El símbolo perdido (75 page)

Read El símbolo perdido Online

Authors: Dan Brown

BOOK: El símbolo perdido
3.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Langdon estaba sorprendido por la forma en que esa conocida frase de la antigüedad parecía empeñada en salir a relucir esa noche. Había reflexionado al respecto mientras hablaba con el deán Galloway, y también en el Capitolio, mientras intentaba explicar
La apoteosis de Washington.

Peter redujo el volumen de la voz a un murmullo.

—Buda dijo: «Dios eres tú.» Jesús nos enseñó que el reino de los cielos está en nosotros, y hasta nos prometió que podríamos obrar los mismos milagros que él, e incluso mayores. El primer antipapa, Hipólito de Roma, mencionó el mismo mensaje, que formuló por primera vez el maestro gnóstico Monoimo: «Abandona la búsqueda de Dios y tómate a ti mismo como punto de partida.»

Langdon recordó de pronto una imagen de la Casa del Templo, donde el sitial del vigilante tenía un consejo grabado en el respaldo:
Conócete a ti mismo.

—Un hombre sabio me dijo una vez —prosiguió Peter con voz apenas audible— que la única diferencia entre Dios y nosotros es que nosotros hemos olvidado nuestra naturaleza divina.

—Peter, te entiendo, de verdad que te entiendo. Y me encantaría creer que somos dioses, pero no veo ningún dios en este mundo. No veo ningún superhombre. Puedes hablarme de los supuestos milagros de la Biblia, o de cualquier otro texto religioso, pero no son más que viejas historias inventadas por el hombre y exageradas con el paso del tiempo.

—Quizá —replicó Solomon—, o quizá simplemente necesitemos nuestra ciencia para recuperar la sabiduría de los antiguos. —Hizo una pausa—. Lo curioso es que... tengo la sensación de que la investigación de Katherine podría conducir precisamente a eso.

Langdon recordó de repente que Katherine había salido apresuradamente de la Casa del Templo, horas antes.

—Por cierto, ¿adonde iba?

—Volverá pronto —respondió Peter con una sonrisa—. Ha ido a confirmar un maravilloso golpe de suerte.

Fuera, al pie del monumento, Peter Solomon se sintió revitalizado al inhalar el aire frío de la noche y se puso a observar, divertido, cómo Langdon miraba fijamente el suelo, rascándose la cabeza y buscando en torno a la base del obelisco.

—Profesor —dijo en tono burlón—, la piedra angular que contiene la Biblia está bajo tierra. El libro no se puede ver ni tocar, pero te aseguro que está ahí.

—Te creo —repuso Langdon, que parecía perdido en sus pensamientos—. Es sólo que... acabo de ver algo.

Retrocedió unos pasos y se puso a inspeccionar la gigantesca plaza donde se erguía el Monumento a Washington. La explanada circular estaba revestida en su totalidad de piedra blanca, a excepción de dos líneas decorativas de piedra oscura que formaban dos anillos concéntricos alrededor del monumento.

—Un círculo dentro de otro círculo —dijo—. Nunca había notado que el Monumento a Washington se levanta en el centro de dos círculos concéntricos.

Peter sofocó una carcajada. «No se le escapa nada.»

—Así es, el gran circumpunto..., el símbolo universal de Dios..., en la encrucijada de Estados Unidos. —Se encogió de hombros con fingida timidez—. Seguramente es una coincidencia.

Langdon parecía abstraído mientras ascendía con la vista a lo largo del obelisco iluminado, que refulgía blanquísimo sobre el negro profundo del cielo invernal.

Peter intuía que su amigo estaba empezando a ver el monumento como lo que realmente era: un recordatorio silencioso de la antigua sabiduría, el icono de un hombre ilustrado, en el corazón de una gran nación. Aunque Peter no podía ver el diminuto ápice de aluminio de la cúspide, sabía que estaba ahí: la mente iluminada del hombre, esforzándose por llegar al cielo.

