El sindicato de policía Yiddish (15 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
8.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y por qué no venís aquí y me obligáis?

Es entonces cuando Berko abre su portezuela y despliega su mole ancestral de oso en medio de la calle. Su perfil es regio, digno de una moneda o de la ladera esculpida de una montaña. Y en la mano derecha lleva el martillo más asombroso que probablemente nunca verá ningún judío o gentil. Se trata de una réplica del que se dice que blandió el jefe indio Katlian durante la guerra ruso-tlingit de 1804, que perdieron los rusos. Berko se lo fabricó para intimidar a los
yids
cuando tenía trece años y acababa de llegar a su laberinto, y desde entonces nunca ha fallado en su propósito, razón por la cual Berko lo lleva en el asiento trasero del coche de Landsman. La cabeza del martillo es un bloque de dieciséis kilos de hierro de meteorito que Hertz Shemets desenterró en una vieja excavación rusa cerca de Yakovy. El mango está hecho de un bate de béisbol de un kilo y cuarto labrado con un cuchillo de caza Sears. Por todo el mango se retuercen cuervos negros y monstruos marinos rojos entrelazados, con sonrisas que dejan al descubierto sus enormes dentaduras. Su pigmentación gastó catorce rotuladores Flair. De una correa de cuero situada en la parte superior del mango cuelgan un par de plumas de cuervo. Puede que este detalle no sea históricamente preciso, pero ejerce un efecto salvaje en la mente yiddish, a la que le dice: «Indianer».

La palabra pasa de mano en mano por los tenderetes y las tiendas. Los judíos de Sitka casi nunca ven indios ni hablan con ellos, salvo en los juzgados federales o en los pequeños pueblos judíos que hay a lo largo de la Línea Divisoria. A estos
verbovers
les hace falta muy poca imaginación para representarse a Berko y a su martillo enfrascados en el desparrame al por mayor de las cavidades craneales de sus caras pálidas. Luego reparan en el
yarmulke
de Berko, y en un revoloteo de flecos blancos y finos del chal de oración ritual que lleva en la cintura, y de pronto toda la xenofobia atolondrada abandona de forma palpable a la multitud, dejando tras de sí un residuo de vértigo racista. Así son las cosas para Berko Shemets en el distrito de Sitka cada vez que saca el martillo y se pone indio. Cincuenta años de películas sobre cabelleras arrancadas, flechas silbantes y carromatos en llamas han surtido efecto en las mentes de la gente. Y luego la pura incongruencia hace el resto.

—Berko Shemets —dice el hombre de la barba bífida, parpadeando, mientras le empiezan a caer plumones grandes y lentos de nieve sobre los hombros y el sombrero—. ¿Qué pasa,
yid
?

—Dovid Sussman —dice Berko bajando el martillo—. Me ha parecido que eras tú.

Y clava en su primo sus enormes ojos de minotauro llenos de antiguo sufrimiento y reproche. No ha sido idea de Berko venir a la isla de Verbov. No ha sido idea de Berko retomar el caso Lasker después de que les dijeran que lo dejaran estar. No ha sido idea de Berko huir avergonzado a un albergue barato del Untershtat donde yonquis misteriosos son asesinados por la diosa del ajedrez.

—Que tengas buen sabbath, Sussman —dice Berko, y tira el martillo al asiento de detrás del coche de Landsman.

Cuando el arma golpea el suelo del coche, los muelles interiores de los asientos envolventes repican como campanas.

—Que tengas buen sabbath tú también, detective —dice Sussman.

Los demás
yids
repiten el saludo, un poco inseguros. Luego dan media vuelta y reanudan su discusión sobre algún que otro detalle del proceso de bendecir ollas para que sean kosher o del borrado de números de identificación de vehículos.

Cuando entran en el coche, Berko cierra la portezuela de un portazo y dice:


Odio
hacer eso.

Continúan por la avenida Doscientos veinticinco, y todas las caras se giran para mirar al judío indio que va en un Chevrolet azul.

—A eso lo llamo yo hacer unas cuantas preguntas discretas —dice Berko en tono amargo—. Un día, Meyer, que Dios me ayude, voy a usar mi rompedor de cabezas contigo.

—Tal vez tendrías que hacerlo —dice Landsman—. Tal vez me iría bien como terapia.

