Read El símbolo perdido Online
Authors: Dan Brown
Langdon conocía bien la tradición. Sabía que los masones seguían colocando piedras angulares, en cuyo interior guardaban objetos llenos de significado: cápsulas del tiempo, fotografías, proclamas e incluso cenizas de personas importantes.
—El propósito de que te hable de todo esto —dijo Peter, mirando al hueco de la escalera— debería resultarte claro.
—¿Crees que la Palabra Perdida está enterrada en la piedra angular del Monumento a Washington?
—No lo creo, Robert; lo sé. La Palabra Perdida fue sepultada en la piedra angular de este monumento, el 4 de julio de 1848, con un completo ritual masónico.
Langdon lo miró asombrado.
—¿Nuestros antepasados masones enterraron una palabra?
Peter asintió.
—Así es, y lo hicieron porque conocían bien el poder de lo que estaban enterrando.
Durante toda la noche, Langdon había intentado amoldar la mente a conceptos vaporosos y ambiguos: los antiguos misterios, la Palabra Perdida, los secretos de los siglos... Ahora necesitaba algo sólido, y por más que Peter dijera que la clave de todo estaba enterrada en una piedra angular ciento setenta metros más abajo, le costaba mucho aceptarlo.
«Hay gente que dedica toda una vida al estudio de los misterios y ni siquiera así es capaz de acceder al poder que supuestamente encierran.»
Langdon recordó de pronto el grabado de Durero,
Melancolía I,
la imagen del sabio desalentado, sentado en medio de los instrumentos de sus vanos esfuerzos por desvelar los secretos místicos de la alquimia. «Si es cierto que los secretos se pueden desvelar, es imposible que la clave esté en un solo lugar.»
Langdon siempre había creído que la respuesta, fuera cual fuese, debía de estar dispersa por el mundo en miles de volúmenes, codificada en los textos de Pitágoras, Hermes, Heráclito, Paracelso y cientos de autores más. Tenía que estar en multitud de tomos polvorientos y olvidados de alquimia, misticismo, magia y filosofía. Debía de estar oculta en la antigua biblioteca de Alejandría, en las tablillas de arcilla de Sumer y en los jeroglíficos de Egipto.
—Lo siento, Peter —dijo Langdon, negando con la cabeza—. La comprensión de los antiguos misterios es un proceso que debe llevar toda la vida. No me parece concebible que la clave pueda residir en una sola palabra.
Peter le apoyó la mano sobre el hombro.
—Robert, la Palabra Perdida no es una «palabra» —sonrió—. La llamamos de ese modo porque así es como la llamaban los antiguos..., en el principio.
«En el principio fue el Verbo.»
El deán Galloway se arrodilló en el crucero mayor de la catedral de Washington y rezó por la nación. Rezó para que su amado país comprendiera pronto el verdadero poder del Verbo, el poder de la Palabra: la colección de textos que resumían la sabiduría de todos los maestros antiguos, las verdades espirituales que habían enseñado los grandes sabios.
La historia había bendecido a la humanidad con los maestros más sabios, almas profundamente iluminadas cuya comprensión de los misterios espirituales y psíquicos superaba todo entendimiento. Las valiosas palabras de aquellos sabios —Buda, Jesús, Mahoma, Zoroastro y muchos más— habían sido transmitidas a lo largo de la historia en los vehículos más antiguos y valiosos.
En los libros.
Todas las culturas del planeta tenían su libro sagrado, su Palabra, que, aun siendo diferente, era igual que las demás. Para los cristianos, la Palabra era la Biblia; para los musulmanes, el Corán; para los judíos, la Torá; para los hindúes, los Vedas, y así hasta el infinito.
«La Palabra iluminará el camino.»
Para los masones fundadores de Estados Unidos, la Palabra era la Biblia. «Sin embargo, poca gente en la historia ha comprendido su verdadero mensaje.»
Esa noche, arrodillado a solas en la grandiosa catedral, Galloway colocó las manos sobre la Palabra: un gastado ejemplar de la Biblia masónica. Ese preciado libro, como todas las Biblias de los masones, contenía el Viejo y el Nuevo Testamento, así como una valiosa recopilación de escritos filosóficos masónicos.
Aunque sus ojos ya no podían leer el texto, el deán se sabía de memoria el prefacio. Su glorioso mensaje había sido leído por millones de hermanos suyos, en innumerables idiomas y en todo el mundo.
Decía así:
El tiempo es un río... y los libros son barcos, muchos volúmenes parten por esa corriente, pero encallan y se pierden en sus arenas. sólo unos pocos, muy pocos, resisten la prueba del tiempo y viven para bendecir los siglos sucesivos.
«Hay una razón para que esos volúmenes sobrevivan, mientras que otros se pierden.» Como estudioso de la fe, al deán Galloway siempre le había sorprendido que los antiguos textos espirituales (los libros más estudiados del planeta) fueran en realidad los menos comprendidos.
«Sus páginas ocultan un secreto maravilloso.»
