Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
En lo alto, sobre su cabeza, la campana empezó a sonar.
Los estudiantes prorrumpieron en entusiastas y atronadores aplausos.
Katherine Solomon se estaba tambaleando al borde de la inconsciencia cuando la sacudió la onda de choque de una explosión ensordecedora.
Instantes después, olió humo.
Le pitaron los oídos.
Oyó voces amortiguadas a lo lejos. Gritos. Pasos. De pronto, notó que respiraba mejor. Le habían quitado el trapo de la boca.
—Está a salvo —susurró una voz masculina—. Resista.
Esperaba que el hombre le retirara la aguja del brazo, pero en lugar de eso, se puso a gritar órdenes.
—Traed el equipo médico... Conectad un tubo intravenoso a la aguja... Preparad la infusión con lactato de Ringer... Que alguien le tome la presión...
Mientras comprobaba los signos vitales de Katherine, el hombre le dijo:
—Señora Solomon, ¿sabe adonde ha ido la persona que le ha hecho esto?
Ella se esforzó por mantener los ojos abiertos, pero se sentía desfallecer.
—Necesitamos saber adonde ha ido —insistió el hombre.
Por toda respuesta, Katherine susurró tres palabras, aunque sabía que no tenían sentido:
—La... montaña... sagrada.
La directora Sato pasó entre los restos de la puerta de acero y bajó la rampa de madera que conducía al sótano secreto. Uno de sus agentes salió a su encuentro al pie de la misma.
—Directora, creo que le interesará ver esto.
Sato siguió al agente por el estrecho pasillo hasta una pequeña habitación bien iluminada y vacía, excepto por algunas prendas de ropa apiladas en el centro. La directora reconoció la americana de tweed y los mocasines de Langdon.
El agente señaló, sobre la pared del fondo, un contenedor grande con aspecto de ataúd.
«¿Qué demonios es eso?»
Sato avanzó unos pasos y observó que la urna estaba conectada a un tubo transparente de plástico adosado a la pared. Con precaución, se acercó un poco más. Entonces descubrió un panel corredero en la parte superior. Se agachó y lo deslizó a un lado, dejando al descubierto una pequeña ventana.
En seguida se echó atrás.
Debajo de la lámina de plexiglás... flotaba sumergido el rostro inexpresivo del profesor Robert Langdon.
«¡Luz!»
El vacío ilimitado donde Langdon estaba suspendido se vio inundado de pronto por un sol cegador. Rayos de blanca luz calcinante se difundieron por la negrura del espacio y le quemaron la mente.
La luz estaba en todas partes.
Súbitamente, en medio de la nube radiante que tenía ante sí, apareció una imagen muy bella. Era una cara... borrosa e indefinida. Dos ojos lo miraban a través del vacío. Torrentes de luz rodeaban la cara, y Langdon se preguntó si estaría contemplando el rostro de Dios.
Mirándolo desde arriba, Sato se preguntaba, por su parte, si Langdon tendría la menor idea de lo que le había sucedido. Lo dudaba. Después de todo, el propósito de esa técnica era la desorientación.
Los tanques de privación sensorial se conocían desde los años cincuenta y seguían siendo una forma de retiro muy apreciada en los círculos de la Nueva Era, sobre todo entre los ricos ávidos de nuevas experiencias. La «flotación», como la llamaban, ofrecía una trascendental experiencia de regreso al vientre materno y podía considerarse un instrumento de ayuda a la meditación, que atenuaba la actividad cerebral, eliminando todos los estímulos sensoriales: la luz, el sonido, el tacto e incluso la fuerza de la gravedad. En los tanques tradicionales, el sujeto flotaba de espaldas en una solución salina de hiperflotación, que le mantenía la cara por encima del agua, para que pudiera respirar.
En los últimos años, sin embargo, la tecnología de los tanques había dado un salto de gigante.
«Perfluorocarbonos oxigenados.»
La nueva técnica, llamada ventilación líquida total (VLT), era tan contraria al sentido común que pocos creían en su existencia.
«Líquido respirable.»
La respiración líquida era una realidad desde 1966, cuando Leland C. Clark consiguió mantener con vida a un ratón sumergido durante varias horas en perfluorocarbono oxigenado. En 1989, la VLT había hecho una aparición espectacular en la película
Abyss,
pero fueron pocos los espectadores que sospecharon entonces que estaban viendo ciencia auténtica.
La ventilación líquida total era fruto de los esfuerzos de la medicina moderna para facilitar la respiración de los bebés prematuros, devolviéndolos a un medio acuoso semejante al del vientre materno. Tras nueve meses en el útero, los pulmones humanos no encuentran extraño estar llenos de líquido. Al principio, los perfluorocarbonos resultaban demasiado viscosos para ser plenamente respirables, pero los últimos avances habían conseguido líquidos respirables con una consistencia muy semejante a la del agua.
