El sindicato de policía Yiddish (11 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Coca-Cola —dice Landsman—. Por favor.

Puede que sea la primera cosa que hace Landsman o cualquier otra persona que consigue sorprender a la viuda de Nathan Kalushiner. Ella levanta una ceja de color gris metálico y da media vuelta. Berko coge con la mano uno de los pepinillos encurtidos y le sacude los granos de pimienta y los dientes de ajo que tachonan su piel verde y moteada. Lo aplasta con los dientes y frunce el ceño de felicidad.

—Hace falta una mujer amargada para hacer buenos encurtidos —dice, y luego, como de improviso, para tomarle el pelo—: ¿Seguro que no quieres otra cerveza?

A Landsman le encantaría tomar una cerveza. Se imagina el sabor a caramelo amargo de la misma en la parte de atrás de la lengua. Entretanto, la que le ha dado Ester-Malke todavía no ha abandonado su cuerpo, pero Landsman ya está obteniendo indicaciones de que ya tiene las maletas hechas y está lista para irse. La proposición o petición que ha decidido hacerle a su compañero de pronto le parece la idea más estúpida que posiblemente ha tenido nunca, y ciertamente no vale la pena vivir por ella. Pero tendrá que bastar.

—Vete a la mierda —dice levantándose de la mesa—. Tengo que echar una meada.

En el lavabo de hombres, Landsman descubre el cuerpo de un guitarrista eléctrico. Desde una mesa del fondo del Vorsht, Landsman ha admirado a menudo a ese
yid
y la forma en que toca. Fue uno de los primeros en importar las técnicas y actitudes de los guitarristas de rock americanos y británicos a las búlgaras y los
freylekhs
de la música de baile judía. Tiene más o menos la misma edad y los mismos orígenes que Landsman, creció en Halibut Point, y en ciertos momentos de vanagloria, Landsman se ha comparado a sí mismo, o mejor dicho, su trabajo como detective, con el estilo de tocar intuitivo y ostentoso de este hombre que ahora parece estar muerto o desmayado en un retrete con la mano del dinero dentro de la taza. Lleva un traje de tres piezas de cuero negro y un corbatín rojo. Le han quitado los anillos de sus celebrados dedos, dejándole muescas fantasmales. En el suelo de baldosines hay tirada una billetera, con aspecto vacío y flácido.

El músico suelta un ronquido. Landsman emplea los mencionados talentos intuitivos y ostentosos para palpar la carótida del hombre en busca de pulso. Es estable. El aire que rodea los silbidos del músico está casi al rojo vivo por los efluvios del alcohol. De la cartera parecen haber robado toda la documentación y el dinero en metálico. Landsman cachea al músico y le encuentra una pinta de vodka Canadian en el bolsillo izquierdo de su blazer de cuero. Le han quitado el dinero pero no la bebida. Landsman no quiere una copa. De hecho, se le revuelven las tripas solo de pensar en echarse esa basura entre pecho y espalda, una especie de músculo moral se le retrae. Se arriesga a echar un vistazo rápido al sótano lleno de telarañas de su alma. No puede evitar fijarse en que ese latido de repugnancia por lo que al fin y al cabo no es más que una marca popular de vodka canadiense parece tener algo que ver con su ex mujer, con que ella esté de vuelta en Sitka y tenga un aspecto tan fuerte y vigoroso y tan Bina. Verla todos los días va a ser un tormento, como Dios torturando a Moisés con un vislumbre de Sión desde lo alto del monte Pisgá todos y cada uno de los días de su vida.

Landsman le quita el tapón a la botella de vodka y da un trago largo y agarrotado. La bebida quema como un compuesto de disolvente y lejía. Cuando termina quedan varios centímetros en la botella, pero Landsman ha quedado lleno hasta arriba de nada más que la quemadura de los remordimientos. Todos los antiguos paralelismos que antaño le gustaba trazar entre el guitarrista y él mismo se vuelven contra él. Al cabo de un debate breve pero intenso, Landsman decide no tirar la botella a la basura, donde no le va a servir de nada a nadie. Se la transfiere al cómodo bolsillo de la chaqueta de su propio declive. Saca al músico a rastras del retrete y le seca con cuidado la mano derecha. Y por último echa la meada por la que ha entrado. La música de la orina de Landsman sobre la porcelana y el agua estimula al músico a abrir los ojos.

—Estoy bien —le dice a Landsman desde el suelo.

—Claro que sí, encanto —dice Landsman.

—Pero no llames a mi mujer.

—No lo haré —lo tranquiliza Landsman, pero el
yid
vuelve a caer desmayado.

Landsman saca al músico a rastras hasta el pasillo de atrás y lo deja en el suelo con un listín telefónico colocado debajo de la cabeza a modo de almohada. Luego regresa a la mesa y a Berko Shemets y da un sorbo dócil a su vaso de burbujas y jarabe.

—Mmm… —dice—. Cola.

—Entonces —dice Berko—, ese favor que mencionabas…

—Sí —dice Landsman. Su confianza renaciente en sí mismo y en sus intenciones, la sensación de bienestar, son claramente una ilusión producida por el trago de vodka barato. Esto lo racionaliza pensando que desde el punto de vista de, por ejemplo, Dios, toda confianza humana es una ilusión y toda intención, un chiste—. Es uno bastante grande.

