Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
Sato respiró profundamente y se puso a dar vueltas de acá para allá por delante del todoterreno. Los interrogatorios de civiles norteamericanos estaban regidos por estrictos protocolos, e interrogar a Bellamy era altamente ilegal a no ser que lo hiciera en Langley con testigos, abogados, lo grabara en vídeo, bla, bla, bla...
—No —repuso, intentando pensar en algún lugar cercano.
«Y más privado.»
El agente no dijo nada, permanecía en posición de firmes junto al todoterreno, a la espera de órdenes.
Sato se encendió un cigarrillo, le dio una larga calada y bajó la mirada hacia la bolsita de plástico transparente con los objetos de Bellamy. En su llavero, advirtió, había una llave electrónica adornada con cuatro letras: USBG. Sato sabía, claro está, qué edificio gubernamental abría esa llave. El lugar estaba muy cerca y, a esas horas, sería muy privado.
Sonrió y se metió la llave en el bolsillo. «Perfecto.»
Cuando le dijo adonde quería llevar a Bellamy, esperaba que el agente se sorprendiera, pero se limitó a asentir y a abrirle la puerta del asiento del acompañante; su fría mirada no revelaba ninguna emoción.
A Sato le encantaban los profesionales.
En el sótano del edificio Adams, Langdon observaba con incredulidad la elegante inscripción de una de las caras del vértice.
«¿Eso es todo lo que dice?»
A su lado, Katherine sostenía el vértice bajo la luz y negaba con la cabeza.
—Ha de haber algo más —insistió, sintiéndose engañada—. ¿Esto es lo que mi hermano ha estado protegiendo todos estos años?
Langdon tenía que admitir que se sentía desconcertado. Según lo que le habían dicho Peter y Bellamy, se suponía que ese vértice iba a ayudarlos a descifrar la pirámide de piedra. A la luz de tales afirmaciones, Langdon esperaba algo iluminador y útil. «En vez de obvio e inútil.» Leyó una vez más las siete palabras delicadamente inscritas en la cara del vértice.
El
secreto está
dentro de Su Orden
«¿El secreto está dentro de Su Orden?»
A simple vista, la inscripción parecía afirmar una obviedad: que las letras de la pirámide no estaban en «orden», y que su secreto estaba en dar con la secuencia adecuada. Esa lectura, sin embargo, además de ser manifiesta, parecía improbable por otra razón.
—Las iniciales de las palabras «Su» y «Orden» están escritas en mayúscula.
Katherine asintió, mirando sin expresión.
—Ya lo veo.
«El secreto está dentro de Su Orden». A Langdon sólo se le ocurría una explicación lógica.
—«Orden» debe de hacer referencia a la orden masónica.
—Estoy de acuerdo —dijo Katherine—, pero sigue sin ser de ayuda. No nos dice nada nuevo.
Langdon pensaba igual. Al fin y al cabo, toda la historia de la pirámide masónica giraba alrededor de un secreto oculto dentro del orden masónico.
—Robert, ¿no te dijo mi hermano que este vértice te daría el poder de ver
orden
donde los demás sólo veían
caos?
Él asintió, frustrado. Por segunda vez esa noche, Robert Langdon sentía que no era digno.
Cuando Mal'akh hubo terminado con la inesperada visita —una guardia de seguridad de Preferred Security—, reparó los desperfectos de la ventana por la que la mujer había vislumbrado su sagrada zona de trabajo.
A continuación dejó atrás la tenue luz azulada del sótano y salió al salón por una puerta oculta. Una vez allí se detuvo a admirar su impresionante cuadro de
Las tres Gracias
y a recrearse con los familiares olores y sonidos de su hogar.
«Pronto me iré para siempre.» Mal'akh sabía que después de esa noche no podría volver allí. «Después de esta noche —pensó, risueño—, no me hará falta este lugar.»
Se preguntó si Robert Langdon comprendería ya el verdadero poder de la pirámide..., o la importancia que desempeñaba el papel para el que el destino lo había escogido. «Langdon todavía no me ha llamado —consideró Mal'akh tras comprobar de nuevo si había algún mensaje en su teléfono de usar y tirar. Ya eran las 22.02—. Le quedan menos de dos horas.»
