Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
Langdon se quedó callado.
—Humildemente sostengo —añadió Bellamy— que su gran pirámide masónica es sólo esto..., una modesta piedra cuyo vértice de oro alcanza la suficiente altura para ser tocado por Dios. Suficiente altura para que un hombre ilustrado pueda extender el brazo y tocarlo.
Se hizo un silencio entre ambos hombres durante varios segundos.
Langdon sintió una inesperada oleada de excitación al bajar la mirada hacia la pirámide, que ahora veía con una nueva luz. Volvió a posar sus ojos sobre el código masónico.
—Pero este código... parece tan...
—¿Sencillo?
Langdon asintió.
—Prácticamente cualquiera podría descifrar esto.
Bellamy sonrió y le dio a Langdon un lápiz y un papel.
—Entonces quizá nos podría ilustrar.
A Langdon le seguía incomodando la idea de descifrar el código. A pesar de las circunstancias, no dejaba de parecerle que estaba traicionando la confianza de Peter. Es más, le costaba imaginar que esa inscripción desvelara el paradero de nada..., y mucho menos de uno de los mayores tesoros de la historia.
Langdon aceptó el lápiz que le ofrecía Bellamy y, mientras lo hacía tamborilear contra su barbilla, empezó a estudiar el código. Era tan simple que casi no necesitaba lápiz y papel. Aun así, quiso asegurarse de que no cometía ningún error, de modo que puso el lápiz sobre el papel y dibujó la descripción más común de un cifrado masónico. La clave consistía en cuatro cuadrículas —dos simples y otras dos con puntos—, dentro de las cuales se escribía el alfabeto. Cada carácter se posicionaba dentro de un «espacio» o «celda». La forma de la celda de cada letra pasaba a ser el símbolo de esa letra.
La idea era tan simple que parecía casi infantil.
Langdon verificó dos veces el resultado. Cuando estuvo seguro de que la clave de desencriptado era correcta, volvió a centrar su atención en el código inscrito en la pirámide. Para descifrarlo, lo único que tenía que hacer era encontrar la forma correspondiente en la clave de desencriptado y tomar nota de la letra.
El primer carácter de la pirámide parecía una flecha invertida o un cáliz. Langdon encontró rápidamente el segmento con forma de cáliz en la clave de desencriptado. Estaba localizado en la esquina inferior izquierda y en ella aparecía la letra «S».
Langdon anotó la «S».
El siguiente símbolo de la pirámide era un cuadrado con un punto al que le faltaba el lado derecho. Esa forma se correspondía en la cuadrícula de desencriptado con la letra «O».
Langdon anotó la letra «O».
El tercer símbolo era un cuadrado simple, y se correspondía con la letra «E».
Langdon anotó la letra «E».
«S O E...»
A medida que avanzaba fue ganando velocidad, hasta que finalmente hubo completado toda la cuadricula.
Al mirar la traducción resultante, sin embargo, dejó escapar un suspiro de desconcierto. «Esto no es lo que yo llamaría un momento eureka.»
En el rostro de Bellamy se podía adivinar un atisbo de sonrisa.
—Como sabe, profesor, los antiguos misterios están reservados sólo para aquellos que están verdaderamente ilustrados.
—Cierto —dijo Langdon con el ceño fruncido.
«Al parecer, yo no lo estoy.»
En una oficina del sótano del cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, los mismos dieciséis caracteres del cifrado masónico relucían en un monitor de ordenador de alta definición.
La analista de seguridad de sistemas de la OS Nola Kaye estudiaba a solas la imagen que le había enviado diez minutos antes su jefa, la directora Inoue Sato.
«¿Es esto algún tipo de broma?» Nola sabía que no, claro; la directora Inoue Sato no tenía sentido del humor, y los acontecimientos de esa noche eran cualquier cosa menos asunto de broma. Su acceso a documentos altamente restringidos dentro de la todopoderosa Oficina de Seguridad de la CIA le había abierto los ojos a las tinieblas del poder. Pero lo que Nola había presenciado en las últimas veinticuatro horas había cambiado para siempre su idea sobre los secretos que ocultaban los hombres poderosos.
