Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—Robert, esa pirámide que llevas... es de Peter, ¿verdad?
—Sí —respondió Langdon.
Hubo un largo silencio.
—Creo... que esa pirámide es la razón por la que asesinaron a mi madre.
Langdon sabía que Isabel Solomon había sido asesinada diez años antes, pero no conocía los detalles, y Peter nunca había mencionado nada acerca de una pirámide en relación con el suceso.
—¿De qué estás hablando?
Afligida, Katherine le contó los horrendos acontecimientos de aquella noche, cuando el hombre tatuado los atacó en su finca.
—Sucedió hace mucho tiempo, pero nunca olvidaré que venía en busca de una pirámide. Nos dijo que mi sobrino, Zachary, le había hablado de ella en prisión, justo antes de morir asesinado.
Langdon la escuchó asombrado. La tragedia de la familia Solomon era desgarradora. Katherine prosiguió su historia, y le contó a Langdon que ella siempre había creído que el intruso había sido asesinado aquella noche..., hasta su reaparición ese mismo día haciéndose pasar por el psiquiatra de Peter y consiguiendo que ella fuera a su casa.
—Sabía cosas privadas sobre mi hermano, la muerte de mi madre, e incluso de mi trabajo —dijo con inquietud—; cosas que sólo podría haberle contado Peter. De modo que confié en él..., y así es como ha conseguido entrar en los depósitos del museo Smithsonian. —Katherine respiró profundamente y le dijo a Langdon que estaba prácticamente segura de que el hombre había destrozado su laboratorio.
Él la escuchó completamente horrorizado. Durante unos instantes, ambos permanecieron en silencio en la cinta transportadora. Langdon sabía que tenía la obligación de contarle a Katherine el resto de los terribles acontecimientos de esa noche. Tan delicadamente como pudo le contó que años antes su hermano le había confiado un pequeño paquete, y que esa noche le habían engañado para que lo llevara a Washington. Finalmente le explicó que habían encontrado la mano cercenada de su hermano en la Rotonda del Capitolio.
Katherine reaccionó con un estremecedor silencio.
Langdon sabía que estaba asimilando los hechos, y deseó poder abrazarla y consolarla, pero estar echados en esa estrecha oscuridad lo hacía imposible.
—Peter está bien —susurró—. Está vivo y lo encontraremos —Langdon intentó darle esperanzas—. Katherine, su captor me ha prometido que tu hermano viviría... siempre que le descifrara la pirámide.
Ella siguió sin decir nada.
Langdon continuó hablando. Le contó lo de la pirámide de piedra, su cifrado masónico, el paquete con el vértice y, por supuesto, la creencia de Bellamy de que esa pirámide era la masónica de la leyenda, un mapa que revelaba la ubicación de una larga escalera de caracol que conducía a un antiguo tesoro místico que había sido escondido hacía mucho tiempo decenas de metros bajo tierra, allí, en Washington.
Cuando Katherine finalmente habló, lo hizo con voz apagada y fría.
—Robert, abre los ojos.
«¿Que abra los ojos?» Langdon no sentía deseo alguno de ver lo estrecho que era ese espacio.
—¡Robert! —insistió Katherine, ahora ya con urgencia—. ¡Abre los ojos! ¡Ya hemos llegado!
Langdon los abrió justo cuando su cuerpo salía por una abertura parecida al hueco por el que se habían internado en el túnel. Katherine bajó inmediatamente de la cinta. Una vez en el suelo cogió la bolsa de Langdon mientras éste se volvía y saltaba justo a tiempo, antes de que la cinta diera media vuelta y deshiciera el camino en dirección al lugar del que venían. El lugar en el que se encontraban era una sala muy parecida a la del edificio del que procedían. En un pequeño letrero se podía leer:
Edificio Adams: Sala de distribución
3.
Langdon se sentía como si acabara de salir de una especie de conducto de nacimiento subterráneo. «He vuelto a nacer.» Se volvió inmediatamente hacia Katherine.
—¿Estás bien?
Ella tenía los ojos rojos. Estaba claro que había estado llorando, pero asintió con resoluto estoicismo. Agarró la bolsa de Langdon y cruzó con ella la habitación sin decir una palabra. La dejó encima de un desordenado escritorio, encendió la lámpara halógena que había encima, abrió la cremallera y dejó la pirámide al descubierto.
La pirámide de granito se veía casi austera bajo la luz halógena. Katherine pasó los dedos por la inscripción masónica y Langdon advirtió la agitación que sentía ella en su interior. Moviéndose con lentitud, metió el brazo en la bolsa y extrajo el pequeño paquete. Lo sostuvo bajo la luz, examinándolo atentamente.
—Como puedes ver —dijo Langdon en voz baja—, el sello de cera es el relieve del anillo masónico de Peter. Él mismo me contó que su anillo había sido utilizado para sellar el paquete hacía más de un siglo.
Katherine no dijo nada.