Subió al cuarto de baño de mármol italiano y accionó el mando de la ducha para que fuera calentándose. Después se fue quitando metódicamente la ropa, deseoso de comenzar su ritual purificador.
Bebió dos vasos de agua para acallar su hambriento estómago y a continuación se acercó hasta el espejo de cuerpo entero para examinar su desnudo cuerpo. Los dos días de ayuno habían acentuado su musculatura, y no pudo evitar admirar aquello en lo que se había convertido. «Antes de que amanezca seré mucho más.»
—Deberíamos salir de aquí —propuso Langdon a Katherine—. Sólo es cuestión de tiempo que averigüen dónde estamos.
Esperaba que Bellamy hubiese logrado escapar.
Katherine aún parecía obsesionada con el vértice de oro, incapaz de creer que la inscripción fuese de tan poca ayuda. Había sacado el vértice para examinar cada uno de los lados y ahora lo devolvía a la caja con sumo cuidado.
«El secreto está dentro de Su Orden —pensó Langdon—. Menuda ayuda.»
Se sorprendió preguntándose si Peter no estaría equivocado acerca del contenido de la caja. La pirámide y el vértice habían sido creados mucho antes de que su amigo naciera, y éste no hacía sino lo que sus antepasados le habían pedido: guardar un secreto que probablemente fuese un misterio para él, como lo era para Langdon y Katherine.
«¿Qué esperaba?», se dijo Langdon. Cuanto más aprendía esa noche sobre la leyenda de la pirámide masónica, menos plausible se le antojaba todo. «¿Estoy buscando una escalera de caracol oculta situada bajo una piedra enorme?» Algo le decía que perseguía sombras. No obstante, descifrar la pirámide parecía la mejor opción para salvar a Peter.
—Robert, ¿te dice algo el año 1514?
«¿Mil quinientos catorce?» La pregunta no venía mucho al caso. Él se encogió de hombro».
—No. ¿Por qué?
Katherine le entregó la caja de piedra.
—Mira: la caja tiene una fecha. Échale un vistazo a la luz.
Langdon se sentó a la mesa y escrutó el cubo bajo la lámpara. Katherine le puso una mano en el hombro con suavidad y se inclinó para señalar la pequeña inscripción que había descubierto en el exterior de la caja, cerca de la esquina inferior de uno de los lados.
—Mil quinientos catorce A. D. —leyó, al tiempo que señalaba la caja.
No cabía duda de que se trataba del número 1514 seguido de las letras «A» y «D» representadas de un modo poco común.
—Esta fecha —dijo Katherine, de repente con voz esperanzada— tal vez sea el nexo que nos faltaba, ¿no? El cubo se parece mucho a una piedra angular masónica, así que quizá nos indique el camino hasta una piedra angular real. O hasta un edificio construido en 1514
Anno Domini.
Langdon apenas la oía.
«Mil quinientos catorce A.D. no es una fecha.»
El símbolo
, como cualquier experto en arte medieval reconocería, era una conocida rúbrica: un símbolo utilizado en lugar de una firma. Muchos de los primeros filósofos, artistas y escritores firmaban su obra con un símbolo único o monograma en lugar de con su nombre, práctica ésta que añadía un halo de misterio a su creación y además evitaba que fuesen perseguidos en caso de que sus escritos u obras de arte fueran considerados subversivos.
En esa rúbrica en concreto, las letras «A» y «D» no querían decir
Anno Domini...,
sino que eran alemanas y correspondían a algo totalmente distinto.
Langdon vio en el acto que las piezas encajaban. En tan sólo unos segundos tuvo claro que sabía cómo descifrar la pirámide a ciencia cierta.
—Bien hecho, Katherine —alabó al tiempo que cogía sus cosas—. Eso es todo lo que necesitábamos. Vamos, te lo explicaré por el camino.
Ella no daba crédito.
—Entonces esta fecha, 1514 A. D., ¿te dice algo?
Él le guiñó un ojo y se dirigió a la puerta.
—A. D. no es una fecha, Katherine. Es una persona.
Al oeste de Embassy Row volvía a reinar el silencio en el interior del jardín tapiado con sus rosas del siglo
xii
y su cenador de piedra, el Shadow House. Al otro lado del camino de entrada, el joven ayudaba a su encorvado superior a recorrer la amplia extensión de césped.
«¿Me deja que lo guíe?»