En un día no muy lejano, se haría la luz y la humanidad comenzaría a entender por fin la verdad simple y transformadora de las antiguas enseñanzas. Entonces daría un salto de gigante en la comprensión de su propia naturaleza extraordinaria.
La escalera de caracol que desciende a lo largo del eje del Monumento a Washington consta de 896 peldaños de piedra que bajan en espiral, alrededor del hueco del ascensor. Langdon y Solomon estaban bajando, y el profesor aún no acababa de asimilar el hecho sorprendente que su amigo le había revelado apenas unos momentos antes: «Robert, en el interior de la piedra angular hueca de este monumento, nuestros antepasados sepultaron un ejemplar solitario de la Palabra, una Biblia que aguarda en la oscuridad, al pie de esta escalera.»
Durante el descenso, Peter se detuvo repentinamente en un rellano y balanceó el haz de la linterna hasta iluminar un gran medallón de piedra incrustado en la pared.
«¡¿Qué es esto?!» Langdon se sobresaltó al ver la figura grabada.
El medallón representaba a un temible personaje enfundado en una capa, con una guadaña en la mano y de rodillas junto a un reloj de arena. Tenía un brazo levantado, con el dedo índice extendido, apuntando directamente a una gran Biblia abierta, como diciendo: «Ahí está la respuesta.»
Langdon contempló el grabado y luego se volvió hacia Peter.
Los ojos de su mentor relucían de misterio.
—Quiero que pienses bien una cosa, Robert. —Su voz despertó ecos en el hueco vacío de la escalera—. ¿Por qué crees que la Biblia ha sobrevivido a miles de años de historia tumultuosa? ¿Por qué sigue ahí? ¿Quizá porque sus historias ofrecen una lectura apasionante? Desde luego que no. Pero hay una razón. Hay una razón para que los monjes cristianos pasen toda la vida tratando de descifrar la Biblia, y para que los místicos y cabalistas judíos se empeñen en analizar el Antiguo Testamento. Y esa razón, Robert, es que existen poderosos secretos escondidos en las páginas de esos libros antiguos, secretos que son una vasta reserva de sabiduría inexplotada, a la espera de ser descubierta.
No era la primera vez que Langdon oía la teoría de que las Sagradas Escrituras ocultaban un significado secreto, un mensaje escondido tras un velo de alegorías, simbolismo y parábolas.
—Los profetas nos advierten —continuó Peter— de que el lenguaje utilizado para dar a conocer sus misterios es críptico. El Evangelio de san Marcos nos dice: «A vosotros es dado saber el misterio..., pero todas las cosas están en parábolas.» Proverbios advierte de que los sabios hablan en «enigmas», mientras que la Epístola a los Corintios habla de «sabiduría oculta», y el Evangelio de san Juan anuncia: «Os hablaré en parábolas... y usaré palabras oscuras.»
«Palabras oscuras», repitió mentalmente Langdon, sabedor de que esa extraña frase aparecía en repetidas ocasiones en Proverbios, así como en el salmo 78.
«Abriré mi boca en parábolas y evocaré palabras oscuras del pasado.»
El concepto de «palabra oscura», según había estudiado Langdon, no guardaba ninguna relación con una posible «maldad» de la palabra, sino que indicaba que su verdadero significado estaba escondido, oculto a la luz.
—Por si te quedara alguna duda —añadió Peter—. Corintios nos dice abiertamente que las parábolas tienen dos capas de significado: «leche para los bebés y alimento sólido para los hombres», donde la «leche» es una enseñanza simplificada, destinada a las mentes infantiles, mientras que el «alimento sólido» es el mensaje verdadero, sólo accesible a las mentes maduras.
Peter levantó la linterna y volvió a iluminar el grabado del personaje de la capa, que señalaba con mano firme la Biblia.
—Conozco tu escepticismo, Robert, pero piensa un momento. Si no hay un significado oculto en la Biblia, ¿entonces cómo explicas que su estudio haya obsesionado a tantas de las grandes mentes de la historia, entre ellas a varios científicos brillantes de la Royal Society? Sir Isaac Newton escribió más de un millón de palabras en su intento de descifrar el verdadero significado de las Escrituras, incluido un manuscrito de 1704 en el que afirmaba haber hallado información
científica
oculta en la Biblia.
Langdon sabía que era cierto.
—Y sir Francis Bacon —prosiguió Peter—, la eminencia contratada por el rey Jacobo para crear literalmente la Biblia en lengua vernácula que quería el monarca, estaba tan convencido de que las Escrituras contenían un mensaje cifrado que no vaciló en añadirle sus propios códigos, que aún hoy se estudian. Por supuesto, como bien sabes, Bacon era rosacruz y escribió
La sabiduría de los antiguos.
—Peter sonrió—. Incluso un iconoclasta como el poeta William Blake insinuó que debemos leer entre líneas.
Langdon conocía sus versos:
Ambos leemos la Biblia por la noche y la mañana,
mas tú lees lo que dice y yo leo lo que calla.