La Dirección de Ciencia y Tecnología de la CIA («los magos de Langley», como la llamaban en los círculos de la inteligencia militar) había trabajado extensamente con perfluorocarbonos oxigenados, a fin de desarrollar técnicas para las Fuerzas Armadas. Los cuerpos de élite de submarinistas de aguas profundas de la Marina descubrieron que respirar líquido oxigenado, en lugar de los habituales héliox o trímix, les permitía bucear hasta profundidades mayores, sin riesgo de padecer síndrome de descompresión. Del mismo modo, la NASA y su fuerza aérea habían comprobado que los pilotos provistos de un aparato de respiración líquida, en lugar de la botella de oxígeno tradicional, podían resistir mayores fuerzas gravitatorias de lo habitual, porque el líquido repartía de manera más uniforme que el gas la fuerza de la gravedad entre todos los órganos internos.
Sato había oído hablar de los nuevos «laboratorios de experiencias extremas», donde era posible probar los tanques de ventilación líquida total, o «máquinas de meditar», como los llamaban. El tanque que tenía ante sí probablemente había sido instalado por su dueño para su experimentación privada, aunque el añadido de robustos pasadores con cerrojo le dejaban pocas dudas en cuanto a su uso para otras aplicaciones más nefastas..., como las técnicas de interrogatorio que la CIA conocía bien.
La siniestra técnica consistente en dejar que el nivel del líquido aumentara poco a poco era particularmente eficaz, porque la víctima se convencía de estar ahogándose. Sato tenía noticias de varias operaciones secretas en las que se habían utilizado tanques de privación sensorial como el que tenía delante, para llevar esa sensación ilusoria hasta niveles aterradores. Un sujeto sumergido en líquido respirable podía vivir con particular realismo toda la experiencia del ahogamiento. Por lo general, el pánico asociado con la situación le impedía darse cuenta de que el líquido que estaba respirando era ligeramente más viscoso que el agua. Cuando el perfluorocarbono irrumpía en los pulmones, la víctima solía desmayarse de terror, para luego despertar en la más radical de las «celdas de aislamiento».
Agentes anestésicos de uso tópico, fármacos paralizantes y alucinógenos se mezclaban con el tibio líquido oxigenado para crear en el prisionero una sensación de total separación del cuerpo. Cuando la mente enviaba a las extremidades la orden de moverse, éstas no respondían. El estado de «muerte» era suficientemente aterrador por sí solo, pero la verdadera desorientación se producía tras el proceso de «renacimiento», que con el uso de luces deslumbrantes, corrientes de aire frío y ruido ensordecedor podía resultar particularmente traumático y doloroso. Tras una sucesión de renaceres seguidos de nuevos ahogamientos, el prisionero llegaba a tal grado de desorientación que ya no sabía si estaba vivo o muerto..., y revelaba al interrogador absolutamente todo lo que éste quisiera.
Sato se preguntó si debía esperar a un equipo médico para sacar a Langdon de su estado, pero se dijo que no disponía de mucho tiempo.
«Necesito averiguar lo que sabe.»
—Apagad las luces —ordenó—, y traed unas mantas.
El sol cegador ya no estaba.
También el rostro había desaparecido.
Había vuelto la negrura, pero Langdon empezaba a oír susurros distantes que reverberaban a través de años luz de vacío. Voces amortiguadas..., palabras ininteligibles. Sintió vibraciones..., como si el mundo entero estuviera a punto de desmoronarse.
Entonces, sucedió.
Sin previo aviso, el universo se desgarró por la mitad. Una brecha enorme se abrió en la nada..., como si el espacio mismo se hubiera roto por las costuras. Una neblina grisácea se derramó por la grieta y Langdon vio una imagen espeluznante. Manos sin cuerpo lo buscaban, lo aferraban e intentaban arrancarlo de su mundo.
«¡No!»
Intentó oponerles resistencia, pero no tenía brazos... ni puños. ¿O sí los tenía? De pronto sintió que el cuerpo se le materializaba alrededor de la mente. Había recuperado la carne y unas manos poderosas lo estaban agarrando y lo arrastraban hacia arriba.
«¡No! ¡Por favor!»
Pero era tarde.
El dolor le laceró el pecho mientras las manos lo alzaban a través de la abertura. Sentía los pulmones llenos de arena.
«¡No puedo respirar!»
Súbitamente se encontró tumbado de espaldas, sobre la superficie más fría y dura que podría haber imaginado. Algo le apretaba el pecho, una y otra vez, con dolorosa brusquedad. Estaba expulsando la tibieza por la boca.
«Quiero volver.»
Se sentía como un niño que acabara de salir del vientre materno.
Entre toses y convulsiones, empezó a escupir líquido. Le dolía el pecho y el cuello. El sufrimiento era insoportable y la garganta le quemaba. A su alrededor, había gente que hablaba intentando susurrar, pero el ruido era ensordecedor. Tenía la vista nublada y sólo distinguía formas borrosas. Había perdido la sensibilidad de la piel, que parecía cuero muerto.
