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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (42 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—Robert, mira —Katherine señaló la silueta del edificio Jefferson.

Al verlo, la primera reacción de Langdon fue de asombro por haber llegado tan lejos bajo tierra en una cinta transportadora. La segunda, sin embargo, fue de alarma: el edificio Jefferson bullía de actividad, con furgonetas y coches que entraban, hombres que gritaban. «¿Es eso un reflector?»

Langdon cogió de la mano a Katherine.

—Vamos.

Cruzaron el patio a la carrera en dirección nordeste, ocultándose rápidamente tras una elegante construcción en forma de U que Langdon reconoció: la biblioteca Folger Shakespeare. Esa noche el edificio en cuestión parecía el escondite perfecto para ellos, ya que albergaba el manuscrito original en latín de
Nueva Atlántida,
de Francis Bacon, la visión utópica según la cual los padres de la nación supuestamente forjaron un nuevo mundo basándose en los conocimientos de la antigüedad. Así y todo, Langdon no tenía intención de detenerse.

«Necesitamos un taxi.»

Llegaron a la esquina de Third Street con East Capitol. El tráfico era escaso, y Langdon sintió que sus esperanzas se desvanecían cuando se puso a buscar un taxi. Echaron a correr hacia el norte por la Third Street, alejándose de la biblioteca del Congreso. Por fin, después de recorrer una manzana entera, Langdon divisó un taxi que daba la vuelta a la esquina. Lo llamó y el vehículo se detuvo a su lado.

En la radio sonaba música de Oriente Próximo, y el joven taxista árabe les dedicó una sonrisa amistosa.

—¿Adonde los llevo? —inquirió éste cuando ellos se subieron al coche.

—Vamos a...

—Al noroeste —intervino Katherine al tiempo que señalaba a Third Street en dirección contraria al edificio Jefferson—. Vaya hacia Union Station y gire a la izquierda en Massachusetts Avenue. Allí ya le indicaremos.

El taxista se encogió de hombros, cerró la mampara de plexiglás y volvió a poner música.

Katherine lanzó una mirada reprobadora a Langdon, como diciendo: «No dejes pistas.» A continuación indicó la ventanilla, haciendo que Langdon reparara en un helicóptero negro que volaba bajo, aproximándose a la zona. «Mierda.» Por lo visto, Sato iba muy en serio en lo que respectaba a recuperar la pirámide de Solomon.

Mientras observaban cómo el helicóptero tomaba tierra entre los edificios Jefferson y Adams, Katherine se volvió hacia él, cada vez más preocupada.

—¿Me dejas un segundo el móvil?

Él se lo dio.

—Peter me dijo que tienes memoria eidética, ¿es cierto? —quiso saber ella mientras bajaba la ventanilla—. Y que recuerdas cada número de teléfono que marcas.

—Es verdad, pero...

Katherine lanzó el teléfono a la noche, y Langdon volvió la cabeza a tiempo de ver cómo el móvil salía rodando para romperse en mil pedazos en medio de la calzada.

—¿Por qué has hecho eso?

—Para desaparecer del mapa —replicó ella, la mirada grave—. Esa pirámide es nuestra única esperanza de dar con mi hermano, y no tengo intención de dejar que la CIA nos la quite.

En el asiento delantero, Omar Amirana meneaba la cabeza y canturreaba. La noche había sido muy tranquila, y daba gracias por tener al fin pasajeros. Justo cuando pasaba por Stanton Park oyó por radio el crepitar de la familiar voz de la operadora de su compañía.

—Aquí central. A todos los vehículos que se encuentren en las proximidades del National Mall. Acabamos de recibir un comunicado de las autoridades en el que se informa de la presencia de dos fugitivos en el área del edificio Adams...

Omar escuchó asombrado mientras la central describía precisamente a la pareja que iba en su taxi. Echó una ojeada intranquila por el retrovisor y hubo de reconocer que aquel tipo alto le sonaba. «¿Lo habré visto en la tele, en el programa ese de los delincuentes más buscados?»

Omar agarró la radio con cautela.

—¿Central? —dijo, hablando en voz baja—. Aquí uno, tres, cuatro. Las dos personas de las que habla están en mi taxi... ahora mismo.

La operadora se apresuró a decirle lo que tenía que hacer, y a Omar le temblaban las manos cuando marcó el número de teléfono que le había proporcionado la central. La voz que contestó era tensa y eficiente, como la de un soldado.

—Le habla el agente Turner Simkins, de la CIA. ¿Quién es usted?

—Esto... ¿el taxista? —replicó Omar—. Me han dicho que llamara por las dos...

—¿Están los fugitivos en su vehículo en este momento? Responda únicamente sí o no.

—Sí.

—¿Pueden oír esta conversación? ¿Sí o no?

—No, la mampara...

—¿Adónde los lleva?

