Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—Lo veré dentro de un rato, profesor. Sé que piensa que soy el enemigo, pero le aseguro que no es así. Vayan a ver a Peter inmediatamente. Esto aún no ha terminado.
A un lado de Langdon, algo apartado, el deán Galloway permanecía sentado en silencio ante la mesa. Había encontrado la pirámide de piedra, que seguía en la bolsa abierta de Langdon, encima de la mesa, delante de él. El anciano pasaba las manos por la cálida superficie de granito.
—Padre, ¿viene usted a ver a Peter? —quiso saber Langdon.
—Sólo los retrasaría. —El religioso sacó las manos y cerró la bolsa—. Me quedaré aquí rezando por su recuperación. Ya hablaremos todos más tarde. Pero, cuando le enseñe la pirámide a Peter, ¿le importaría decirle algo de mi parte?
—Desde luego que no. —Langdon se echó la bolsa al hombro.
—Dígale esto —Galloway se aclaró la garganta—: la pirámide masónica siempre ha guardado su secreto...
sinceramente.
—No comprendo.
El anciano le guiñó un ojo.
—Usted dígaselo. Él lo entenderá.
Acto seguido el deán bajó la cabeza y comenzó a rezar.
Perplejo, Langdon lo dejó allí y salió a la carrera. Katherine ya estaba en el asiento delantero del todoterreno, dándole indicaciones al agente. Él montó atrás y, apenas hubo cerrado la puerta, el enorme vehículo salió disparado por el césped en dirección norte, a Kalorama Heights.
Franklin Square se encuentra en el cuadrante noroeste del centro de Washington, flanqueada por K y Thirteenth Street. En la plaza hay numerosos edificios históricos, en particular la Franklin School, desde la cual Alexander Graham Bell envió el primer mensaje fotofónico del mundo en 1881.
Sobrevolando la plaza, un rápido helicóptero UH-60 se aproximó por el oeste tras haber cubierto el trayecto desde la catedral en cuestión de minutos. «Tenemos mucho tiempo —pensó Sato mientras oteaba el lugar. Sabía que era de vital importancia que sus hombres ocuparan sus respectivas posiciones sin que fueran descubiertos antes de que se presentase su objetivo—. Dijo que tardaría al menos veinte minutos en llegar.»
Por orden de Sato, el piloto rozó el tejado de la construcción más elevada del lugar —el famoso One
4
Franklin Square—, un impresionante y prestigioso edificio de oficinas rematado por dos agujas doradas. La maniobra era ilegal, sin duda, pero el aparato sólo se detuvo unos segundos, los patines apenas tocando la gravilla de la azotea. Cuando todo el mundo hubo bajado, el piloto levantó el vuelo de inmediato, ladeándose hacia el este, donde se situaría a la altura necesaria para proporcionar apoyo invisible desde el aire.
Sato esperó a que su equipo recogiera sus cosas y preparó a Bellamy para lo que tenía que hacer. El Arquitecto todavía parecía aturdido tras haber visto el archivo del ordenador protegido de la directora. «Como ya le dije..., un asunto de seguridad nacional.» Bellamy entendió de prisa a qué se refería Sato, y ahora se mostraba completamente dispuesto a ayudar.
—Todo listo, señora —informó el agente Simkins.
Obedeciendo la orden de Sato, los agentes cruzaron la azotea con Bellamy y desaparecieron escaleras abajo para tomar posiciones.
Sato se aproximó al borde del edificio y echó un vistazo. Abajo, el arbolado parque rectangular se extendía a lo largo de la manzana entera. «Hay muchos sitios para ponerse a cubierto.» Su equipo entendía muy bien la importancia de cerrarle el paso a aquel hombre sin que se diera cuenta. Si éste presentía que había alguien y decidía poner pies en polvorosa... La directora no quería ni pensar en ello.
Allí arriba el viento era frío y racheado. Sato se rodeó el pecho con los brazos y plantó los pies con firmeza para no salir volando. Desde semejante atalaya, Franklin Square parecía más pequeña de lo que ella recordaba, con menos edificios. Se preguntó cuál sería el número ocho, una información que había solicitado a Nola, su analista de seguridad de sistemas, y que esperaba recibir de un momento a otro.
Bellamy y los agentes aparecieron abajo, cual hormigas desplegándose en abanico por la oscuridad de la zona arbolada. Simkins situó a Bellamy en un claro próximo al centro del desierto parque, y a continuación él y su equipo se fundieron con la vegetación y se perdieron de vista. Al cabo de unos segundos Bellamy se hallaba a solas, caminando arriba y abajo y tiritando bajo la luz de una farola cercana al corazón del parque.
A Sato no le daba ninguna pena.
Se encendió un cigarrillo y dio una profunda calada, saboreando la tibieza del humo a medida que entraba en sus pulmones. Satisfecha al comprobar que abajo todo iba bien, se apartó del borde a esperar las dos llamadas telefónicas que tenía pendientes: una de su analista y la otra del agente Hartmann, al que había enviado a Kalorama Heights.
