Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—¡Dios mío! —Se volvió hacia el animal tatuado que tenía delante—. ¿Qué le ha hecho a Robert?
—Chsss —musitó el hombre—. De lo contrario, la oirá. —Se hizo a un lado y le señaló algo situado detrás.
Allí no estaba Langdon. Lo único que vio Katherine fue una enorme urna de fibra de vidrio negra cuya forma guardaba un inquietante parecido con los pesados ataúdes en los que se repatriaba a los caídos en combate. Dos inmensos cierres la mantenían cerrada a cal y canto.
—¿Está ahí dentro? —preguntó ella—. Pero... ¡se va a asfixiar!
—No lo creo —aseguró el hombre al tiempo que señalaba una serie de tubos transparentes que discurrían a lo largo de la pared y desaparecían en el interior de la caja—. Pero lo deseará con todas sus fuerzas.
En medio de aquella oscuridad absoluta, Langdon aguzó el oído al percibir las sordas vibraciones que le llegaban del mundo exterior. «¿Voces?» Empezó a aporrear la urna y a dar gritos.
—¡Ayuda! ¿Hay alguien ahí?
A lo lejos, una voz apagada repuso:
—¡Robert! Dios mío, no. ¡NO!
Langdon conocía esa voz: era Katherine, y sonaba aterrorizada. Así y todo, era un sonido grato. Cogió aire para decirle algo, pero se paró en seco al notar una sensación inesperada en la nuca. Del fondo de la caja parecía emanar una leve brisa. «¿Cómo es posible?» Permaneció inmóvil, evaluando la situación. «Sí, no me cabe la menor duda.» Sentía un cosquilleo en los pelillos de la nuca.
Instintivamente empezó a palpar la caja en busca de la fuente de aire. Sólo tardó un segundo en encontrarla. «¡Hay un respiradero minúsculo!» La pequeña abertura perforada era similar al desagüe de un fregadero o una bañera, salvo por el hecho de que por ella subía un hilillo continuo de aire.
«Está insuflando aire. No quiere que me ahogue.»
Su alivio fue efímero, pues acto seguido, por los orificios del respiradero, empezó a oírse un sonido terrorífico: se trataba del borboteo inconfundible de un liquido... que estaba a punto de invadir el espacio que él ocupaba.
Katherine observó con incredulidad el fluido transparente que avanzaba por uno de los tubos en dirección a la urna. La escena parecía una suerte de retorcido truco de magia.
«¿Está introduciendo agua en la caja?»
Tiró de sus ataduras, desoyendo el intenso daño que le infligían los alambres en las muñecas. Lo único que podía hacer era contemplar despavorida el espectáculo. Oía a Langdon dar golpes, presa de la desesperación, pero cuando el agua inundó la parte inferior del contenedor, los golpes cesaron. Tras un instante de silencio aterrado, los porrazos comenzaron de nuevo con renovada impaciencia.
—Sáquelo de ahí —suplicó ella—. Por favor. No puede hacer esto.
—Morir ahogado es horrible, ¿sabe? —El hombre hablaba con toda tranquilidad mientras daba vueltas a su alrededor—. Su ayudante, Trish, podría decírselo.
Katherine oía sus palabras, pero apenas podía asimilarlas.
—Quizá recuerde que yo estuve a punto de ahogarme —susurró el gigante—. Sucedió en la casa que su familia posee en Potomac. Su hermano me disparó y yo caí al río y atravesé el hielo, en el puente de Zach.
Katherine le lanzó una mirada feroz, rebosante de odio. «La noche que mató a mi madre.»
—Esa noche los dioses me protegieron —afirmó él—. Y me mostraron el camino... para ser uno de ellos.
El agua que entraba a borbotones en la caja, a la altura de la cabeza de Langdon, era tibia, se hallaba a la temperatura del cuerpo. La profundidad ya era de varios centímetros, y el líquido había engullido por completo parte de su desnudo cuerpo. Cuando empezó a subirle por el tórax, Langdon comprendió la triste realidad que se avecinaba de prisa.
«Voy a morir.»
Un nuevo ataque de pánico le hizo levantar los brazos y comenzar a dar puñetazos de nuevo.
—Tiene que dejarlo salir —imploró Katherine, ahora llorando—. Haremos lo que usted quiera. —Oía a Langdon aporrear con frenesí mientras el agua afluía a la caja.
El hombre tatuado se limitó a sonreír.
—Es usted más dócil que su hermano. Ni se imagina lo que tuve que hacer para arrancarle sus secretos...