Laus Deo.

—¿Peter? —Langdon se acercó a él con la expresión demudada de alguien que acabara de experimentar una iniciación mística—. Casi se me olvida —dijo mientras se metía la mano en el bolsillo y sacaba su anillo masónico—. Llevo toda la noche queriendo devolverte esto.

—Gracias, Robert.

Peter alargó la mano izquierda y cogió con admiración el anillo.

—¿Sabes? —añadió—. Todo el secreto y el misterio en torno a este anillo y la pirámide masónica han obrado un poderoso efecto en mi vida. Cuando era joven recibí la pirámide con la promesa de que ocultaba secretos místicos. Su mera existencia me hizo creer que verdaderamente había grandes misterios en el mundo. Azuzó mi curiosidad, alimentó mi capacidad de maravilla y me inspiró para que abriera la mente a los antiguos misterios. —Sonrió con serenidad mientras se deslizaba el anillo en el bolsillo—. Ahora me doy cuenta de que el verdadero propósito de la pirámide masónica no era revelar las respuestas, sino inspirar fascinación por ellas.

Los dos hombres permanecieron un largo rato en silencio al pie del monumento.

Cuando por fin Langdon habló, lo hizo en tono grave.

—Tengo que pedirte un favor, Peter, un favor de amigo.

—Por supuesto, lo que quieras.

En tono firme, Langdon le pidió lo que quería.

Solomon asintió, sabiendo que su amigo tenía razón.

—Lo haré.

—Ahora mismo —añadió Robert, dirigiéndose al Escalade, que los estaba esperando.

—De acuerdo, pero con una condición.

Robert Langdon levantó la vista al cielo, riendo entre dientes.

—No sé cómo lo haces, pero siempre acabas teniendo la última palabra.

—Sí, y todavía hay una última cosa que quiero que Katherine y tú veáis.

—¿A esta hora?

Solomon sonrió con afecto a su viejo amigo.

—Es el tesoro más espectacular de Washington... y algo que muy pocas personas han visto.

Capítulo 132

Katherine se sentía flotar de dicha mientras subía velozmente la colina, hacia la base del Monumento a Washington. Esa noche había vivido experiencias terribles y trágicas, pero sus pensamientos se concentraban ahora, aunque sólo fuera momentáneamente, en la maravillosa noticia que le había dado Peter momentos antes, una noticia que acababa de confirmar con sus propios ojos.

«Mi investigación está a salvo. En su totalidad.»

Los datos almacenados en los discos holográficos del laboratorio habían sido destruidos esa noche, pero antes, en la Casa del Templo, Peter le había revelado que había hecho copias de seguridad secretas de toda su investigación noética, y que las conservaba en las oficinas ejecutivas de los depósitos del Smithsonian. «Ya sabes que me fascina tu trabajo —le había explicado—. Quería seguir tus progresos sin molestarte.»

—¿Katherine? —la llamó una voz grave.

Ella levantó la vista.

Una figura solitaria se recortaba a contraluz sobre la base iluminada del monumento.

—¡Robert!

Corrió hacia él y lo abrazó.

—Ya me he enterado —le susurró Langdon—. Debe de haber sido un gran alivio para ti.

La voz de Katherine se quebró por la emoción.

—Un alivio increíble.

La investigación que Peter había salvado era una proeza científica, una vasta colección de experimentos que demostraban que el pensamiento humano era una fuerza real y mensurable, capaz de interactuar con el mundo físico. Los experimentos de Katherine demostraban el efecto del pensamiento humano sobre los más diversos objetos, desde cristales de hielo hasta generadores de eventos aleatorios, pasando por el movimiento de las partículas subatómicas. Los resultados eran concluyentes e irrefutables, con el potencial de convertir en creyentes a los escépticos y de afectar la conciencia mundial a una escala gigantesca.