—Al noroeste, por Massachusetts Avenue.

—¿La dirección concreta?

—No me la han dicho.

El agente vaciló.

—¿Lleva el hombre una bolsa de piel?

Omar miró por el espejo retrovisor y abrió unos ojos como platos.

—iSí! Esa bolsa, ¿no tendrá explosivos o... ?

—Escuche con atención —ordenó el agente—. Usted no correrá ningún peligro siempre y cuando siga mis instrucciones al pie de la letra, ¿está claro?

—Sí, señor.

—¿Cómo se llama?

—Omar —contestó el taxista, rompiendo a sudar.

—Escuche, Omar —dijo el agente con calma—. Lo está haciendo muy bien. Quiero que conduzca lo más despacio posible mientras sitúo a mi equipo delante de usted, ¿entendido?

—Sí, señor.

—¿Lleva el taxi un intercomunicador para hablar con ellos en el asiento trasero?

—Sí, señor.

—Bien. Esto es lo que quiero que haga.

Capítulo 74

La Jungla, tal y como se la conoce, constituye el eje del Jardín Botánico de Washington (USBG) —el museo vivo de América—, situado junto al Capitolio. Estrictamente hablando una selva tropical, la Jungla se integra en un imponente invernadero del que forman parte altísimos cauchos, higuerones y una pasarela elevada para los turistas más osados.

Por lo general, Warren Bellamy se sentía reconfortado con los olores a tierra de la Jungla y el sol que se colaba a través de la bruma que generaban los inyectores de vapor instalados en el techo de cristal. Esa noche, sin embargo, iluminada únicamente por la luna, la Jungla se le antojaba aterradora. Sudaba a mares y se retorcía para combatir los calambres que sentía en los brazos, todavía sujetos dolorosamente a la espalda.

La directora Sato caminaba ante él dando tranquilas caladas al cigarrillo, algo que en ese entorno tan mimado equivalía a un acto de ecoterrorismo. Su rostro casi parecía demoníaco bajo la luz ahumada de la luna, que entraba por el techo de cristal que se alzaba sobre sus cabezas.

—Entonces —prosiguió Sato—, cuando llegó usted al Capitolio esta noche y descubrió que yo ya estaba allí... tomó una decisión. En lugar de advertirme de su presencia, bajó al subsótano sin hacer ruido y, corriendo un gran riesgo, atacó al jefe Anderson y a mí y ayudó a escapar a Langdon con la pirámide y el vértice. —Se frotó el hombro—. Una decisión interesante.

«Una decisión que volvería a tomar», pensó Bellamy.

—¿Dónde está Peter? —preguntó él, enfadado.

—¿Cómo voy a saberlo yo? —repuso Sato.

—Parece saberlo todo —espetó Bellamy, sin preocuparse lo más mínimo por ocultar sus sospechas de que, de alguna manera, ella estaba detrás de aquel enredo—. Supo que debía ir al Capitolio, supo dar con Robert Langdon, e incluso supo que tenía que pasar la bolsa de Langdon por el control de rayos X para encontrar el vértice. Es evidente que alguien le está proporcionando mucha información confidencial.

Sato soltó una fría risotada y se acercó a él.

—Señor Bellamy, ¿por eso me atacó usted? ¿Cree que soy el enemigo? ¿Cree que estoy intentando robarle la pirámide de marras? —Sato dio una calada al pitillo y expulsó el humo por la nariz—. Escúcheme bien: nadie entiende mejor que yo la importancia de guardar secretos. Creo, igual que usted, que existe cierta información de la que no debería hacerse partícipe a las masas. Esta noche, sin embargo, han entrado en juego unos factores que me temo usted todavía no ha entendido. El hombre que secuestró a Peter Solomon posee un enorme poder..., un poder del que por lo visto usted aún no es consciente. Créame, es una bomba de relojería andante..., capaz de desencadenar una serie de acontecimientos que cambiarán profundamente el mundo tal y como usted lo conoce.

—No comprendo.

Bellamy se revolvió en el banco, los brazos doloridos por culpa de las esposas.

—No es preciso que comprenda. Es preciso que obedezca. Ahora mismo mi única esperanza de evitar una catástrofe de proporciones colosales reside en cooperar con ese tipo..., y en darle exactamente lo que quiere. Lo que significa que va usted a llamar al señor Langdon para pedirle que se entregue, junto con la pirámide y su vértice. Cuando Langdon esté bajo mi custodia descifrará la inscripción de la pirámide, obtendrá la información que exige ese hombre y le facilitará exactamente lo que desea.

«¿La ubicación de la escalera de caracol que conduce a los antiguos misterios?»

—No puedo hacerlo. He jurado guardar el secreto.

Sato estalló.

—¡Me importa una mierda lo que haya jurado! Lo meteré en la cárcel en menos que canta...

—Amenáceme cuanto quiera —replicó Bellamy con tono desafiante—. No pienso ayudarla.

