa de contraespionaje que estamos probando —explicó Parrish—. No para de señalar tu número.
Nola supo ahora a qué se refería. La CIA estaba ejecutando un nuevo programa informático de integración diseñado para avisar en tiempo real a distintos departamentos de la organización cuando en éstos se procesaban campos de datos afines. En una época de amenazas terroristas que había que atajar con rapidez, la clave para evitar el desastre a menudo residía en algo tan simple como saber que el tipo que trabajaba al final del pasillo estaba analizando precisamente los datos que uno necesitaba. En lo que a Nola respectaba, ese programa de CE había resultado ser más una distracción que una auténtica ayuda; «Continuo Engorro», lo llamaba ella.
—Claro, lo había olvidado —respondió—. ¿Qué tienes?
Estaba segura de que nadie más en el edificio estaba al tanto de esa crisis, y menos aún podía estar trabajando en ella. Lo único que Nola había hecho esa noche en el ordenador era una investigación histórica para Sato sobre temas masónicos esotéricos. Así y todo, tenía que seguirle el juego a su compañero.
—Bueno, probablemente no sea nada —replicó Parrish—, pero esta noche hemos interceptado a un pirata, y el programa de contraespionaje no para de sugerir que comparta la información contigo.
«¿Un pirata?» Nola bebió un sorbo de café.
—Soy toda oídos.
—Hace alrededor de una hora pillamos a un tipo llamado Zoubianis intentando acceder a un archivo de una de nuestras bases de datos internas —contó Parrish—. El tipo asegura que lo contrataron para hacer ese trabajo y que no tiene ni idea de por qué iban a pagarle para entrar en ese archivo en concreto ni de que éste se encontrara en un servidor de la CIA.
—Ajá.
—Hemos terminado de interrogarlo y está limpio, pero lo curioso del caso es que ese mismo archivo que él buscaba apareció señalado antes por un motor de búsqueda interno. Da la impresión de que alguien entró en nuestro sistema, inició una búsqueda específica con palabras clave y generó un documento censurado. La cosa es que las palabras clave que utilizaron son muy raras, y hay una en particular que el programa etiquetó de coincidencia de máxima prioridad, una palabra que es exclusiva de nuestros dos conjuntos de datos. —Hizo una pausa—. ¿Conoces la palabra...
«symbolon»?
Nola pegó un salto, derramando el café en la mesa.
—Las otras palabras clave son igual de raritas —continuó Parrish—, «Pirámide», «portal»...
—Ven ahora mismo —ordenó Nola mientras limpiaba la mesa—. Y tráeme todo lo que tengas.
—Pero ¿te dicen algo esas palabras?
—¡Ahora!
El colegio catedralicio es una elegante construcción similar a un castillo contigua a la catedral. El College of Preachers, tal y como lo concibió originalmente el primer obispo episcopaliano de Washington, fue fundado para proporcionar educación continuada al clero tras su ordenación. Actualmente ofrece un amplio abanico de programas sobre teología, justicia global, sanación y espiritualidad.
Langdon y Katherine consiguieron cruzar la explanada y utilizaron la llave de Galloway para deslizarse en su interior justo cuando el helicóptero se cernía de nuevo sobre la catedral, sus focos convirtiendo la noche en día. Ya en el vestíbulo, sin aliento, echaron un vistazo al lugar. Por las ventanas entraba bastante claridad, de modo que Langdon no vio la necesidad de encender las luces y arriesgarse a anunciar su paradero al helicóptero. A medida que avanzaban por el pasillo central, iban dejando atrás salones de actos, aulas y salas de estar. El interior le recordó a Langdon a los edificios neogóticos de la Universidad de Yale: imponentes por fuera y sorprendentemente funcionales por dentro, su elegancia de época actualizada para resistir el intenso trasiego.
—Por aquí —propuso Katherine al tiempo que señalaba el extremo del pasillo.
Todavía no había compartido con Langdon lo que había descubierto con respecto a la pirámide, pero por lo visto la referencia a Isaacus Neutonuus había sido el detonante. Lo único que había dicho cuando corrían por el césped era que la pirámide se podía transformar por medio de un sencillo procedimiento científico. Todo lo que necesitaba, creía, probablemente se encontrase en ese edificio. Langdon no sabía qué necesitaba ni cómo tenía pensado transformar un bloque macizo de granito y oro, pero considerando que acababa de ver cómo se convertía un cubo en una cruz, estaba dispuesto a tener fe.
Llegaron al final del pasillo y Katherine frunció el ceño, ya que al parecer no veía lo que buscaba.
—Dijiste que este edificio cuenta con instalaciones, ¿no?
—Sí, para las conferencias que se celebran.
—Así que ha de haber una cocina en alguna parte, ¿no crees?
—¿Tienes hambre?
Ella lo miró, ceñuda.
—No. Necesito un laboratorio.
«Claro, cómo no he caído.» En una escalera de bajada Langdon vio un símbolo prometedor. «El pictograma preferido de América.»
La cocina del sótano tenía un aire industrial: montones de acero inoxidable y grandes recipientes, a todas luces diseñada para cocinar para grandes grupos. Carecía de ventanas. Katherine cerró la puerta y encendió las luces. Los extractores se pusieron en marcha automáticamente.
Ella comenzó a revolver en los armarios en busca de lo que fuera que necesitara.
—Robert, pon la pirámide en la isla, ¿quieres? —pidió.
Sintiéndose como el nuevo segundo de cocina que recibe órdenes del chef Daniel Boulud, Langdon obedeció: sacó la pirámide de la bolsa y le colocó encima el vértice. Cuando hubo terminado, vio que Katherine estaba en la pila, llenando una enorme cazuela de agua caliente.
—¿Te importaría ponerla al fuego?
Él cogió la cazuela con el turbulento líquido y la depositó en la cocina cuando Katherine abrió el gas y lo subió al máximo.
—¿Vamos a hacer langostas? —preguntó, esperanzado.
—Muy gracioso. No, vamos a hacer alquimia. Y, para que conste, ésta es una cazuela de pasta, no de langostas. —Le señaló el escurridor que traía incorporado, que había retirado y dejado en la isla, junto a la pirámide.
«Si seré tonto...»
—¿Y preparar pasta nos va a ayudar a descifrar la pirámide?
Katherine pasó por alto el comentario, su tono cobrando seriedad.
—Como sin duda sabrás, existe un motivo histórico y simbólico por el cual los masones escogieron el grado trigésimo tercero como el más elevado.
—Claro —respondió él. En la época de Pitágoras, seis siglos antes de Cristo, la tradición de la numerología elevó el número 33 a la máxima categoría de los números maestros. Era la cifra más sagrada, simbolizaba la divina verdad. Esa tradición se perpetuó en el seno de los masones... y en otras partes. No era ninguna coincidencia que a los cristianos les enseñaran que Jesús fue crucificado a los treinta y tres años, a pesar de que no existen pruebas históricas reales de ello. Como tampoco lo era que José supuestamente se casara con la Virgen María a los treinta y tres años de edad, que Jesús realizara treinta y tres Milagros, que el nombre de Dios se mencionara treinta y tres veces en el Génesis o que, en el islam, todos los moradores del cielo siempre tuvieran treinta y tres años.