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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (59 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—Yo misma lo diseñé y construí —le dijo a Peter, mostrándole su invento—. ¿Adivinas qué es?

Su hermano fijó la mirada en la extraña máquina.

—¿Una incubadora?

Katherine rió y negó con la cabeza, aunque la suposición había sido razonable. Era cierto que el aparato se parecía un poco a las incubadoras transparentes que hay en los hospitales para los bebés prematuros. Su máquina, sin embargo, era del tamaño de un adulto: una cápsula alargada y hermética de plástico transparente, como la cama de una nave espacial, montada encima de una serie de aparatos electrónicos.

—Veamos si esto te ayuda a averiguarlo —añadió Katherine mientras conectaba el aparato a una toma de corriente.

Se encendió en la máquina un indicador digital, cuyos números empezaron a saltar cuando ella se puso a calibrar minuciosamente los botones.

Cuando hubo terminado, la pantalla mostró la siguiente lectura:

0,0000000000 kg

—¿Una báscula? —preguntó Peter con expresión de perplejidad.

—Pero no una báscula cualquiera.

Katherine recogió en una mesa cercana un trozo diminuto de papel y lo depositó con delicadeza sobre la cápsula. Los números del indicador empezaron a saltar otra vez, hasta quedar fijos en un nuevo número:

0,0008194325 kg

—Una microbáscula de enorme precisión —añadió—, con una resolución de unos pocos microgramos.

Peter aún parecía desconcertado.

—¿Has construido una báscula de precisión para... pesar personas?

—Exacto. —Levantó la tapa transparente de la máquina—. Si meto a una persona en la cápsula y cierro la tapa, el sujeto queda dentro de un sistema completamente hermético, del que no sale ni entra nada: ni gases, ni líquidos, ni partículas de polvo. Nada escapa del interior: ni el aliento del sujeto, ni la transpiración, ni los fluidos corporales. Nada.

Peter se pasó la mano por la densa melena plateada, en un gesto nervioso semejante al que solía hacer Katherine.

—Hum... Obviamente, una persona moriría ahí dentro con bastante rapidez.

Ella asintió.

—Unos seis minutos, más o menos, según la frecuencia respiratoria.

Su hermano se volvió hacia ella.

—No acabo de entenderlo.

Katherine sonrió.

—Lo entenderás.

Dejando atrás la máquina, condujo a Peter a la sala de control del Cubo y le indicó que se sentara delante de la pared de plasma. Empezó a teclear y accedió a una serie de archivos de vídeo almacenados en los discos holográficos. Cuando el plasma cobró vida con un parpadeo, les presentó unas imágenes que parecían de videoaficionado.

La cámara mostraba una panorámica de un dormitorio modesto, donde había una cama deshecha, varios frascos de medicinas, un respirador y un monitor cardíaco. Mientras Peter observaba perplejo, la cámara continuó su recorrido hasta revelar, casi en el centro de la habitación, la báscula ideada por Katherine.

Los ojos de Peter se ensancharon.

—¿Qué demonios... ?

La cápsula transparente tenía la tapa abierta y en su interior había un hombre muy viejo, con mascarilla de oxígeno. A su lado estaban su mujer, ya mayor, y un empleado del hospital para enfermos terminales. El anciano respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados.

—El hombre de la cápsula fue profesor mío de ciencias en Yale —dijo Katherine—. Seguimos en contacto a lo largo de los años. Estaba muy enfermo. Siempre había dicho que quería donar su cuerpo a la ciencia, y cuando le expliqué mi idea para este experimento, en seguida quiso participar.

Peter quedó aparentemente mudo de la impresión, al ver la escena que se desarrolló ante ellos.

El empleado del hospital para desahuciados se volvió hacia la mujer del enfermo.

—«Ha llegado el momento. Está preparado.»

La anciana se enjugó los ojos llenos de lágrimas y asintió con serena resolución.

—«De acuerdo.»

Con gran suavidad, el empleado se inclinó sobre la cápsula y le retiró al hombre la mascarilla de oxígeno. El anciano se estremeció levemente pero no abrió los ojos. Entonces el empleado apartó a un lado el respirador y el resto del equipo, dejando completamente aislado en el centro de la habitación al hombre en el interior de la cápsula.

La mujer del moribundo se acercó al aparato, se inclinó y besó con delicadeza la frente de su marido. El anciano mantuvo los ojos cerrados, pero movió sutilmente los labios, que formaron una leve sonrisa afectuosa.

Sin la mascarilla de oxígeno, su respiración no tardó en volverse más trabajosa. Era evidente que se acercaba su hora. Con una fuerza y una calma admirables, su mujer bajó con lentitud la tapa transparente de la cápsula y la selló herméticamente, tal como Katherine le había enseñado a hacer.

Peter reaccionó con un gesto de alarma.

—¡En nombre de Dios, Katherine! ¿Qué...?

