Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
—Supongo que ahora te resultará familiar, ¿no? —inquirió él.
—Un cuadrado de cuatro por cuatro.
Langdon cogió el lápiz y trasladó con cuidado el cuadrado mágico de Durero al papel, justo al lado de las letras. Katherine observaba; aquello iba a ser muy fácil. Él estaba sereno, el lápiz en la mano, y sin embargo..., por extraño que pareciese, tras todo aquel entusiasmo dio la impresión de vacilar.
—¿Robert?
Él se volvió hacia ella, la preocupación reflejada en su rostro.
—¿Estás segura de que queremos hacer esto? Peter pidió expresamente...
—Robert, si no quieres descifrar la inscripción, lo haré yo. —Extendió la mano para que él le diese el lápiz.
Langdon supo que no habría forma de detenerla, de modo que se dio por vencido y volvió a centrar su atención en la pirámide. Con suma cautela, colocó el cuadrado mágico sobre la cuadrícula de letras de la pirámide y asignó a cada uno de los caracteres un número. Después trazó otra cuadrícula y dispuso las letras de la clave masónica en el orden que definía la secuencia del cuadrado mágico de Durero.
Cuando terminó, ambos observaron el resultado.
El desconcierto de Katherine fue inmediato.
—Sigue siendo un galimatías. Langdon permaneció callado largo rato.
—Lo cierto es que no. —Sus ojos brillaron de nuevo con la emoción del descubrimiento—. Es... latín.
En un largo y oscuro pasillo, un anciano ciego se dirigía a su despacho todo lo rápido que podía. Cuando por fin llegó se desplomó en su silla, los viejos huesos agradeciendo el alivio. El contestador automático emitía un pitido. Pulsó un botón y escuchó el mensaje.
—«Soy Warren Bellamy —dijo su amigo y hermano masón en un susurro, Me temo que tengo muy malas noticias...»
Los ojos de Katherine Solomon volvieron a clavarse en la cuadrícula de letras, analizando de nuevo el texto. Sí, sin duda, allí había una palabra en latín:
«Jeova.»
Katherine no había estudiado latín, pero esa palabra le resultaba familiar por sus lecturas de antiguos textos hebreos:
Jeova,
Jehová. Al seguir la cuadrícula con la vista como si de la página de un libro se tratara, le sorprendió darse cuenta de que era capaz de leer todo el texto de la pirámide.
«Jeova Sanctus Unus.»
Supo de inmediato lo que significaba: la locución era omnipresente en las traducciones modernas de las Escrituras hebreas. En la Torá, el Dios de los hebreos recibía muchos nombres —Jeova, Jehová, Joshua, Yavé, la Fuente, Elohim—, pero numerosas traducciones latinas habían fundido la confusa nomenclatura en una única locución latina:
«Jeova Sanctus Unus.»
—¿Un único Dios? —musitó ella para sí. Sin duda no daba la impresión de que eso les fuese a ayudar a encontrar a su hermano—. ¿Éste es el mensaje secreto de la pirámide? ¿Un único Dios? Yo creía que se trataba de un mapa.
Langdon parecía igualmente perplejo, la emoción de sus ojos desvaneciéndose.
—A todas luces, la decodificación es correcta, pero...
—El hombre que tiene a mi hermano quiere un lugar. —Se colocó el pelo tras la oreja—. Esto no le va a hacer ninguna gracia.
—Katherine —dijo él, lanzando un suspiro—. Ya me lo temía. Llevo toda la noche con la sensación de que estamos tratando como reales una serie de mitos y alegorías. Puede que esta inscripción nos remita a un lugar metafórico; es posible que nos esté diciendo que el verdadero potencial del hombre sólo se puede alcanzar a través de un único Dios.
—Pero no tiene sentido —objetó ella, la mandíbula apretada en señal de frustración—. Mi familia ha protegido esta pirámide durante generaciones. ¿Un único Dios? ¿Ése es el secreto? ¿Y la CIA considera que este asunto es de seguridad nacional? O ellos mienten o a nosotros se nos escapa algo.
Langdon, de acuerdo con ella, se encogió de hombros.
Justo entonces sonó el teléfono.
En un despacho desordenado y lleno de libros antiguos, el anciano se encorvó sobre la mesa, sosteniendo un teléfono en la artrítica mano.