Sato respiró hondo y dijo en un susurro intimidatorio:

—Señor Bellamy, no tiene ni la más remota idea de lo que está pasando esta noche, ¿no es así?

El tenso silencio se prolongó varios segundos, interrumpido finalmente por el sonido del teléfono de Sato. Ella metió la mano en el bolsillo y lo sacó con impaciencia.

—Habla —repuso, escuchando atentamente la respuesta—. ¿Dónde está ahora el taxi? ¿Cuánto tiempo? Vale, bien. Tráelos al Jardín Botánico. Por la entrada de servicio. Y asegúrate de que tienes la puñetera pirámide y el vértice.

Sato colgó y se dirigió a Bellamy con una sonrisa de suficiencia en los labios.

—Vaya..., me parece que ya no me es usted de ninguna utilidad.

Capítulo 75

Robert Langdon miraba al vacío con cara inexpresiva, demasiado cansado para instar al lento taxista a que acelerara. A su lado, Katherine también había caído en el mutismo, frustrada al no poder entender qué tenía de tan especial la pirámide. Habían vuelto a repasar todo cuanto sabían de la pirámide, el vértice y los extraños acontecimientos que habían sucedido a lo largo de la noche, y seguían sin tener idea de cómo esa pirámide podía considerarse un mapa que llevase a ninguna parte.

«¿"Jeova Sanctus Unus"?
¿El secreto está dentro de Su Orden?»

Su misterioso contacto les había prometido respuestas si lograban reunirse con él en un lugar concreto. «Un refugio en Roma, al norte del Tiber.» Langdon sabía que la «nueva Roma» de los padres fundadores había sido rebautizada Washington en una etapa temprana de su historia, y sin embargo aún se conservaban vestigios de aquel sueño inicial: las aguas del Tiber seguían afluyendo al Potomac, los senadores todavía se reunían bajo una réplica de la cúpula de la basílica de San Pedro, y Vulcano y Minerva aún velaban por la llama de la Rotonda, extinguida hacía tiempo.

Supuestamente, las respuestas que buscaban Langdon y Katherine los aguardaban tan sólo unos kilómetros más adelante. «Noroeste por Massachusetts Avenue.» Su destino ciertamente era un refugio... al norte del Tiber, el riachuelo que discurría por Washington. A Langdon le habría gustado que el conductor fuese a mayor velocidad.

De pronto Katherine se irguió en el asiento, como si hubiera caído en algo de repente.

—¡Dios mío, Robert! —Se volvió hacia él, palideciendo. Titubeó un instante y a continuación afirmó con contundencia—: ¡Vamos mal!

—No, vamos bien —aseguró él—. Está al noroeste por Massachu...

—¡No! Me refiero a que no vamos al sitio adecuado.

Langdon se quedó perplejo. Ya le había explicado cómo sabía cuál era el lugar descrito por el autor de la misteriosa llamada. «Alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke.» Sólo había un edificio en el mundo que respondiera a esa descripción. Y allí era exactamente adonde se dirigía el taxi.

—Katherine, estoy seguro de que el lugar es ése.

—¡No! —exclamó ella—. Ya no hace falta que vayamos hasta allí. He descifrado la pirámide y el vértice. Sé de qué va todo esto.

Langdon estaba asombrado.

—¿Lo has desentrañado?

—¡Sí! Y tenemos que ir a Freedom Plaza.

Ahora sí que estaba perdido. La Freedom Plaza, aunque cercana, no parecía venir al caso.

—«Jeova Sanctus Unus»
—insistió Katherine—. El único Dios de los hebreos. El símbolo sagrado de los hebreos es la estrella de David, el sello de Salomón, un símbolo importante para los masones. —Sacó un billete de un dólar del bolsillo—. Déjame tu pluma.

Perplejo, Langdon se sacó una estilográfica de la chaqueta.

—Mira. —Ella extendió el billete en el muslo, cogió la pluma y señaló el Gran Sello del dorso—. Si superpones el sello de Salomón al Gran Sello de Estados Unidos... —Dibujó una estrella de David justo sobre la pirámide—. ¡Mira lo que sale!

Él miró el billete y luego a Katherine como si se hubiese vuelto loca.

—Robert, mira bien. ¿Es que no ves lo que estoy señalando?

Él observó de nuevo el dibujo.

«¿Adonde demonios quiere llegar?» Langdon ya había visto esa imagen. Gozaba de popularidad entre los teóricos de la conspiración como prueba de que los masones influían secretamente en su joven nación. Cuando la estrella de seis puntas coincidió con el Gran Sello de Estados Unidos, el vértice superior de la estrella encajaba perfectamente en el ojo que todo lo ve masónico... y, de manera bastante inquietante, los otros cinco vértices claramente apuntaban a las letras M-A-S-O-N.

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