De pronto sintió una opresión mayor en el pecho.
«¡No puedo respirar!»
Tosió y escupió más líquido.
Incapaz de resistirse al abrumador reflejo de respirar, inhaló con todas sus fuerzas y el aire frío irrumpió en sus pulmones. Se sintió como un bebé recién nacido que hubiese inhalado la primera bocanada de aire de su vida. El mundo era un lugar atroz. Lo único que quería era volver a entrar en el vientre materno.
Robert Langdon no tenía noción del tiempo transcurrido. Percibía que estaba tumbado de lado, envuelto en mantas y toallas, sobre un suelo duro. Una cara familiar lo estaba mirando..., pero los gloriosos rayos de luz habían desaparecido. El eco de un cántico distante aún flotaba en su mente.
Verbum significatium... Verbum omnificum...
—Profesor Langdon —susurró alguien—, ¿sabe dónde está? Él asintió débilmente con la cabeza, tosiendo todavía. Más importante aún, empezó a recordar lo que estaba pasando esa noche.
Envuelto en mantas de lana, Langdon se irguió sobre las piernas temblorosas y bajó la vista para contemplar el tanque de líquido, con la tapa abierta. Había recuperado el cuerpo, aunque hubiese preferido no hacerlo. La garganta y los pulmones le quemaban. El mundo le resultaba duro y cruel.
Sato acababa de explicarle lo sucedido en el tanque de privación sensorial, y había añadido que, de no haberlo sacado a tiempo, probablemente habría muerto de inanición o algo peor. Langdon estaba casi convencido de que Peter había sufrido una experiencia similar. «El señor Solomon se encuentra en la zona intermedia —le había dicho esa misma noche el hombre de los tatuajes—. En el purgatorio... Hamistagan.» Robert estaba convencido de que, si su amigo se había visto obligado a pasar por más de uno de esos procesos de renacimiento, probablemente le habría contado a su captor todo lo que éste hubiera querido saber.
Sato le indicó a Langdon que la siguiera y así lo hizo él, arrastrando lentamente los pies por un pasillo estrecho que se adentraba en las profundidades de aquella extraña guarida que ahora veía por primera vez. Entraron en una habitación cuadrada, con una mesa de piedra y una iluminación espectral. Al ver a Katherine, Langdon dejó escapar un suspiro de alivio. Aun así, la escena era inquietante.
La mujer estaba acostada boca arriba sobre la mesa de piedra. En el suelo había varias toallas empapadas en sangre. Un agente de la CIA sostenía en alto una bolsa para infusión intravenosa con el tubo conectado al brazo de Katherine, que sollozaba en silencio.
—¿Katherine? —articuló Langdon, casi incapaz de hablar.
Ella volvió la cabeza, con expresión desorientada y confusa.
—¡¿Robert?! —Sus ojos reflejaron primero incredulidad y después alegría—. ¡Pero si he visto cómo te ahogabas!
Él se acercó a la mesa de piedra.
Katherine hizo un esfuerzo y se sentó, sin hacer caso del tubo intravenoso ni de las objeciones médicas del agente. Langdon se inclinó sobre la mesa y ella le tendió los brazos para rodear su cuerpo envuelto en mantas y estrecharlo contra su pecho.
—Gracias a Dios —murmuró, besándole la mejilla.
Lo besó una vez más y lo estrechó contra sí, como si no pudiera creer que fuera real.
—No entiendo... cómo...
Sato empezó a explicar algo acerca de tanques de privación sensorial y perfluorocarbonos oxigenados, pero era evidente que Katherine no le estaba prestando atención. Sólo quería sentir a Langdon a su lado.
—Robert —dijo—. Peter está vivo.
Con voz temblorosa, le contó el terrible encuentro y le describió el estado físico de su hermano. Mencionó la silla de ruedas, el extraño cuchillo, las alusiones a algún tipo de «sacrificio», y le contó que el hombre de los tatuajes la había dejado desangrándose, a modo de clepsidra humana, para convencer a Peter de que debía colaborar cuanto antes.
A Langdon le costaba hablar.
—¿Tienes... alguna idea... de dónde han podido ir?
Se apartó para mirarla.
Katherine tenía lágrimas en los ojos.
—Dijo que había descifrado la cuadrícula de la base de la pirámide y que ésta le había indicado que fuera a la montaña sagrada.
—¿Tiene eso algún sentido para usted, profesor? —lo apremió Sato.
Langdon negó con la cabeza.
—Ninguno. —Aun así, le quedaba una esperanza—. Sin embargo, si él encontró la información en la base de la pirámide, nosotros también podemos encontrarla.
La cuadrícula de símbolos era una de las últimas imágenes que había visto antes de ahogarse, y las experiencias traumáticas suelen grabar en la mente los recuerdos con particular fuerza. Era capaz de recordar una parte de la misma; no toda, desde luego, y se preguntaba si sería suficiente.