El aparato sonó y sonó.
Finalmente una voz vacilante repuso:
—¿Sí?
La voz era grave, pero insegura.
El anciano musitó:
—Me han dicho que solicita usted asilo.
Al otro lado de la línea, el hombre pareció sobresaltarse.
—¿Quién es usted? ¿Lo ha llamado Warren Bell... ?
—Nada de nombres, por favor —pidió el anciano—. Dígame, ¿ha logrado proteger el mapa que le fue confiado?
A la sorpresa inicial siguió una pausa.
—Sí..., pero creo que da igual: no dice gran cosa. Si es un mapa, parece más metafórico que...
—No, el mapa es real, se lo aseguro. Y apunta a un lugar muy real. Ha de mantenerlo a salvo. No sé cómo decirle lo importante que es. Lo están siguiendo, pero si es capaz de llegar hasta aquí sin que nadie lo vea yo le daré asilo... y respuestas.
El hombre titubeó, al parecer indeciso.
—Amigo mío —empezó el anciano, escogiendo las palabras con cuidado—. Existe un refugio en Roma, al norte del Tiber, que alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke. ¿Sabe dónde me encuentro?
Tras una larga pausa, el hombre contestó:
—Sí, lo sé.
El anciano sonrió. «Eso creía, profesor.»
—Venga inmediatamente. Y asegúrese de que no lo siguen.
Mal'akh estaba desnudo en medio del calor de la ducha. Volvía a sentirse puro, tras haberse desprendido del olor a etanol. A medida que el vapor de eucalipto iba impregnando su piel, sentía que sus poros se abrían. Entonces comenzó el ritual.
En primer lugar se extendió una crema depilatoria por el tatuado cuerpo y el cuero cabelludo, eliminando cualquier rastro de pelo. «Los dioses de las siete islas de las Helíades no tenían vello.» A continuación se masajeó la ablandada y receptiva piel con aceite de Abramelín. «El Abramelín es el aceite sagrado de los grandes magos.» Después giró el mando de la ducha hacia la izquierda y el agua salió fría. Permaneció bajo la congelada agua un minuto entero para cerrar los poros y retener el calor y la energía en su interior. El frío le servía para recordar el río helado donde comenzó su transformación.
Cuando salió de la ducha tiritaba, pero al cabo de unos segundos el calor acumulado fue atravesando las capas de su cuerpo hasta reconfortarlo. Era como si tuviese un horno dentro. Mal'akh se plantó desnudo delante del espejo y admiró sus formas..., tal vez fuera la última vez que se vería siendo un simple mortal.
Sus pies eran las garras de un halcón; sus piernas —Boaz y Jachin—, los antiguos pilares de la sabiduría; sus caderas y su abdomen, el arco del poder místico, y, colgando debajo de éste, su enorme órgano sexual lucía los símbolos tatuados de su destino. En otra vida esa poderosa verga había sido su fuente de placer carnal, pero ya no era así.
«Me he purificado.»
Al igual que los monjes eunucos místicos cátaros, Mal'akh se había extirpado los testículos. Había sacrificado la potencia física por una más encomiable. «Los dioses no tienen sexo.» Tras despojarse de la imperfección humana del sexo, así como del furor terrenal que iba unido a la tentación carnal, Mal'akh había pasado a ser como Urano, Atis, Esporo y los grandes magos castrados de la leyenda artúrica. «Toda metamorfosis espiritual va precedida de una física.» Ésa era la lección aprendida de todos los grandes dioses..., de Osiris a Tamuz, Jesús, Shiva o al propio Buda.
«He de despojarme del hombre que me viste.»
De repente miró hacia arriba, más allá del fénix bicéfalo del pecho, del
collage
de antiguos sigilos que ornaba su rostro, directamente a la parte superior de su anatomía. Bajó la cabeza en dirección al espejo, apenas capaz de ver el círculo de piel lisa que aguardaba justo en la coronilla. Ese lugar del cuerpo era sagrado. Se lo conocía como fontanela, y era el único espacio del cráneo humano que permanecía abierto al nacer. «El ojo del cerebro.» Aunque este portal fisiológico se cierra en cuestión de meses, sigue siendo un vestigio simbólico de la conexión perdida entre los mundos exterior e interior.