—Sí, directora —dijo ahora Nola, sosteniendo el teléfono con el hombro mientras hablaba con Sato—. Efectivamente, el código de la inscripción es el cifrado masónico. Sin embargo, el texto resultante no tiene sentido. Parece ser una cuadrícula de letras al azar.
Bajó la mirada hacia el texto desencriptado.
—Ha de significar algo —insistió Sato.
—No, a no ser que haya un segundo encriptado que desconozcamos.
—¿Alguna suposición? —preguntó Sato.
—Es una matriz cuadriculada, de modo que podría probar con los típicos, vigenére, grille, trellis y demás, pero no prometo nada, especialmente si se trata de una libreta de un solo uso.
—Haz lo que puedas. Pero hazlo de prisa. ¿Y qué hay acerca de los rayos X?
Nola hizo girar la silla hacia un segundo monitor que mostraba una imagen de rayos X de la bolsa de alguien. Sato había solicitado información sobre lo que parecía ser una pequeña pirámide que estaba dentro de una caja con forma de cubo. Normalmente, un objeto de cinco centímetros no sería un asunto de seguridad nacional a no ser que estuviera hecho de plutonio enriquecido. Éste no lo estaba. El material del que estaba hecho, sin embargo, resultaba asimismo sorprendente.
—El análisis de la densidad de imagen es conclusivo —dijo Nola—. 19,3 gramos por centímetro cúbico. Es oro puro. Muy, muy valioso.
—¿Algo más?
—Pues sí. El escaneado de densidad ha encontrado unas pequeñas irregularidades en la superficie de la pirámide de oro. Resulta que hay un texto grabado.
—¿De verdad? —dijo Sato, esperanzada—. ¿Qué dice?
—Todavía no lo sé. La inscripción es extremadamente débil. Estoy intentando mejorar la imagen con filtros, pero la resolución de los rayos X no es demasiado buena.
—Está bien. Sigue intentándolo. Llámame cuando tengas algo.
—Sí, señora.
—Y una cosa, Nola —Sato ensombreció el tono de voz—. Al igual que todas las demás cosas que has averiguado en las últimas veinticuatro horas, las imágenes de la pirámide de piedra y el vértice de oro están clasificadas. No debes consultar a nadie. Me informarás directamente a mí. Quiero asegurarme de que esto está claro.
—Por supuesto, señora.
—Muy bien. Manténme al tanto —Sato colgó.
Nola se frotó los ojos y volvió la mirada a las pantallas de ordenador. No había dormido en las últimas treinta y seis horas, y sabía muy bien que no lo haría hasta que esa crisis hubiera llegado a su conclusión.
«Cualquiera que sea ésta.»
En el centro de visitantes del Capitolio, cuatro especialistas en operaciones de campo de la CIA totalmente vestidos de negro permanecían en la entrada del túnel, observando con avidez el pasadizo tenuemente iluminado como una jauría de perros a punto de iniciar la caza.
Tras colgar el teléfono, Sato se acercó a ellos.
—Muchachos —dijo, todavía con la llave del Arquitecto en la mano—, ¿están claros los parámetros de vuestra misión?
—Afirmativo —contestó el jefe de equipo—. Tenemos dos objetivos. El primero es una pirámide de apenas treinta centímetros de alto, con una inscripción. El segundo es un paquete con forma de cubo, de aproximadamente cinco centímetros. Ambos fueron vistos por última vez en la bolsa de Robert Langdon.
—Correcto —dijo Sato—. Esos dos objetos deben ser recuperados intactos a la mayor brevedad. ¿Tenéis alguna pregunta?
—¿Parámetros para el uso de la fuerza?
A Sato todavía le dolía el hombro que Bellamy le había golpeado con el hueso.
—Como he dicho, es de vital importancia que esos objetos sean recuperados.
—Comprendido.