—Cuando tu hermano me confió este paquete —le contó Langdon—, me dijo que con él se podía obtener orden del caos. No estoy muy seguro de qué quería decir con eso, pero asumo que este vértice revela algo importante, porque Peter insistió en lo peligroso que podía ser en las manos equivocadas. Y Warren me acaba de decir lo mismo, instándome a que escondiera la pirámide y no dejara abrir a nadie el paquete.
Katherine se volvió; parecía enfadada.
—¿Bellamy te ha dicho que no abras el paquete?
—Sí. Ha sido muy insistente.
Katherine respondió con incredulidad.
—Pero tú me acabas de decir que este vértice es el único modo mediante el cual podemos descifrar la pirámide, ¿no?
—Seguramente, sí.
Katherine fue levantando la voz.
—Y me has dicho que descrifrar la pirámide es lo que te han pedido que hagas. Es el único modo de recuperar a Peter, ¿no?
Langdon asintió.
—¡¿Entonces, Robert, por qué razón no deberíamos abrir el paquete y descifrar esta cosa ahora mismo?!
Langdon no supo qué responder.
—Katherine, mi reacción ha sido exactamente la misma, pero Bellamy me ha dicho que mantener el secreto de esta pirámide era más importante que ninguna otra cosa..., incluida la vida de tu hermano.
Los hermosos rasgos de Katherine se endurecieron, y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Cuando finalmente habló, lo hizo con resolución.
—Sea lo que sea, esta pirámide de piedra me ha costado toda la familia. Primero mi sobrino, Zachary, luego mi madre, y ahora mi hermano. Y afrontémoslo, Robert, si no me hubieras llamado para avisarme...
Langdon se sentía atrapado entre la lógica de Katherine y la firme insistencia de Bellamy.
—Puede que sea una científica —dijo ella—, pero también provengo de una familia de conocidos masones. Créeme, he oído todas las historias sobre la pirámide masónica y su promesa de un gran tesoro que iluminará a la humanidad. Honestamente, me cuesta creer que algo así exista. Sin embargo, en caso de que sea cierto, quizá haya llegado el momento de desvelarlo.
Katherine metió un dedo por debajo del viejo cordel del paquete.
—¡Katherine, no! ¡Espera!
Ella se detuvo, manteniendo sin embargo el dedo debajo del cordel.
—Robert, no voy a permitir que mi hermano muera por esto. Lo que este vértice diga..., los tesoros perdidos que revele su inscripción..., esos secretos dejarán de serlo esta noche.
Tras decir eso, Katherine tiró desafiantemente del cordel, haciendo añicos el quebradizo sello de cera.
En un tranquilo vecindario al oeste de Embassy Row, en Washington, existe un jardín tapiado de estilo medieval cuyas rosas, se dice, nacen de plantas que datan del siglo
xii
. El cenador del jardín, conocido como Shadow House, se yergue con elegancia en medio de meándricos senderos de piedra extraída de la cantera privada de George Washington.
De repente, el silencio de los jardines se vio roto por un joven que atravesó corriendo la puerta de madera.
—¿Hola? —exclamó, intentando ver algo a la luz de la luna—. ¿Está usted ahí?
La voz que contestó era frágil, apenas audible.
—En el cenador..., tomando un poco el fresco.
El joven encontró a su debilitado superior sentado en el banco de piedra, bajo una manta. El encorvado anciano era pequeño y de facciones élficas. Los años lo habían doblado por la mitad y robado la vista, pero su alma seguía siendo una fuerza con la que se podía contar.
Todavía jadeante, el joven se dirigió a él:
—Acabo... de recibir una llamada... de su amigo... Warren Bellamy.
—¿Ah, sí? —El anciano se animó—. ¿Qué quería?
—No lo ha dicho, pero parecía estar muy apurado. Me ha dicho que le ha dejado un mensaje en el contestador, y que debía usted escucharlo cuanto antes.
—¿Eso es todo?
—No... —El joven se quedó un momento callado—. Me ha pedido que le hiciera una pregunta. —«Una pregunta muy extraña»—. Y ha dicho que necesitaba su respuesta inmediatamente.
El anciano se inclinó hacia el joven.
—¿Cuál era la pregunta?
Al repetirle la cuestión del señor Bellamy, la turbada expresión del anciano fue visible incluso a la luz de la luna. Inmediatamente, éste se quitó la manta de encima y, con dificultad, se puso en pie.
—Ayúdame a entrar. Ahora.
«Basta de secretos», pensó Katherine Solomon.
En la mesa que tenía ante sí se podían ver restos del sello de cera que había permanecido intacto durante generaciones. Terminó de retirar el desvaído papel marrón que envolvía el valioso paquete de su hermano. A su lado estaba Langdon, visiblemente inquieto.
Del envoltorio, Katherine extrajo una pequeña caja de piedra gris. Parecía un cubo de granito pulido: la caja no tenía bisagras, ni cierre, ni modo alguno visible de abrirla. A Katherine le recordaba un puzzle chino.