Por regla general, el anciano, ciego, se negaba a aceptar ayuda, prefería caminar solo por el santuario, valiéndose de su memoria. Sin embargo, esa noche por lo visto tenía prisa por entrar y devolver la llamada de Warren Bellamy.
—Gracias —dijo el anciano cuando entraron en la construcción que albergaba su despacho—. Desde aquí ya puedo solo.
—Señor, si me necesita no me importa...
—Es todo por hoy —lo interrumpió su superior. Y, tras zafarse del brazo de su acompañante, se sumió en la oscuridad arrastrando los pies a buen ritmo—. Buenas noches.
El joven salió del edificio y enfiló el gran jardín hacia la humilde morada que tenía en el recinto. Una vez allí se dio cuenta de que lo carcomía la curiosidad. Era evidente que el anciano se había alterado con la pregunta que le había planteado el señor Bellamy..., y sin embargo la pregunta era rara, casi no tenía sentido: «¿No hay ayuda para el hijo de la viuda?»
Por más vueltas que le dio, fue incapaz de adivinar a qué se refería. Perplejo, encendió el ordenador y se puso a buscar la frase.
Para su sorpresa, ante sí vio página tras página de referencias, todas ellas con esa misma frase. Leyó la información asombrado. Al parecer, Warren Bellamy no era el primero a lo largo de la historia en hacer tan extraña pregunta. Esas mismas palabras habían sido pronunciadas siglos atrás... por el rey Salomón, cuando lloraba la muerte de un amigo. Supuestamente dicha pregunta todavía la formulaban los masones y era una especie de grito de socorro en clave. Por lo visto, Warren Bellamy pedía ayuda a un hermano masón.
«¿Alberto Durero?»
Katherine intentaba hacer encajar las piezas mientras recorría a toda prisa con Langdon el sótano del edificio Adams. «¿A. D. significa Alberto Durero?» El famoso grabador y pintor alemán del siglo
xvi
era uno de los artistas preferidos de su hermano, y a Katherine su obra le resultaba ligeramente familiar. Así y todo, no acertaba a imaginar cómo podía serles de ayuda Durero en el caso que los ocupaba. «Para empezar, porque lleva muerto más de cuatrocientos años.»
—Desde el punto de vista simbólico, Durero es perfecto —explicaba Langdon mientras seguían la estela de letreros iluminados que indicaban «Salida»—. Fue el hombre renacentista por excelencia: artista, filósofo, alquimista y estudioso durante toda su vida de los antiguos misterios. A día de hoy nadie entiende del todo los mensajes que se ocultan en las manifestaciones artísticas de Durero.
—Puede que sea cierto —objetó ella—, pero ¿cómo explica «1514 Alberto Durero» la forma de descifrar la pirámide?
Llegaron a una puerta cerrada, y Langdon utilizó la tarjeta de acceso de Bellamy para franquearla.
—El número 1514 nos lleva hasta un cuadro muy concreto de Durero —aclaró él mientras subían corriendo la escalera, que desembocaba en un gran pasillo. Langdon echó una ojeada y señaló a la izquierda—. Por aquí. —Echaron a andar de nuevo a buen paso—. Lo cierto es que Alberto Durero ocultó el número 1514 en su obra de arte más misteriosa,
Melancolía I
, que completó en 1514 y es considerada la pieza más influyente del Renacimiento del norte de Europa.
En una ocasión Peter le enseñó a Katherine
Melancolía I
en un viejo libro sobre misticismo antiguo, pero ella no recordaba haber visto escondido el número 1514.
—Como tal vez sepas —prosiguió Langdon con nerviosismo—,
Melancolía I
representa los esfuerzos de la humanidad para comprender los antiguos misterios. El simbolismo de esta obra es tan complejo que hace que Leonardo da Vinci parezca asequible.
Katherine se detuvo en seco y miró a Langdon.
—Robert,
Melancolía I
está aquí, en Washington, en la Galería Nacional.
—Sí —replicó él con una sonrisa—, y algo me dice que no se trata de una coincidencia. El museo está cerrado a esta hora, pero conozco al director y...
—Olvídalo, Robert, ya sé lo que pasa cuando vas a un museo.
Katherine se dirigió hacia una sala cercana, donde vio una mesa con un ordenador.