—Todo cambiará, Robert. Todo.

—Peter está convencido de que así será.

Katherine buscó a su hermano con la mirada.

—Ha ido al hospital —dijo Langdon—. Le insistí para que fuera, como un favor personal.

Katherine suspiró aliviada.

—Gracias.

—Me pidió que te esperara aquí.

Ella asintió mientras su mirada ascendía por el reluciente obelisco blanco.

—A mí me dijo que pensaba traerte aquí y algo referente a
Laus Deo...
No me explicó mucho más.

Langdon soltó una risita cansada.

—Tampoco yo estoy seguro de haberlo entendido del todo. —Miró la cúspide del monumento—. Tu hermano ha dicho unas cuantas cosas esta noche que no acabo de asimilar.

—Espera, déjame que adivine —dijo Katherine—. ¿Algo sobre los antiguos misterios, la ciencia y las Sagradas Escrituras?

—¡Premio!

—Bienvenido al club —replicó ella con un guiño—. Peter empezó a hablarme de todo eso hace mucho tiempo. En buena medida, él ha inspirado mi investigación.

—Desde un punto de vista puramente intuitivo, algunas de las cosas que dijo parecían tener sentido. —Langdon meneó la cabeza—. Pero intelectualmente...

Katherine sonrió y le pasó un brazo por la espalda.

—¿Sabes, Robert? Quizá yo pueda ayudarte en ese aspecto.

En las entrañas del Capitolio, el Arquitecto Warren Bellamy caminaba por un pasillo desierto.

«Esta noche sólo queda una cosa por hacer», pensó.

Cuando llegó a su despacho, sacó una llave muy antigua del cajón de su escritorio. Era una llave negra de hierro, fina y alargada, con marcas desdibujadas. Bellamy se la guardó en el bolsillo y se preparó para recibir a sus invitados.

Robert Langdon y Katherine Solomon iban de camino al Capitolio. Tal como Peter le había pedido, Bellamy iba a ofrecerles una experiencia muy poco frecuente: la oportunidad de contemplar el secreto más maravilloso del edificio, uno que sólo el Arquitecto podía revelarles.

Capítulo 133

Muy por encima del suelo de la Rotonda del Capitolio, Robert Langdon avanzaba nervioso, centímetro a centímetro, por la pasarela circular que se extendía justo debajo de la cúpula. Probó a mirar más allá de la barandilla, mareado por la altura, sin poder creer todavía que hubieran pasado menos de diez horas desde el hallazgo de la mano de Peter en el punto central del suelo que se extendía allá abajo.

En ese mismo suelo, a cincuenta y cinco metros de distancia, el Arquitecto del Capitolio no era más que una mancha diminuta, que atravesó la Rotonda y se perdió de vista. Bellamy había acompañado a Langdon y a Katherine hasta la pasarela y los había dejado allí, con instrucciones muy concretas.

«Instrucciones de Peter.»

Langdon echó un vistazo a la vieja llave de hierro que Bellamy le había dado. Después, miró la estrecha escalerilla que subía a partir del nivel donde se encontraban... y seguía subiendo. «Que Dios me asista.» Aquella angosta escalera, según el Arquitecto, conducía a una pequeña puerta metálica cuya cerradura se abría con la llave que Langdon tenía en la mano.

Al otro lado de la puerta había algo que Peter estaba empeñado en que Langdon y Katherine vieran. No había dicho qué era exactamente, pero había dejado instrucciones precisas acerca de la hora en que debían abrir la puerta.

«¿Tenemos que esperar para abrir la puerta? ¿Por qué?»

Langdon volvió a consultar el reloj y soltó un gruñido.