«¡Más despacio!» Langdon se agarró al asiento del Escalade mientras éste cogía una curva a toda velocidad, amenazando con ponerse sobre dos ruedas. El agente de la CIA Hartmann o bien deseaba presumir de su destreza al volante ante Katherine o tenía órdenes de llegar hasta donde estaba Peter Solomon antes de que éste se hallara lo bastante recuperado para decir algo que no debiera a las autoridades.
Lo de ir a toda pastilla para no pillar los semáforos en rojo por Embassy Road ya había sido bastante preocupante, pero ahora cruzaban embalados el serpenteante barrio residencial de Kalorama Heights. Katherine no paraba de dar indicaciones, pues ya había estado en la casa del hombre esa misma tarde.
Con cada giro, la bolsa de piel, que Langdon había dejado a sus pies, se movía a un lado y a otro, y él podía oír el vaivén del vértice, que a todas luces se había separado de la pirámide y no paraba quieto en la bolsa. Temiendo que sufriera algún daño, se puso a hurgar con la mano hasta dar con él. Aún estaba caliente, pero el texto se había borrado, y lo único que quedaba era la inscripción original.
«El secreto está dentro de Su Orden.»
Cuando Langdon estaba a punto de meterse el vértice en un bolsillo, reparó en que la elegante superficie se hallaba repleta de minúsculos pegotes blancos. Perplejo, trató de limpiarlos, pero se encontraban pegados y eran duros al tacto..., como si fuesen de plástico. «¿Qué demonios...?»
Vio que la superficie de la pirámide de piedra también presentaba los mismos puntitos blancos. Langdon rascó con una uña uno de ellos y le dio vueltas entre los dedos.
—¿Cera? —dijo en voz alta.
Katherine volvió la cabeza.
—¿Qué?
—Hay trocitos de cera en la pirámide y el vértice. No lo entiendo. ¿De dónde han podido salir?
—¿Algo que tenías en la bolsa?
—No lo creo.
Al doblar una esquina, Katherine apuntó al otro lado del parabrisas e informó al agente Hartmann:
—¡Es ésa! Hemos llegado.
Langdon alzó la vista y vio las luces giratorias de un vehículo de seguridad estacionado en el camino de entrada. La verja estaba abierta de par en par, y el agente entró como una flecha en el recinto.
La casa era una mansión espectacular. Dentro estaban todas las luces dadas, y la puerta principal, abierta. En la entrada, aparcados de cualquier modo y desperdigados por el césped, había media docena de vehículos, que a todas luces habían llegado apresuradamente. Algunos seguían con el motor en marcha y los faros encendidos, la mayoría apuntando a la casa, salvo uno que estaba de lado y prácticamente los cegó al entrar.
El agente Hartmann paró en el césped, junto a un sedán blanco que exhibía un distintivo de vivos colores en el que se leía:
Preferred Security.
Con las luces giratorias y las que les daban en plena cara costaba ver algo.
Katherine se bajó de un salto y corrió hacia la casa. Langdon se colgó la bolsa del hombro, pero no se detuvo a cerrarla. Cruzó el jardín al trote, detrás de Katherine, directo a la puerta. Dentro se oían voces. Detrás de él, el todoterreno emitió un pitido cuando el agente Hartmann lo cerró y salió corriendo.
Katherine subió la escalera del porche a toda prisa, entró y desapareció en la casa. Por su parte, Langdon cruzó el umbral poco después y la vio atravesando el recibidor y enfilando el pasillo principal en dirección a las voces. Más allá, al fondo del pasillo, se distinguía una mesa de comedor y una mujer de uniforme sentada de espaldas a ellos.
—¡Agente! —exclamó Katherine sin detenerse—. ¿Dónde está Peter Solomon?
Langdon fue tras ella, pero al hacerlo un movimiento inesperado llamó su atención. A su izquierda, por la ventana del salón, vio que la verja se estaba cerrando. «Qué extraño.» También se fijó en algo más..., algo en lo que no había reparado debido a las deslumbrantes luces giratorias y a los cegadores haces que los recibieron: la media docena de vehículos aparcados sin orden ni concierto en la entrada no se parecían en nada a los coches patrulla y los vehículos de emergencia que él había supuesto que eran.
«¿Un Mercedes?... ¿Un Hummer?... ¿Un Tesla Roadster?»
En ese preciso instante Langdon también se dio cuenta de que las voces que se oían en la casa no eran sino un televisor que sonaba a todo volumen en dirección al comedor.
Entonces giró sobre sus talones a cámara lenta y gritó por el pasillo:
—¡Katherine, espera!
Sin embargo, al hacerlo, vio que Katherine Solomon ya no corría.
Estaba suspendida en el aire.
Katherine supo que estaba cayendo..., pero fue incapaz de entender la razón.
Momentos antes corría por el pasillo hacia la guardia de seguridad del salón cuando, de pronto, sus pies se enredaron en un obstáculo invisible y todo su cuerpo se inclinó hacia adelante y se elevó.
Ahora volvía a la tierra..., en este caso, a un suelo de dura madera.
