El sindicato de policía Yiddish (12 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Ya basta —le dice—. No va a venir.

El perro contempla a Berko como si tuviera un interés sincero por esa noticia. Luego se levanta bruscamente sobre las patas traseras, va renqueando hasta las escaleras y baja con cuidado por ellas. Con un claqueteo de uñas, cruza el suelo de cemento hasta la mesa donde está sentado Landsman y levanta la vista como en busca de confirmación.

—Es la pura
emes
, Hershel —le dice Landsman al perro—. Comprobaron su historia dental.

El perro parece pensar en esto. Luego, para gran sorpresa de Landsman, camina hasta la puerta principal. Berko clava en Landsman una mirada de reproche: «¿Qué te dije?». Echa un vistazo rápido en dirección a la cortina de cuentas, luego abre el cerrojo, gira la llave y abre la puerta. El perro sale trotando como si tuviera negocios urgentes en alguna otra parte.

Berko regresa a la mesa, con cara de acabar de liberar a un alma de la rueda del karma.

—Ya has oído a la señora. Tenemos nueve semanas —dice—. Más o menos. Podemos permitirnos desperdiciar un par de días fingiendo que estamos ocupados mientras indagamos sobre ese yonqui muerto de tu albergue.

—Vais a tener un bebé —dice Landsman—. Vais a ser cinco.

—Ya te he entendido.

—Lo que estoy diciendo es que son cinco los Taytsh-Shemets a los que vamos a joder si alguien se pone a buscar razones para negarle a la gente sus permisos de residencia, tal como se ha informado ampliamente, y una de esas razones es una citación reciente por haber actuado contra las órdenes de una oficial superior, por no mencionar la desobediencia mayúscula a la política del departamento, por muy idiota y cobarde que esta sea.

Berko parpadea y se mete en la boca otro tomate encurtido. Lo mastica y suspira.

—Nunca he tenido hermanos ni hermanas —dice—. Lo único que he tenido son primos. La mayoría eran indios y no querían conocerme. Dos eran judíos. Una de esos judíos, que Dios bendiga su nombre, está muerta. Eso me deja solo contigo.

—Te lo agradezco, Berko —dice Landsman—. Quiero que lo sepas.

—A la mierda —dice Berko en americano—. Nos vamos al Einstein, ¿verdad?

—Sí —dice Landsman—. Ahí es donde he pensando que tendríamos que empezar.

Antes de que puedan ponerse de pie o arreglar las cosas con la señora Kalushiner, se oyen unos arañazos en la puerta principal y después un gemido largo y débil. Es un sonido humano y lastimero, y hace que a Landsman se le ponga el pelo del cogote de punta. Va a la puerta principal y le abre la puerta al perro, que vuelve a subirse al escenario, regresa al lugar donde ya ha desgastado la pintura de los tablones y se sienta, con las orejas enhiestas para captar el sonido de un instrumento de viento desaparecido, esperando con paciencia que le vuelvan a poner la cadena.

10

El extremo norte de la calle Peretz es todo losas de cemento, pilares de acero y ventanas con marco de aluminio y doble hoja para proteger del frío. Los edificios de esta parte del Untershtat se elevaron a principios de los cincuenta, máquinas de refugio reunidas a toda prisa por los supervivientes, dotadas de una especie de fealdad noble. Ahora solamente les queda la fealdad de la edad y el abandono. Escaparates vacíos de tiendas, cristal cubierto de papeles. En las ventanas del 1911, donde el padre de Landsman solía asistir a las reuniones de la Sociedad Edelshtat antes de que el local dejara paso a una franquicia de productos de belleza, un canguro de peluche con una sonrisita sardónica sostiene un letrero de cartón que dice: «
AUSTRALIA O LA QUIEBRA»
. En 1906, el hotel Einstein tiene aspecto, tal como comentó un bromista el día de su inauguración al público, de jaula de ratas guardada dentro de una pecera. Se trata de uno de los locales favoritos de los suicidas de Sitka. También es, por costumbre y estatutos, la sede del Club de Ajedrez Einstein.

En 1980, un miembro del Club de Ajedrez Einstein llamado Melekh Gaystik ganó el título del campeonato del mundo al holandés Jan Timman en San Petersburgo. Con la Exposición Universal todavía fresca en sus memorias, los
sitkaniks
vieron el triunfo de Gaystik como una prueba más de su mérito e identidad como pueblo. Gaystik era propenso a ataques de rabia, depresiones y brotes de incoherencia, pero estos defectos se pasaron por alto en medio de la celebración general.