Berko sabe adónde quiere ir a parar Landsman. Pero Landsman todavía no está listo para llegar ahí.

—Tú y Ester-Malke —dice Landsman—. Habéis solicitado una residencia.

—¿Esa es tu gran pregunta?

—No, eso es solo la introducción.

—Hemos solicitado permisos de residencia. Todo el mundo en el distrito ha pedido un permiso de residencia, a menos que vayan a emigrar a Canadá o a Argentina o a donde sea. Joder, Meyer, ¿tú no lo has hecho?

—Sé que tenía intención de hacerlo —dice Landsman—. Tal vez lo hice, no me acuerdo.

La información es demasiado espantosa como para que Berko la procese y, además, no es el motivo por el que Landsman lo ha traído aquí.

—Sí que lo hice, ¿de acuerdo? —dice Landsman—. Ahora me acuerdo. Seguro. Rellené el I-999 y todo.

Berko asiente como si se creyera la mentira de Landsman.

—Así pues —dice Landsman—, estáis planeando quedaros por aquí. Quedaros en Sitka.

—Suponiendo que consigamos documentos.

—¿Tienes alguna razón para creer que no los vas a conseguir?

—Simplemente las cifras. Dicen que van a dar menos del cuarenta por ciento.

Berko niega con la cabeza, que es en gran medida el gesto que hace últimamente el país entero cada vez que sale a colación la cuestión de adónde van a ir todos los demás judíos de Sitka, o qué van a hacer, después de la Revocación. En realidad, no se han dado garantías de ninguna clase —la cifra del cuarenta por ciento, a fin de cuentas, no es más que otro rumor—, y hay algunos radicales de miradas furibundas que aseguran que la cifra real de judíos a quienes se va a permitir quedarse como residentes legales del recién ampliado estado de Alaska cuando la Revocación se ejecute por fin estará más cerca del diez o hasta del cinco por ciento. Se trata de la misma gente que va por ahí llamando a la resistencia armada, a la secesión, a una declaración de independencia y demás cosas por el estilo. Landsman ha prestado muy poca atención a las controversias y a los rumores, a la que es la cuestión más importante de su universo local.

—¿Y el viejo? —dice Landsman—. ¿Es que no le queda fuerza?

Durante cuarenta años —tal como reveló la serie de artículos de Denny Brennan—, Hertz Shemets estuvo usando su puesto como director local del programa de vigilancia interior del FBI para dirigir su propia partida con los americanos. El FBI lo reclutó inicialmente en los cincuenta para combatir a los comunistas y a la Izquierda Yiddish, que, aunque quejumbrosa, se mostraba fuerte, endurecida, amargada, recelosa hacia los americanos y, en el caso de los antiguos israelíes, no especialmente agradecida de estar allí. Las instrucciones de Hertz Shemets eran vigilar a la población roja local e infiltrarse en sus filas; Hertz los aniquiló. Puso a los socialistas a merced de los comunistas, a los estalinistas a merced de los trotskistas y a los sionistas hebreos en manos de los sionistas yiddish, y cuando se terminó la carnicería, les limpió la boca a los que seguían vivos y los puso a unos a merced de los otros. Empezando a principios de los sesenta, a Hertz lo lanzaron contra el naciente movimiento radical entre los tlingit, y con el tiempo también le arrancó los dientes y las garras.

Pero tal como Brennan reveló, todas aquellas actividades eran una tapadera de los verdaderos planes de Hertz: obtener el Estatus Permanente para el distrito: conferirle EP, o incluso, en sus sueños más descabellados, convertirlo en estado. «Basta de dar tumbos por el mundo —recuerda Landsman que su tío le dijo a su padre, cuya alma retuvo hasta el día de su muerte una pizca de sionismo romántico—. Basta de expulsiones y migraciones y de soñar con estar el año que viene en las tierras de los camellos. Es hora de que cojamos lo que podamos y nos asentemos allí.»

Y así es como resultó que todos los años el tío Hertz desviaba hasta la mitad del presupuesto de sus operaciones para corromper a la misma gente que lo había autorizado. Compraba a senadores, tendía trampas a congresistas con cebos sexuales, y por encima de todo engatusaba a judíos americanos ricos cuya influencia él consideraba crucial para sus planes. En tres ocasiones se presentaron propuestas de Estatus Permanente y las tres veces murieron, dos en comisión y la tercera tras una batalla dura y reñida en el pleno. Un año después de aquella batalla en el pleno, el actual presidente de América se presentó y ganó liderando una plataforma que exhibía la tan postergada puesta en práctica de la Revocación, prometiendo restaurar «Alaska para la gente de Alaska, salvaje y limpia». Y Dennis Brennan acosó a Hertz hasta acorralarlo.

—¿El viejo? —dice Berko—. ¿Allí abajo, en su reserva india diminuta? ¿Con su cabra? ¿Y un congelador lleno de carne de alce? Sí, es una puta eminencia gris en los pasillos del poder. Pero bueno, la cosa pinta bien.