Se metió la llave en el bolsillo y contempló el vacío inmenso que se abría ante él, al otro lado de la barandilla. Katherine había echado a andar sin miedo, imperturbable al parecer por las alturas, y para entonces había cubierto la mitad de la circunferencia y contemplaba con admiración cada centímetro de
La apoteosis de Washington
de Brumidi, que se cernía justo sobre sus cabezas. Desde su poco habitual punto de vista, los personajes de cinco metros de altura que decoraban los casi quinientos metros cuadrados de la cúpula del Capitolio se veían con sorprendente detalle.

Langdon le dio la espalda a Katherine, se volvió hacia la pared y susurró en voz muy baja:

—Katherine, te habla la voz de tu conciencia: ¿por qué has abandonado a Robert?

Obviamente, ella ya conocía las asombrosas propiedades acústicas de la cúpula, por lo que la pared no tardó en susurrarle una respuesta:

—Porque Robert es un gallina. Tendría que venir aquí conmigo. Nos queda mucho tiempo, antes de poder abrir la puerta.

Langdon sabía que tenía razón y, aunque a disgusto, empezó a recorrer el balcón, pegándose cuanto podía a la pared.

—Este techo es absolutamente asombroso —se maravilló Katherine mientras estiraba el cuello para abarcar en todo su enorme esplendor la
Apoteosis
que se desplegaba más arriba—. ¡Dioses de la mitología, mezclados con científicos e inventores y con sus creaciones! ¡Y pensar que ésta es la imagen que ocupa el centro de nuestro Capitolio!

Langdon levantó la vista hacia las vastas figuras de Franklin, Fulton, Morse y sus inventos tecnológicos. Partiendo de esos personajes, un refulgente arco iris trazaba una curva para guiar la mirada del observador hacia George Washington, que ascendía al cielo sentado en una nube. «La gran promesa del hombre convertido en dios.»

—Es como si toda la esencia de los antiguos misterios flotara sobre la Rotonda —dijo Katherine.

Langdon tuvo que admitir que no había en el mundo muchos frescos que combinaran los inventos científicos, los dioses de la mitología y la apoteosis humana. La espectacular colección de imágenes de ese techo era, sin duda alguna, un mensaje inspirado en los antiguos misterios, puesto ahí por alguna razón. Los padres fundadores veían la nación como un lienzo en blanco, como un campo fértil donde sembrar la simiente de los misterios. Siglos después, ese icono que planeaba en las alturas (el padre de la nación en su ascenso al cielo) flotaba silencioso sobre los legisladores, los gobernantes y los presidentes, como un audaz recordatorio, como un mapa del futuro, una promesa de que algún día el hombre evolucionaría hasta alcanzar la completa madurez espiritual.

—Robert —murmuró Katherine con la mirada fija todavía en las colosales figuras de los grandes inventores de América, acompañados de Minerva—, esto es profético. Actualmente, los inventos más avanzados del hombre se están utilizando para estudiar sus ideas más antiguas. Puede que la noética sea una ciencia nueva, pero en el fondo es la más antigua del mundo: el estudio del pensamiento humano. —Se volvió hacia él con ojos maravillados—. Y estamos averiguando que los antiguos tenían una comprensión del pensamiento más profunda que la nuestra en la actualidad.

—Es lógico —replicó Langdon—. La mente humana era la única tecnología de que disponían los antiguos. Los primeros filósofos la estudiaron sin descanso.

—¡Así es! Los textos antiguos reflejan la obsesión por el poder de la mente humana. Los Vedas describen la circulación de la energía mental, y el
Pistis Sophia,
la conciencia universal. El
Zohar
analiza la naturaleza del espíritu-mente, y los textos chamánicos predicen la «influencia a distancia» de Einstein en el ámbito de la curación a distancia. ¡Todo está ahí! ¡Y eso por no hablar de la Biblia!

Other books

Deadly Illusions by Brenda Joyce
Dealers of Light by Nance, Lara
La cena secreta by Javier Sierra
Never Call It Love by Veronica Jason
The Woman Who Walked in Sunshine by Alexander McCall Smith
Pure Red by Danielle Joseph