—Y no fueron sólo las eminencias europeas —continuó Peter, bajando ahora más velozmente—. También aquí, Robert, en el corazón de esta joven nación, los más brillantes de nuestros predecesores, como John Adams, Ben Franklin y Thomas Paine, nos advirtieron de los peligros de interpretar literalmente la Biblia. De hecho, Thomas Jefferson estaba tan convencido de que el verdadero significado de la Biblia estaba oculto que recortó literalmente las páginas y reeditó el libro, con la esperanza, según sus propias palabras, «de eliminar todo andamiaje artificial y restaurar las doctrinas auténticas».
Langdon ya conocía ese curioso dato. La Biblia de Jefferson, que aún se seguía vendiendo, incluía muchas de sus controvertidas revisiones, entre ellas, la eliminación del nacimiento virginal y la resurrección. Increíblemente, durante la primera mitad del siglo
xix
, todos los miembros del Congreso de Estados Unidos recibían una Biblia de Jefferson como regalo, después de su elección.
—Peter, ya sabes que este tema me resulta fascinante, y comprendo que para una mente brillante pueda ser tentador imaginar que las Escrituras encierran algún significado oculto, pero nada de eso me parece lógico. Cualquier profesor mínimamente capaz te dirá que la enseñanza nunca se imparte en clave.
—¿Qué quieres decir?
—Los profesores enseñamos, Peter; hablamos con claridad. Los profetas fueron los maestros más grandes de la historia. ¿Para qué iban a oscurecer deliberadamente su lenguaje? Si esperaban cambiar el mundo, ¿qué sentido tenía que hablaran en clave? ¿Por qué no hablar abiertamente, para que todos pudieran entender?
Peter volvió la cabeza y miró a su amigo por encima del hombro mientras bajaba la escalera; parecía sorprendido por la pregunta.
—Robert, la Biblia no habla con claridad por la misma razón que las antiguas escuelas de misterios se ocultaban, por la misma razón que los neófitos tenían que ser iniciados antes de aprender las enseñanzas secretas de los siglos, y por la misma razón que los científicos del Colegio Invisible se negaban a compartir sus conocimientos con los demás. Esa información es poderosa, Robert. Los antiguos misterios no se pueden vocear desde los tejados. Los misterios son una antorcha flamígera, que en manos de un sabio puede iluminar el camino, pero en manos de un lunático puede incendiar el mundo.
Langdon se detuvo en seco. «¿Qué me está diciendo?»
—Yo te estoy hablando de la Biblia, Peter. ¿Qué tienen que ver los antiguos misterios?
Peter se volvió.
—¿No lo ves, Robert? Los antiguos misterios y la Biblia son la misma cosa.
Langdon se lo quedó mirando, perplejo.
Su amigo guardó silencio durante unos segundos, esperando a que Robert asimilara la idea.
—La Biblia es uno de los libros que han transmitido los antiguos misterios a lo largo de la historia. Sus páginas intentan desesperadamente contarnos el secreto. ¿No lo entiendes? Las «palabras oscuras» de la Biblia son los susurros de los maestros de la antigüedad, que nos revelan en voz baja toda su sabiduría secreta.
Langdon no dijo nada. Los antiguos misterios, tal como él los entendía, eran una especie de manual de instrucciones para dominar el poder latente de la mente humana, una receta para la apoteosis personal. Nunca había podido aceptar que los misterios encerraran un poder especial y, ciertamente, la idea de que la Biblia contuviera la clave para acceder a ellos le parecía imposible de admitir.
—Peter, la Biblia y los antiguos misterios son dos cosas completamente opuestas. Los misterios hablan del dios que tienes en tu interior, del hombre como ser divino. La Biblia, en cambio, habla del dios que está por encima de ti..., y presenta al hombre como un pecador sin ningún poder.
—¡Así es! ¡Correcto! ¡Has señalado exactamente el problema! En el instante en que el hombre se separó de Dios, el verdadero significado de la Palabra se perdió. Hoy las voces de los antiguos maestros han quedado sofocadas, perdidas en medio del alboroto caótico de quienes se autoproclaman portadores de la Palabra, de aquellos que vociferan que sólo ellos la comprenden..., y que la Palabra está escrita única y exclusivamente en su idioma.
Peter siguió bajando la escalera.
—Robert, tú y yo sabemos que los antiguos se espantarían si vieran lo mucho que se han tergiversado sus enseñanzas..., si vieran que la religión se presenta como una especie de peaje para acceder al cielo..., si supieran que los soldados marchan a la guerra convencidos de que Dios está de su parte. Hemos perdido la Palabra y, sin embargo, su verdadero significado aún está a nuestro alcance, justo delante de nuestros ojos. Está presente en todos los textos perdurables, desde la Biblia y el Bhagavad Gita, hasta el Corán y muchos otros. Todos esos textos son venerados en el altar de la masonería porque los masones comprendemos lo que el mundo parece haber olvidado: que cada uno de esos textos, a su manera, nos susurra exactamente el mismo mensaje. —La voz de Peter se inflamó de emoción—: «¿Acaso no sabéis que sois dioses?»