Un fruto de la victoria de Gaystik fue el hecho de que la dirección del Einstein le obsequiara al club de ajedrez, sin pagar alquiler, el salón de baile del hotel. Las bodas en los hoteles ya no estaban de moda, y la dirección llevaba años intentando echar de la cafetería a los
patzers
, con sus murmullos y su humo. Gaystik le proporcionó a la dirección la excusa que necesitaban. Sellaron las puertas principales del salón de baile para que solamente se pudiera entrar por la puerta de detrás, que estaba en un callejón. Arrancaron el elegante parquet de fresno e instalaron un descabellado diseño a cuadros de linóleo en tonos hollín, bilis y verde ropa de quirófano. La lámpara de araña modernista fue sustituida por hileras de tubos fluorescentes atornillados al techo alto de cemento. Dos meses después, el joven campeón entró por casualidad en la antigua cafetería donde el padre de Landsman había dejado su impronta tiempo atrás, se sentó en un reservado del fondo, sacó un Colt .38 Detective Special y se pegó un tiro en la boca. En el bolsillo tenía una nota. Esta decía simplemente: «Me gustaban más las cosas como eran antes».

—Emanuel Lasker —les dice el ruso a los dos detectives, levantando la vista del tablero de ajedrez, bajo un viejo reloj de neón que anuncia el difunto periódico, el
Blat
. Se trata de un hombre esquelético, con una piel fina y rosada que se le despelleja. Lleva una barba negra y puntiaguda. Sus ojos están muy juntos y son del color del agua de mar fría—. Emanuel Lasker. —El ruso encorva los hombros, agacha la cabeza y su caja torácica se hincha y se estrecha. Parece una risa, pero no le sale ningún ruido—. Ojalá él viene por aquí. —Como el de la mayoría de los inmigrantes rusos, el yiddish del hombre es experimental y brusco. A Landsman le recuerda a alguien, pero no sabría decir a quién—. Le voy a dar a él un buen paliza.

—¿Alguna vez lo vio jugar usted? —pregunta el oponente del ruso. Es un joven con mejillas de pudin, gafas sin montura y una complexión teñida de verde, como el blanco de un billete de dólar. Las lentes de las gafas se le empañan cuando las dirige hacia Landsman—. ¿Alguna vez lo vio jugar, detective?

—Solo para dejar las cosas claras —dice Landsman—. Ese no es el Lasker del que estamos hablando.

—El hombre al que nos referimos solamente estaba usando el nombre como alias —dice Berko—. De otra manera, estaríamos buscando a un hombre que lleva sesenta años muerto.

—Usted mire las partidas de Lasker hoy día —continúa el joven—. Hay demasiada complejidad. Lo hace todo demasiado difícil.

—Pero a ti parece complejidad, Velvel —dice el ruso—, por la razón de que eres muy simple.

Los
shammes
les han interrumpido la partida en las densas etapas intermedias, con el ruso jugando con las blancas y manteniendo una inexpugnable avanzada de caballo. Y, sin embargo, los hombres siguen enfrascados en el juego, de la misma manera que un par de montañas quedan atrapadas en una tormenta de nieve. Su impulso natural es tratar a los dos detectives con ese desprecio abstracto que reservan a todos los
kibitzers
. Landsman se pregunta si él y Berko tendrían que esperar a que los jugadores terminen la partida y después volver a intentarlo. Pero hay otras partidas empezadas, otros jugadores a los que interrogar. En el viejo salón de baile, los pasos arañan el linóleo como uñas sobre una pizarra. Los ajedrecistas hacen un ruido al golpear el tablero con las piezas parecido al del cilindro que gira en el revólver del .38 de Melekh Gaystik. Los hombres —porque aquí no hay mujeres— juegan intimidando a sus oponentes con injurias hacia sí mismos, risotadas frías, silbidos o carraspeos.

—A ver si dejamos las cosas claras —dice Berko—. Este hombre que se hacía llamar Emanuel Lasker, pero que no era el célebre campeón del mundo nacido en Prusia en mil ochocientos sesenta y ocho, ha muerto, y estamos investigando su muerte. En calidad de detectives de homicidios, que es algo que ya hemos mencionado pero que no parece que haya causado una gran impresión.

—Un judío con el pelo rubio —dice el ruso.

—Y pecas.

—Ya ven ustedes —dice el ruso—. Prestamos mucha atención.

Coge una de sus torres de la misma forma en que uno quita un pelo suelto del cuello del abrigo de alguien. En compañía de la torre, sus dedos emprenden el viaje fila abajo y le dan la mala noticia al alfil que les queda a las negras con un golpe seco.

Ahora Velvel habla ruso, con acento yiddish, y presenta su deseo de que se reanuden las relaciones amistosas entre la madre de su oponente y un caballo semental bien dotado.

—Soy huérfano —dice el ruso.

Se reclina en su silla como si esperara que su oponente requiriera cierto tiempo para recuperarse de la pérdida de su alfil. Cruza los brazos sobre el pecho y se encaja las manos en los sobacos. Es el gesto de un hombre que se quiere fumar un
papiros
en una sala donde el hábito ha sido prohibido. Landsman se pregunta qué habría hecho su padre si el Club de Ajedrez Einstein hubiera prohibido fumar mientras él estaba vivo. El hombre era capaz de fumarse un paquete entero de Broadways en una sola partida.

—Rubio —dice el ruso, convertido en la personificación misma de la voluntad de ayudar—. Pecas. ¿Qué más, por favor?

Landsman echa un vistazo a su mano escasa de detalles e intenta decidir con cuál de ellos juega.