—Parece un bloque sólido —dijo mientras pasaba los dedos por los bordes—. ¿Estás seguro de que en los rayos X se veía hueco? ¿Con un vértice dentro?
—Sí —repuso Langdon, acercándose a ella y examinando la misteriosa caja.
Tanto él como Katherine la observaron desde distintos ángulos, en busca de alguna forma de abrirla.
—Aquí —dijo Katherine al localizar con la uña la ranura oculta que había en uno de los bordes superiores.
Dejó la caja en la mesa y con mucho cuidado abrió la tapa, que se deslizó suavemente, como si fuera la parte superior de un buen joyero.
Al retirar la tapa, tanto Langdon como Katherine dejaron escapar un grito ahogado. El interior brillaba. Su refulgencia parecía casi sobrenatural. Katherine nunca había visto una pieza de oro de ese tamaño, y le llevó un instante darse cuenta de que el metal precioso simplemente reflejaba la luz de la lámpara.
—Es espectacular —susurró.
A pesar de haber estado sellado en un oscuro cubo de piedra desde hacía más de un siglo, el vértice no se había descolorido ni deslustrado lo más mínimo. «El oro resiste las leyes entrópicas de la descomposición; ésa es una de las razones por las que en la antigüedad se consideraba mágico.» Katherine pudo sentir cómo se le aceleraba el pulso al inclinarse hacia adelante y observar desde arriba la pequeña punta de oro.
—Hay una inscripción.
Robert se acercó. Los hombros de ambos se tocaban. Un destello de curiosidad iluminó los ojos de Langdon. Le había hablado a Katherine acerca de la antigua práctica griega de los
symbola
—códigos divididos en varias partes—, y de que ese vértice, tanto tiempo separado de la pirámide, sería la clave para descifrar la pirámide. Supuestamente, lo que pusiera en esa inscripción traería orden del caos.
Katherine acercó la pequeña caja a la luz y observó detenidamente el vértice.
Aunque pequeña, la inscripción era perfectamente visible: un breve texto grabado en una de las caras. Katherine leyó las siete palabras.
Luego las volvió a leer.
—¡No! —se lamentó—. ¡No puede ser eso lo que dice!
Al otro lado de la calle, la directora Sato cruzó a toda velocidad la extensa acera frente al Capitolio en dirección a su punto de encuentro en First Street. Las noticias que había recibido de sus hombres eran inaceptables. Ni Langdon. Ni pirámide. Ni vértice. Bellamy estaba retenido, pero no les había dicho la verdad. De momento.
«Yo le haré hablar.»
Miró por encima del hombro una de las nuevas vistas de Washington: la cúpula del Capitolio por encima del centro de visitantes. La cúpula iluminada no hacía sino acentuar la importancia de lo que estaba en juego esa noche. «Ésta es una época peligrosa.»
Sato se sintió aliviada al oír que la llamaban al móvil y ver en el identificador de llamadas que se trataba de su analista.
—Nola —contestó Sato—. ¿Qué tienes?
Nola Kaye le dio las malas noticias. Los rayos X de la inscripción del vértice eran demasiado borrosos, y los filtros de mejora de imagen no habían funcionado.
«Mierda.» Sato se mordió el labio.
—¿Y la cuadrícula de dieciséis caracteres?
—Todavía estoy en ello —dijo Nola—, pero de momento no he encontrado ningún sistema secundario de encriptado. Tengo un ordenador reorganizando las letras de la cuadrícula en busca de algo identificable, pero hay más de veinte billones de posibilidades.
—Sigue en ello. Y manténme informada. —Sato colgó; tenía el ceño fruncido.
Las esperanzas que tenía de descifrar la pirámide utilizando únicamente una fotografía y rayos X se desvanecían rápidamente. «Necesito la pirámide y el vértice..., y se agota el tiempo.»
Sato llegó a First Street justo cuando un todoterreno Escalade negro con las ventanillas tintadas se detenía delante de ella con un derrape. Del coche salió un único agente.
—¿Alguna novedad sobre Langdon? —inquirió Sato.
—La confianza es alta —dijo el hombre con frialdad—. Acabamos de recibir refuerzos. Todas las salidas de la biblioteca están rodeadas. Y en breve llegará apoyo aéreo. Lanzaremos gas lacrimógeno y no tendrá dónde ocultarse.
—¿Y Bellamy?
—Atado en el asiento de atrás.
«Bien.» El hombro todavía le escocía.
El agente le dio a Sato una bolsita transparente de plástico con un teléfono móvil, unas llaves y una cartera dentro.
—Los efectos personales de Bellamy.
—¿Nada más?
—No, señora. La pirámide y el paquete debe de tenerlos todavía Langdon.
—Está bien —dijo Sato—. Bellamy sabe cosas que no nos está contando. Me gustaría interrogarlo personalmente.
—Sí, señora. ¿Vamos a Langley, entonces?