—No te preocupes —susurró ella—. Hay oxígeno de sobra dentro de la cápsula.

Había visto esa película docenas de veces, pero todavía se le aceleraba el pulso en cada ocasión. Señaló la báscula debajo de la cápsula hermética donde yacía el moribundo. La lectura del indicador digital era la siguiente:

51,4534644 kg

—Es su peso corporal —explicó.

La respiración del anciano se volvió más superficial, y Peter se inclinó hacia la imagen, electrizado.

—Actuamos según su voluntad —susurró Katherine—. Ahora mira lo que pasa.

La mujer del moribundo había retrocedido unos pasos y estaba sentada en la cama, contemplando la escena en silencio, junto al empleado del hospital.

En el transcurso de los sesenta segundos siguientes, el enfermo siguió respirando de manera superficial y cada vez más rápida, hasta que de pronto, como si él mismo hubiese elegido el momento, simplemente exhaló el último suspiro. Todo se detuvo.

Era el fin.

La mujer y el empleado del hospital se consolaron mutuamente en silencio.

No pasó nada más.

Al cabo de unos segundos, Peter se volvió hacia Katherine con expresión confusa.

«Espera y verás», pensó ella, dirigiendo la mirada de su hermano hacia el indicador digital de la cápsula, que aún relucía, mostrando el peso del hombre muerto.

Entonces sucedió.

Cuando Peter lo vio, dio un respingo y estuvo a punto de caerse de la silla.

—Pero... eso es... —Se tapó la boca, impresionado—. No puedo...

No era frecuente que el gran Peter Solomon se quedara sin habla. La reacción de Katherine había sido similar las primeras veces que había visto lo sucedido.

Unos instantes después de la muerte del hombre, la lectura de la báscula había disminuido de forma súbita. El hombre se había vuelto más ligero inmediatamente después de la muerte. El cambio de peso era minúsculo, pero se podía medir..., y las implicaciones eran de un alcance abrumador.

Katherine recordaba haber escrito con mano temblorosa en su cuaderno de notas: «Esto apunta a la existencia de una "materia" invisible que abandona el cuerpo humano en el momento de la muerte. Su masa es cuantificable, pero no la detienen las barreras físicas. Debo suponer que se mueve en una dimensión que aún no podemos percibir.»

Por la conmocionada expresión en la cara de su hermano, Katherine supo que comprendía las potenciales repercusiones del experimento.

—Katherine —tartamudeó él mientras abría y cerraba los ojos grises como para asegurarse de no estar soñando—, creo que has pesado el alma humana.

Se hizo un largo silencio.

Katherine intuyó que su hermano estaba intentando procesar las poderosas y fantásticas ramificaciones del hallazgo.

«Le llevará tiempo.»

Si lo que acababan de presenciar era verdaderamente lo que parecía (es decir, la prueba de que un alma, o una conciencia, o una fuerza vital podía moverse fuera de los límites del cuerpo), entonces los hechos arrojaban una luz nueva y asombrosa sobre multitud de interrogantes místicas: la transmigración, la conciencia cósmica, las experiencias cercanas a la muerte, la proyección astral, la visión a distancia, los sueños lúcidos y mucho más. Las revistas médicas estaban llenas de casos de pacientes muertos en la mesa de operaciones que habían visto su cuerpo desde arriba y después habían sido reanimados.

Peter estaba en silencio y Katherine vio entonces que tenía lágrimas en los ojos. Lo comprendió. Ella también había llorado. Peter y Katherine habían perdido a seres queridos, y para cualquiera en su situación, el indicio más leve de que el espíritu humano podía persistir después de la muerte era un destello de esperanza.

«Se está acordando de Zachary», pensó Katherine al reconocer en los ojos de su hermano una melancolía profunda. Durante años, Peter había cargado el peso de la responsabilidad por la muerte de su hijo. Muchas veces le había dicho a su hermana que dejar a su hijo en la prisión había sido el peor error de su vida, y que jamás se lo perdonaría.

Un portazo sacó a Katherine de su ensoñación y la devolvió súbitamente al sótano, donde yacía sobre una fría mesa de piedra. La puerta metálica en lo alto de la rampa se había cerrado con estruendo y el hombre tatuado estaba bajando. Lo oyó entrar en una de las habitaciones del final del pasillo y hacer algo dentro, para luego continuar por el corredor hasta la sala donde estaba ella. Cuando entró, Katherine notó que venía empujando algo. Algo pesado..., sobre ruedas. En cuanto le dio la luz, ella se lo quedó mirando fijamente, sin dar crédito a sus ojos. El hombre tatuado traía a una persona en silla de ruedas.

Intelectualmente, el cerebro de Katherine reconoció al hombre de la silla, pero emocionalmente, su mente se negaba a aceptar lo que estaba viendo.