—¿Dónde está? —espetó ella—. ¿Dónde está Peter? ¡Dígamelo! Hicimos exactamente lo que usted quería, desciframos la pirámide y...
—No, no descifraron la pirámide. Decidieron jugar. Ocultaron información y trajeron a un agente del gobierno a mi casa. Un comportamiento que no pienso recompensar.
—No teníamos elección —explicó Katherine, tragándose las lágrimas—. La CIA lo busca. Nos obligaron a venir con un agente. Se lo contaré todo, pero deje salir a Robert.
Oyó que Langdon chillaba y daba golpes a la urna, y vio que el agua seguía fluyendo por el tubo. Sabía que a su amigo no le quedaba mucho tiempo.
Ante ella, aquella bestia tatuada hablaba sin alterarse, acariciándose el mentón.
—Supongo que habrá agentes esperándome en Franklin Square, ¿no es así?
Cuando Katherine no respondió, él le apoyo las manazas en los hombros y empezó a tirar de ella hacía sí, despacio. Con los brazos aún atados tras el respaldo de la silla, sus hombros acusaron la presión, experimentando un dolor intenso, amenazando con dislocarse.
—¡Sí! —exclamó al cabo—. Sí hay agentes en Franklin Square.
Él tiró con más fuerza.
—¿Cuál es el número que figura en el vértice?
El dolor que sentía en las muñecas y los hombros se tornó insoportable, pero ella no soltó prenda.
—Puede decírmelo ahora o después de que le parta los brazos.
—¡Ocho! —confesó en medio del sufrimiento—. El número que falta es el ocho. El vértice dice: «El secreto está dentro de Su Orden / Ocho de Franklin Square.» Lo juro. No sé qué más puedo decirle. Es el ocho de Franklin Square.
Él no la soltó aún.
—Es todo lo que sé —aseguró Katherine—. Ésa es la dirección. ¡Déjeme! ¡Saque a Robert de ahí!
—Lo haría... —contestó el monstruo—, pero hay un problema: no puedo ir al ocho de Franklin Square sin que me cojan. Dígame, ¿qué hay en esa dirección?
—No lo sé.
—¿Y los símbolos de la base de la pirámide? ¿En la parte inferior? ¿Sabe qué significan?
—¿Qué símbolos en la base? —Katherine no sabía de qué le estaba hablando—. Ahí no hay ningún símbolo, esa parte es lisa, no hay nada.
Al parecer insensible a los ahogados gritos de ayuda que salían del remedo de ataúd, el hombre fue con parsimonia hasta donde estaba la bolsa de Langdon y sacó la pirámide de piedra. Después volvió con Katherine y la sostuvo a la altura de sus ojos para que pudiera verle la base.
Cuando ella lo hizo, abrió la boca perpleja.
«Pero... es imposible.»
La parte inferior de la pirámide estaba cubierta de intrincados símbolos. «Ahí no había nada antes, estoy segura.» Katherine ignoraba cuál podía ser su significado. Los símbolos parecían beber de todas las tradiciones místicas, incluidas algunas que ella ni siquiera era capaz de ubicar.
«Un caos absoluto.»
—No... no tengo ni idea de lo que significan —aseveró.
—Tampoco yo —replicó su captor—. Por suerte tenemos a un experto a nuestra disposición. —Echó un vistazo a la caja—. Preguntémosle, ¿no? —Llevó la pirámide a la urna.
Durante un breve instante Katherine creyó, esperanzada, que el hombre levantaría la tapa. Sin embargo, lo que hizo fue sentarse tranquilamente encima, alargar el brazo y descorrer un pequeño panel que dejó al descubierto una ventana de plexiglás en la parte superior del receptáculo.
«¡Luz!»
Langdon se tapó los ojos y los entornó al percibir el rayo de luz que entraba por arriba. Cuando sus pupilas se hubieron acostumbrado, la esperanza se tornó confusión. Estaba mirando por lo que parecía ser una ventanilla practicada en la parte superior de la caja. Al otro lado vio un techo blanco y un fluorescente.
Sin previo aviso, sobre él se cernió el rostro tatuado, mirándolo.
—¿Dónde está Katherine? —chilló Langdon—. ¡Déjeme salir!
El otro sonrió.
—Su amiga Katherine está aquí, conmigo —repuso—. En mi mano está salvarle la vida. Y salvar también la de usted. Pero el tiempo apremia, de manera que le sugiero que escuche atentamente.
Langdon apenas lo oía a través del cristal, y el nivel del agua había aumentado, ahora le cubría el pecho.
—¿Está usted al tanto de que en la base de la pirámide hay símbolos? —le preguntó el lunático.