Los cuatro hombres se volvieron y se internaron en la oscuridad del túnel.
Sato se encendió un cigarrillo y observó cómo desaparecían.
Katherine Solomon siempre había sido una conductora prudente, pero ahora circulaba con su Volvo por Suitland Park a más de 140 kilómetros por hora. El pánico no había comenzado a remitir hasta que hubo recorrido casi dos kilómetros con el trémulo pie pegado al acelerador. Ahora se daba cuenta de que su incontrolable tiritera no se debía únicamente al miedo.
«Estoy congelada.»
El aire nocturno e invernal que entraba por la ventanilla rota zarandeaba su cuerpo como si de un viento ártico se tratara. Tenía los pies entumecidos, así que cogió el par de zapatos de repuesto que solía guardar bajo el asiento del acompañante. Mientras lo hacía sintió una punzada de dolor en la magulladura que tenía en el cuello, donde la poderosa mano se había aferrado.
El hombre que había hecho añicos la ventanilla no se parecía al rubio caballero que Katherine había conocido como doctor Christopher Abaddon. La espesa cabellera y la suave y bronceada tez habían desaparecido. La cabeza afeitada, el pecho desnudo y el rostro con el maquillaje corrido habían resultado ser un aterrador tapiz de tatuajes.
Volvió a oír otra vez el susurro de su voz en el aullido del viento que entraba por la ventanilla rota: «Katherine, debería haberte matado hace años..., la noche en la que maté a tu madre.»
Katherine se estremeció. No tenía duda alguna. «Era él.» Nunca había llegado a olvidar la diabólica violencia de su mirada. Ni el sonido del único disparo de su hermano, que había matado a ese hombre y le había hecho caer al río helado, cuyo hielo atravesó y de donde ya nunca volvió a salir. Los investigadores lo estuvieron buscando durante semanas, pero jamás encontraron su cuerpo, y finalmente decidieron que la corriente se lo debía de haber llevado a la bahía de Chesapeake.
«Se equivocaron —ahora ella lo sabía—. Todavía está vivo.
»Y ha regresado.»
Katherine sintió cómo crecía su angustia al recordar la escena. Había ocurrido hacía casi diez años. El día de Navidad. Katherine, Peter y la madre de ambos —toda su familia— se reunieron en su gran mansión de piedra en Potomac, situada en un terreno forestal de ochenta hectáreas de extensión por los que pasaba su propio río.
Como era tradición, la madre estaba en la cocina disfrutando de la costumbre vacacional de cocinar para sus dos hijos. A pesar de sus setenta y cinco años, Isabel Solomon era una cocinera excelente, y esa noche los deliciosos olores del asado de ciervo con salsa de chirivía y puré de patatas con ajo inundaban la casa. Mientras su madre preparaba el festín, Katherine y su hermano se relajaban en el invernadero charlando sobre la última afición de ella, un nuevo campo llamado ciencia noética. Esa improbable fusión entre la moderna física de partículas y el antiguo misticismo había cautivado por completo la imaginación de la joven.
«Una mezcla de física y filosofía.»
Katherine le contó a Peter algunos de los experimentos que soñaba hacer, y pudo ver en sus ojos que se sentía intrigado. A ella le alegraba especialmente poder darle a su hermano algo positivo en que pensar esas navidades, pues las fiestas también se habían convertido en un doloroso recordatorio de una terrible tragedia.
«El hijo de Peter, Zachary.»
El veintiún cumpleaños del sobrino de Katherine también fue el último que celebró. La familia había pasado por una auténtica pesadilla, y ahora parecía que su hermano por fin volvía a reír.
Zachary había sido un niño frágil y torpe que tardó mucho en desarrollarse y, más adelante, un adolescente rebelde y airado. A pesar de su educación privilegiada y del profundo cariño que le profesaban, el muchacho parecía determinado a alejarse del «entorno» de los Solomon. Hizo que lo echaran del instituto, empezó a salir de noche con celebridades, y rechazó los firmes y cariñosos intentos de sus padres para enderezarlo.