«¿Peter? »

No sabía si sentirse eufórica por ver a su hermano con vida... o lisa y llanamente aterrada. Peter tenía el cuerpo completamente rasurado. La espesa cabellera plateada había desaparecido, lo mismo que las cejas, y la piel lisa brillaba como si se la hubieran untado con aceite. Llevaba puesta una túnica negra de seda. En el lugar de la mano derecha, no tenía más que un muñón, envuelto en un vendaje limpio y reciente. Los ojos transidos de dolor de su hermano buscaron su mirada, cargada de tristeza.

—¡Peter! —articuló ella con voz quebrada.

Su hermano intentó hablar, pero sólo emitió amortiguados sonidos guturales. Entonces ella comprendió que estaba atado a la silla de ruedas y había sido amordazado.

El hombre de los tatuajes extendió un brazo y acarició con suavidad la cabeza rapada de Peter.

—He preparado a tu hermano para un gran honor. Tiene un papel que desempeñar esta noche.

Todo el cuerpo de Katherine se puso rígido.

«¡No...!»

—Peter y yo saldremos dentro de un momento, pero pensé que te gustaría despedirte de él.

—¿Adonde lo llevas? —preguntó ella con voz débil.

El hombre sonrió.

—Peter y yo tenemos que partir hacia la montaña sagrada. Allí está el tesoro. La pirámide masónica ha revelado su localización. Vuestro amigo Robert Langdon ha sido de gran ayuda.

Katherine miró a su hermano a los ojos.

—Él ha matado... a Robert.

Peter hizo una mueca de agónico dolor y sacudió la cabeza con violencia, como si ya no pudiera soportar más el sufrimiento.

—Tranquilo, Peter —dijo el hombre, acariciándole una vez más el cuero cabelludo—. No dejes que ese detalle te arruine el momento. Ésta es tu última reunión familiar.

Katherine sintió que la desesperación inundaba su mente.

—¡¿Por qué haces esto?! —gritó—. ¡¿Qué mal te hemos hecho?! ¡¿Por qué odias tanto a mi familia?!

El hombre tatuado se le acercó y le habló pegándole la boca a la oreja.

—Tengo mis razones, Katherine.

Después fue hasta la mesa auxiliar y cogió el extraño cuchillo. Lo llevó hasta donde estaba ella y le pasó la bruñida hoja por la mejilla.

—Éste es probablemente el cuchillo más famoso de la historia.

Katherine no sabía de ningún cuchillo famoso, pero el objeto tenía un aspecto antiguo y siniestro. Al tacto, la hoja parecía afilada como una navaja de afeitar.

—No te preocupes. No tengo intención de desperdiciar su poder en ti. Me lo reservo para un sacrificio más valioso... en un lugar más sagrado. —Se volvió hacia su hermano—. Reconoces este cuchillo, ¿verdad, Peter?

Los ojos del prisionero se ensancharon con una mezcla de horror e incredulidad.

—Sí, Peter, esta antigua pieza aún existe. Me costó una fortuna conseguirla... y la he estado reservando para ti. Por fin podremos poner punto final, tú y yo, a nuestro doloroso viaje juntos.

Dicho esto, envolvió cuidadosamente el cuchillo en un trapo, con los otros objetos: incienso, frascos con líquidos, paños de satén blanco y otros elementos ceremoniales. Después, guardó los objetos envueltos en la bolsa de viaje de Langdon, con la pirámide masónica y el vértice. Katherine se quedó mirando, impotente, mientras el hombre cerraba la cremallera y se volvía hacia su hermano.

—Hazme el favor de llevar esto, Peter —dijo mientras le depositaba sobre las rodillas la pesada bolsa de piel.

A continuación abrió un cajón y se puso a rebuscar en su interior. Katherine oyó un tintineo de pequeños objetos metálicos. Cuando el hombre volvió a su lado, le cogió el brazo derecho y lo estabilizó en posición horizontal. Katherine no podía ver lo que estaba haciendo, pero aparentemente Peter sí podía, porque una vez más empezó a agitarse con violencia en la silla.

Katherine sintió de pronto un aguijonazo agudo en el interior del codo derecho y un calor espectral que empezaba a fluir en torno a la zona del pinchazo. Peter emitía extraños sonidos ahogados e intentaba en vano liberarse de la pesada silla. Un frío entumecimiento empezó a extenderse por el antebrazo y los dedos de ella, por debajo del codo.

Cuando el hombre se apartó, Katherine descubrió el motivo del horror de su hermano. El hombre tatuado le había insertado una aguja intravenosa, como si fuera a extraerle sangre para una donación. Sin embargo, la aguja no estaba conectada a ningún tubo, sino que dejaba fluir libremente la sangre... que se derramaba por el codo y el antebrazo y caía sobre la mesa de piedra.

—Una clepsidra humana —dijo el hombre, volviéndose hacia Peter—. Dentro de poco, cuando te pida que desempeñes tu papel, quiero que visualices la imagen de Katherine... muriendo sola, aquí, en la oscuridad.

La expresión de Peter fue de absoluto tormento.

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