—¡Sí! —exclamó él, que los había visto cuando la pirámide descansaba en el suelo, en el piso de arriba—. Pero no sé qué significan. Tendrá que ir al ocho de Franklin Square. La respuesta está ahí. Eso es lo que dice el vértice...
—Profesor, usted y yo sabemos que la CIA me está esperando allí. No tengo la menor intención de caer en una trampa. Además, no me hacía falta saber el número. Sólo hay un edificio en esa plaza que pudiera venir al caso: el Almas Shrine Temple. —Hizo una pausa, sin dejar de mirar a Langdon—. La Antigua Orden Árabe de los Nobles del Relicario Místico.
Langdon estaba confuso. Conocía ese templo, pero había olvidado que se encontraba en Franklin Square. «¿Los
shriners
son... "Su Orden"? ¿Su templo se asienta sobre una escalera secreta?» Aquello no tenía ningún sentido desde el punto de vista histórico, pero Langdon no estaba en situación de ponerse a hablar de historia.
—¡Sí! —chilló—. Eso debe de ser. «El secreto está dentro de Su Orden.»
—¿Conoce usted el edificio?
—Sin duda. —Robert levantó la dolorida cabeza para mantener las orejas fuera del líquido, cuyo nivel subía de prisa—. Puedo ayudarlo, déjeme salir.
—Así que cree que puede decirme qué tiene que ver ese templo con los símbolos de la base de la pirámide...
—Sí. Deje que les eche un vistazo.
—Muy bien. Veamos qué se le ocurre.
«¡De prisa!» Con la tibia agua remansándose a su alrededor, Langdon empujó la tapa, deseando con todas sus fuerzas que el hombre la abriera. «Por favor, dese prisa.» Sin embargo, la tapa no se abrió, sino que de repente vio ante sus ojos la base de la pirámide, suspendida al otro lado de la ventana de plexiglás.
Langdon clavó la vista en ella, aterrorizado.
—¿Ve bien así? —El hombre sostenía la pirámide con las tatuadas manos—. Piense, profesor, piense. Yo diría que le quedan menos de sesenta segundos.
Robert Langdon había oído decir a menudo que un animal acorralado era capaz de hacer gala de un increíble despliegue de fuerza. Con todo, cuando puso todo su empeño en abrir la caja, ésta no cedió lo más mínimo. A su alrededor, el líquido seguía subiendo a un ritmo constante. Con no más de quince centímetros de espacio libre, Langdon había alzado la cabeza para introducirla en la bolsa de aire que quedaba. Ahora tenía la cara prácticamente pegada a la ventana de plexiglás, sus ojos a tan sólo unos centímetros de la base de la pirámide y sus desconcertantes dibujos.
«No tengo ni idea de lo que significa.»
Oculta durante más de un siglo bajo una mezcla endurecida de cera y polvo de piedra, ahora la última inscripción de la pirámide masónica estaba al descubierto. Se trataba de un cuadrado perfecto repleto de símbolos pertenecientes a distintas tradiciones: alquímica, astrológica, heráldica, angélica, mágica, numérica, sigílica, griega, latina. En su conjunto aquello era pura anarquía simbólica, una sopa de letras cuyos caracteres procedían de docenas de idiomas, culturas y períodos distintos.
«Un caos absoluto.»
El experto en simbología Robert Langdon ni siquiera barajando las más descabelladas interpretaciones era capaz de entender cómo podía descifrarse aquella cuadrícula de símbolos de forma que tuviera algún sentido. «¿Orden de este caos? Imposible.»
El líquido se aproximaba a su nuez, y sintió que su grado de espanto aumentaba con él. Continuó dando golpes en el tanque mientras la pirámide se mofaba de él.
Después, a la desesperada, concentró toda su energía mental en el tablero de símbolos. «¿Qué pueden significar? —Por desgracia, el batiburrillo era tal que no sabía por dónde empezar—. Ni siquiera forman parte de los mismos períodos históricos.»
Fuera de la urna, la voz ahogada pero así y todo audible, Katherine suplicaba al gigante que lo soltara con lágrimas en los ojos. A pesar de que no veía la solución, la posibilidad de morir parecía alentar a cada una de las células de su cuerpo para que dieran con una. Langdon sentía una extraña claridad de juicio, muy distinta de todo cuanto había experimentado antes. «¡Piensa!» Escrutó el cuadrado con atención en busca de alguna pista —un patrón, una palabra escondida, un icono especial, cualquier cosa—, pero sólo vio un recuadro de símbolos que no guardaban ninguna relación entre sí. «Un caos.»