Mal'akh examinó el sagrado redondel de piel virginal, que estaba circundado, a modo de corona, por un uróboros, una serpiente mística que engulle su propia cola. La carne desnuda parecía devolverle la mirada..., una mirada radiante, cargada de promesas.
Robert Langdon no tardaría en descubrir el gran tesoro que necesitaba Mal'akh. Y una vez fuera suyo, ese vacío que se abría en lo alto de su cabeza sería cubierto y él finalmente estaría preparado para la transformación definitiva.
Mal'akh cruzó el dormitorio y sacó una larga tira de seda blanca del cajón inferior. Como tantas otras veces, cubrió con ella las ingles y las nalgas y fue abajo.
Ya en el despacho vio en el ordenador que acababa de recibir un correo electrónico.
Era de su contacto.
LO QUE NECESITA ESTÁ CERCA.
ME PONDRÉ EN CONTACTO CON USTED ANTES DE UNA HORA. PACIENCIA.
Mal'akh sonrió: había llegado el momento de hacer los últimos preparativos.
El agente de la CIA estaba de un humor de perros cuando bajó del balcón de la sala de lectura. «Bellamy nos ha mentido.» El agente no había visto ni una sola señal térmica en la parte de arriba, cerca de la estatua de Moisés, ni ahí ni en ningún otro sitio.
«Entonces, ¿adonde diablos ha ido Langdon?»
El agente volvió sobre sus pasos hasta el único sitio en que habían detectado señales térmicas: la consola de la biblioteca. Descendió de nuevo la escalera, situándose bajo el eje octogonal. El ruido sordo de las cintas transportadoras resultaba enervante. Mientras avanzaba por el lugar se colocó las gafas de visión térmica y escudriñó la habitación. Nada. Miró hacia las estanterías, donde la malparada puerta todavía reflejaba calor debido a la explosión. Aparte de eso no vio...
«¡Joder!»
El agente dio un salto atrás cuando una luminiscencia inesperada entró en su campo de visión. Como si de un par de fantasmas se tratase, de la pared, en una cinta transportadora, acababan de aparecer las huellas tenuemente brillantes de dos humanoides. «Señales térmicas.»
Pasmado, el agente vio que las dos apariciones daban la vuelta a la estancia en la cinta y desaparecían cabeza arriba por un angosto orificio que se abría en la pared. «¿Han salido por la cinta? Menuda locura.»
Además de caer en la cuenta de que acababan de perder a Robert Langdon por un agujero practicado en la pared, el agente comprendió que ahora tenía otro problema. «¿Langdon no está solo?»
Iba a encender el transmisor para avisar al jefe de equipo, pero éste se le adelantó.
—A todas las unidades, tenemos un Volvo abandonado en la plaza, delante de la biblioteca. A nombre de una tal Katherine Solomon. Un testigo ocular dice que la mujer ha entrado en la biblioteca no hace mucho. Sospechamos que está con Robert Langdon. La directora Sato ha ordenado que demos con ellos inmediatamente.
—¡Tengo señales térmicas de los dos! —gritó el agente en la sala de distribución. Y acto seguido explicó cómo estaban las cosas.
—Por el amor de Dios —replicó el jefe de equipo—. ¿Adonde demonios va la cinta?
El agente ya estaba consultando el plano de referencia para los empleados que figuraba en el tablón de anuncios.
—Al edificio Adams —contestó—. A una manzana de aquí.
—A todas las unidades: diríjanse al edificio Adams. ¡Inmediatamente!
«Asilo. Respuestas.»
Las palabras resonaban en la cabeza de Langdon cuando Katherine y él salieron del edificio Adams por una puerta lateral para ser recibidos por la fría noche invernal. El autor de la misteriosa llamada había revelado su ubicación enigmáticamente, pero Langdon lo había entendido. La reacción de Katherine al saber adonde se dirigían había sido de lo más optimista: «¿Qué mejor sitio para encontrar a un único Dios?»
Ahora la cuestión era cómo llegar hasta allí.
Langdon giró sobre sus talones para intentar orientarse. Reinaba la oscuridad, pero por suerte el cielo se había despejado. Se encontraban en un pequeño patio. A lo lejos, la cúpula del Capitolio parecía asombrosamente distante, y Langdon se percató de que era la primera vez que salía al exterior desde que llegó al Capitolio hacía varias horas.
«Pues vaya con la conferencia.»