—¿Ah, sí?

—Ester-Malke y yo ya tenemos permisos de trabajo por tres años.

—Eso es buena señal.

—Eso dicen.

—Naturalmente, no querrás hacer nada que ponga en peligro tu situación.

—No.

—Desobedecer órdenes. Cabrear a alguien. Desatender tu deber manifiesto.

—Nunca.

—Entonces no hay más que hablar. —Landsman se mete una mano en el bolsillo del blazer y saca el ajedrez portátil—. ¿Alguna vez te he hablado de la nota que dejó mi padre al suicidarse?

—Oí que era un poema.

—Más bien unos ripios —dice Landsman—. Seis versos en yiddish dirigidos a una mujer sin nombre.

—Ajá.

—No, no. Nada subido de tono. Era… ¿cómo decirlo?… una manifestación de pesar por no haber estado a la altura. De tristeza por su fracaso. Un juramento de devoción y respeto. Una conmovedora declaración de gratitud por el alivio que ella le había proporcionado, y por encima de todo, por la pizca de olvido que la compañía de ella le había facilitado en el curso largo y amargo de los años.

—Te los sabes de memoria.

—Los memoricé. Pero después noté algo en ellos que me preocupaba. Así que me forcé a mí mismo a olvidarlos.

—¿Qué notaste?

Landsman finge no oír la pregunta mientras la señora Kalushiner llega con los huevos, seis en total, sin cáscara y organizados en un plato que tiene seis huecos redondos, cada uno del tamaño del extremo más ancho del huevo. Sal. Pimienta. Un frasquito de mostaza.

—Tal vez si le quitáramos la cadena —dice Berko señalando a Hershel con el pulgar— saldría para comerse un bocadillo o algo.

—Le gusta la cadena —dice la señora Kalushiner—. Sin ella no duerme. —Y los deja solos otra vez.

—Eso me preocupa —dice Berko mirando a Hershel.

—Sé a qué te refieres.

Berko echa sal a un huevo y lo muerde. Sus dientes dejan almenas en el blanco hervido.

—Volvamos con el poema entonces —dice—. Los versos.

—Bueno, como es natural —dice Landsman—, todo el mundo dio por sentado que los versos de mi padre iban dirigidos a mi madre. Empezando por mi madre.

—Ella encajaba en la descripción.

—Eso es lo que todos acordaron. Y es por eso que nunca le conté a nadie lo que yo había deducido. En mi primer caso oficial como
shammes
subalterno.

—¿Que era qué?

—Que era que si juntas las primeras letras de cada uno de los seis versos del poema, deletrean un nombre. Caissa.

—¿Caissa? ¿Qué clase de nombre es ese?

—Creo que es latín —dice Landsman—. Caissa es la diosa de los ajedrecistas.

Abre la tapa del ajedrez de bolsillo que compró en el drugstore de la plaza Korczak. Las piezas en juego siguen tal como él las colocó en el apartamento de los Taytsh-Shemets esa misma mañana, tal como las dejó el hombre que se hacía llamar Emanuel Lasker. O bien su asesino, o tal vez la pálida Caissa, la diosa de los ajedrecistas, cuando pasó para decir adiós a otro de sus desventurados adoradores. Con las negras reducidas a tres peones, un par de caballos, un alfil y una torre. Las blancas conservando todas sus piezas mayores y menores y un par de peones, uno de los cuales está a un movimiento de ser ascendido. La situación tiene un extraño aspecto desordenado, como si la partida que hubiera llevado hasta el presente movimiento hubiera sido caótica.

—Ojalá fuera otra cosa, Berko —dice Landsman, disculpándose con las palmas de las manos hacia arriba—. Una baraja de naipes. Un crucigrama. Un cartón de bingo.

—Lo entiendo —dice Berko.

—Tenía que ser una maldita partida de ajedrez sin terminar.

Berko le da la vuelta al tablero y lo examina largo rato, luego levanta la vista hacia Landsman. «Ahora es el momento de que me lo pidas», le dice con sus ojos enormes y oscuros.

—Bueno, como te he dicho, necesito pedirte un favor.

—No —dice Berko—. No es verdad.

—Ya has oído a la señora. La has visto ponerle la bandera negra. El asunto ya era una mierda de entrada. Bina lo ha oficializado.

—Pero a ti no te lo parece.

—Por favor, Berko, no empieces ahora a respetar mi juicio —dice Landsman—. No después de lo mucho que he trabajado en socavarlo.

Berko ya lleva rato mirando al perro de forma cada vez más insistente. De repente se pone de pie y camina hasta el escenario. Sube haciendo mucho ruido los tres escalones de madera y se planta frente a Hershel, mirándolo. Luego extiende la mano para que el animal se la huela. El perro se vuelve a poner con dificultad en posición de sentados y lee con su nariz la transcripción del dorso de la mano de Berko: bebés y gofres y el interior de un Super Sport de 1971. Berko se acuclilla pesadamente junto al perro y desengancha el broche que le une la cadena al collar. Coge la cabeza del animal con sus manos enormes y lo mira a los ojos.

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