—Suponemos que era estudiante de ajedrez. Y que estaba aprendiendo la historia del juego. Tenía un libro de Siegbert Tarrasch en su habitación. Y también por el alias que estaba usando.

—Qué astutos —dice el ruso sin molestarse en parecer sincero—. Un par de
shammes
de primera fila.

El comentario no hiere exactamente a Landsman, sino que más bien le da un codazo que le lleva medio chiste más cerca de recordar a este ruso huesudo y despellejado.

—En algún momento, posiblemente —continúa más despacio, buscando a tientas el recuerdo, y mirando al ruso—, el difunto fue un judío piadoso. Un sombrero negro.

El ruso se saca las manos de los sobacos. Se inclina hacia delante en su silla. El hielo de sus ojos bálticos parece derretirse de golpe.

—¿Era un adicto al caballo? —Su tono apenas se puede llamar interrogativo, y cuando Landsman no niega directamente la acusación, dice—: Frank. —Pronuncia el nombre al estilo americano, con una vocal larga y afilada y con una
r
sin sombra—. Oh, no.

—Frank —lo ratifica Velvel.

—Yo… —El ruso deja caer los hombros, con las rodillas separadas y las manos colgando a los costados—. Detectives, ¿puedo decirles algo? —dice—. De verdad, a veces odio esta desgracia lamentable de mundo.

—Háblenos de Frank —dice Berko—. A usted le caía bien.

El ruso levanta los hombros y los ojos se le vuelven a congelar.

—A mí no me cae bien nadie —dice—. Pero cuando Frank viene aquí, por lo menos no salgo corriendo y dando gritos. Es gracioso. No un hombre guapo. Pero con una voz bonita. Una voz seria. Como el hombre que pone música seria en la radio. A las tres de la madrugada, ya sabe, hablando de Shostakovich. Dice cosas con voz seria, es gracioso. Todo lo que dice, siempre es un poco crítico. Tu corte de pelo, lo feos que son tus pantalones, o el hecho de que Velvel da un salto cada vez que alguna persona menciona a su mujer.

—Es verdad —dice Velvel—. Doy un salto.

—Siempre tomando el pelo, pero no sé por qué no te cabrea.

—Era… parecía que era más duro consigo mismo —dice Velvel.

—Cuando juegas con él, aunque gana todas las veces, sientes que contra él juegas mejor que con los gilipollas de este club —dice el ruso—. Frank nunca es gilipollas.

—Meyer —dice Berko en voz baja. Levanta las banderas de sus cejas en dirección a la mesa de al lado. Tienen público.

Landsman se gira. Hay dos hombres sentados el uno frente al otro en las primeras fases de una partida. Uno lleva la chaqueta y los pantalones modernos y la barba larga de un judío
lubavitcher
. Su barba es densa y negra como si la hubieran sombreado con un lápiz blando. Una mano firme ha sujetado con alfileres un solideo de terciopelo negro con adornos en seda negra a la maraña negra de su pelo. Su abrigo de color azul marino y su sombrero de fieltro azul se reflejan en el cristal. El agotamiento le mancha los párpados inferiores: tiene unos ojos fervientes, bovinos y tristes. Su oponente es un
bobover
con túnica larga, bombachos, medias negras y zapatillas. Tiene la piel tan pálida como una página de comentarios a las Escrituras. Su sombrero posado en el regazo, una tarta negra sobre un plato negro. Su solideo está aplastado contra la parte de atrás de su cabeza rasurada como si fuera un bolsillo cosido. A un espectador no desilusionado por el trabajo policial podrían parecerle tan perdidos dentro del resplandor difuso de su partida como cualquier pareja de
patzers
del Einstein. Landsman, sin embargo, estaría dispuesto a apostar cien dólares a que ninguno de los dos sabe ni siquiera a quién le toca mover pieza. Han estado escuchando hasta la última palabra de la mesa de al lado, y aún siguen atentos.

Berko camina hasta la mesa que hay al otro lado de la del ruso y Velvel. Está vacía. Coge una silla de madera alabeada con el asiento de mimbre desgarrado y la coloca en un punto intermedio entre la mesa de los sombreros negros y la mesa donde el ruso está doblegando a Velvel. Se sienta con ese estilo majestuoso de hombre gordo con que se sienta él, extendiendo las piernas y echando hacia atrás los bajos de su abrigo, como si fuera a celebrar un suntuoso banquete con todos ellos. Se saca su sombrero de fieltro y lo sostiene con la palma de la mano. Su pelo de indio permanece tupido y lustroso, con algunas hebras plateadas de reciente aparición. Las canas hacen que Berko parezca más sabio y más amable, una impresión de la cual, aunque él es relativamente sabio y bastante amable, no vacila en abusar. La silla de madera alabeada muestra su alarma por la magnitud y el contorno de las nalgas de Berko.

—¡Hola! —les dice Berko a los sombreros negros. Se frota las palmas de las manos y las extiende sobre los muslos. Lo único que le falta es meterse una servilleta por dentro del cuello de la camisa, un cuchillo y un tenedor—. ¿Cómo están?

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