Katherine aterrizó sobre el estómago, el aire saliendo violentamente de sus pulmones. Sobre su cabeza, un pesado perchero se tambaleó con precariedad y se vino abajo, muy cerca de donde ella se encontraba. Levantó la vista, aún sin aliento, y le sorprendió ver que la guardia de seguridad no había movido un músculo en la silla. Y, lo que era todavía más extraño, el perchero derribado tenía un fino alambre atado a la base, que alguien había tensado en el pasillo.
«¿Por qué demonios iba alguien a...?»
—¡Katherine! —Langdon la llamaba, y cuando ella se colocó de lado para mirarlo, sintió que la sangre se le helaba en las venas.
«¡Robert! Detrás de ti», intentó gritar, pero aún le costaba respirar. Lo único que pudo hacer fue ver con aterradora lentitud cómo Langdon corría por el pasillo para ayudarla sin darse cuenta de que, a su espalda, el agente Hartmann cruzaba el umbral tambaleándose, agarrándose el cuello. Sus dedos chorrearon sangre al palpar el mango de un gran destornillador que le salía del mismo.
Cuando el agente se inclinó hacia adelante, su atacante quedó al descubierto.
«¡Dios mío..., no!»
Desnudo a excepción de una extraña prenda interior que parecía un taparrabos, aquel ser enorme por lo visto había permanecido oculto en el recibidor. Tenía el musculoso cuerpo cubierto de extraños tatuajes de la cabeza a los pies. La puerta principal se estaba cerrando, y él avanzaba por el pasillo a la carrera detrás de Langdon.
El agente Hartmann se desplomó justo cuando la puerta se cerró de un portazo. Robert se sobresaltó y dio media vuelta, pero el tatuado ya se había abalanzado sobre él, hundiéndole algo en la espalda. Hubo un destello y un claro chisporroteo eléctrico y Katherine vio que Langdon se ponía rígido. Con los ojos muy abiertos, congelados, Robert se tambaleó y fue a parar al suelo, paralizado. Cayó encima de su bolsa, y la pirámide se salió.
Sin pararse siquiera a echar un vistazo a su víctima, el gigante pasó por encima de Langdon y fue directo a Katherine, que retrocedía a rastras hacia el comedor, donde chocó contra una silla. La guardia de seguridad, que antes ocupaba el asiento, se balanceó y cayó pesadamente, en el inerte rostro una expresión de terror. Tenía un trapo metido en la boca.
El hombre le dio alcance antes de que pudiera reaccionar. La levantó por los hombros con una fuerza hercúlea. Su cara, desprovista de maquillaje, era pavorosa. Sus músculos se contrajeron y ella sintió que la ponían boca abajo como una muñeca de trapo. Una pesada rodilla se hundió en su espalda, y por un instante creyó que se partiría en dos. Él le agarró los brazos y se los puso a la espalda.
Con la cabeza ladeada y la mejilla contra la alfombra, Katherine logró ver a Langdon, el cuerpo aún convulsionado, el rostro vuelto hacia el lado contrario. Tras él, el agente Hartmann yacía inmóvil en el recibidor.
Un metal frío se le clavó en las muñecas, y se dio cuenta de que la estaban atando con alambre. Aterrorizada, trató de zafarse, pero al hacerlo no hizo sino causarse un agudo dolor en las manos.
—Este alambre le cortará si se mueve —informó él mientras acababa con las muñecas y pasaba a los tobillos con una eficacia aterradora.
Katherine le dio una patada, y él respondió propinándole un tremendo puñetazo en el muslo derecho, paralizando su pierna. Al cabo de unos segundos, tenía los tobillos atados.
—¡Robert! —pudo exclamar al fin.
Él gemía en el suelo del pasillo, retorcido sobre la bolsa de piel, con la pirámide al lado, cerca de la cabeza. Katherine comprendió que esa pirámide era su última esperanza.
—Hemos descifrado la pirámide —informó a su agresor—. Se lo contaré todo.
—Ya lo creo que lo hará.
Diciendo eso, sacó el trapo de la boca de la mujer muerta y se lo introdujo con fuerza en la suya.
Sabía a mil demonios.
El cuerpo de Robert Langdon no era suyo. Se hallaba tendido, entumecido e inmóvil, la mejilla contra el duro piso de madera. Había oído lo suficiente sobre armas paralizantes para saber que inutilizaban a sus víctimas sobrecargando temporalmente el sistema nervioso. Su efecto —algo denominado incapacitación electromuscular— podría haber sido perfectamente el de un rayo. Fue como si el insoportable dolor se colara en cada molécula de su cuerpo. Ahora, a pesar de que su cerebro así lo quería, sus músculos se negaban a obedecer la orden que él les enviaba.
«¡Levanta!»
Boca abajo, paralizado en el suelo, su respiración era superficial, apenas le llegaba aire. Todavía no había visto al que lo había atacado, pero sí al agente Hartmann, tendido en medio de un charco de sangre cada vez mayor. Langdon había oído a Katherine forcejear y hablar, pero hacía un momento su voz se había ahogado, como si el hombre le hubiese metido algo en la boca.