Avanzan lentamente en dirección oeste por la avenida Doscientos veinticinco en dirección a la tienda de Itzik Zimbalist. Patios y callejones sin salida, viviendas unifamiliares de estilo neoucraniano y apartamentos de propiedad horizontal, estructuras de tablas de madera con tejados abruptos pintadas de colores sombríos y construidas aprovechando hasta el final mismo de las parcelas. Las casas se empujan entre ellas y se dan codazos igual que hacen los sombreros negros en la sinagoga.

—No hay un solo letrero de casa en venta —observa Landsman—. Hay ropa en todas las cuerdas de tender. Todas las demás sectas llevan tiempo empaquetando sus Torás y sus sombrereras. La mitad del Harkavy es una ciudad fantasma. Pero no los
verbovers
. O bien la Revocación les trae completamente sin cuidado, o bien saben algo que nosotros no sabemos.

—Son
verbovers
—dice Berko—. ¿Por cuál de las dos cosas apuestas?

—Me estás diciendo que el rabino les ha arreglado las cosas. Permisos de residencia para todos.

Landsman considera esta posibilidad. Sabe, por supuesto, que una organización criminal como la red
verbover
no puede florecer sin los servicios solícitos de extorsionadores y de grupos secretos de presión, sin aplicaciones regulares de lubricante y giros con efecto a los mecanismos del gobierno. Los
verbovers
, con su comprensión talmúdica de los sistemas, sus bolsillos profundos y la cara impenetrable que le presentan al mundo exterior, han roto o amañado a lo largo de su historia muchos mecanismos de control. Pero ¿es posible que hayan encontrado una forma de engatusar a todo el Servicio de Inmigración y Naturalización como quien engaña a una máquina de Coca-Cola con un dólar sujeto con un cordel?

—Nadie tiene tanto peso —dice Landsman—. Ni siquiera el rabino
verbover
.

Berko agacha la cabeza y medio encoge los hombros, como si no quisiera decir nada más para no desatar fuerzas terribles, azotes y plagas y tornados sagrados.

—Solo porque no crees en los milagros —dice.

13

Zimbalist, el experto en demarcaciones, ese erudito vejestorio, ya está listo para cuando un rumor de indios a bordo de una mole azul con potencia de Michigan se detiene ronroneando delante de su puerta. La tienda de Zimbalist está en un edificio de piedra con el tejado de zinc y puertas enormes con ruedas, situado en el extremo más ancho de una plaza adoquinada. La plaza arranca estrecha por un extremo y se va ensanchando como la nariz de la caricatura de un judío. En ella desemboca media docena de callejuelas torcidas, que trazan itinerarios inicialmente abiertos por cabras y uros de Ucrania y discurren por delante de fachadas de casas que son copias fieles de los originales ucranianos perdidos. Un
shtetl
de Disney, tan limpio y luminoso como un certificado de nacimiento recién falsificado. Un elegante revoltijo de casas de color marrón fango y amarillo mostaza, de madera y yeso con tejados de paja. Delante de la tienda de Zimbalist, en el extremo estrecho de la plaza, está la casa de Heskel Shpilman, décimo en la línea dinástica del rabino original de Verbov, que era un famoso artífice de milagros. Tres bloques blancos y pulcros de estucado impoluto, con tejados abuhardillados de tejas de pizarra azules y ventanas altas, cerradas a cal y canto y estrechas. Una copia exacta de la casa original, la de Verbov, propiedad del abuelo de la mujer del rabino actual, el octavo rabino
verbover
, incluida la bañera revestida de níquel del lavabo del piso de arriba. Incluso antes de que se pasaran al blanqueo de dinero, el contrabando y la estafa, los rabinos
verbovers
se distinguían de sus competidores por el esplendor de sus chalecos, la plata francesa de su mesa del sabbath y las suaves botas italianas que llevaban en los pies.

El experto en demarcaciones es un hombrecillo pequeño y frágil de hombros encorvados, y tiene setenta y cinco años aunque aparenta diez más. El pelo de color ceniciento disparejo y demasiado largo, ojos oscuros y hundidos y piel pálida teñida de amarillo como el corazón de un apio. Lleva una chaqueta de punto con cremallera y cuello y un par de sandalias viejas de plástico, de color azul marino, por encima de unos calcetines blancos que tienen un agujero para dejar salir el dedo gordo y su callo. Sus pantalones de espiguilla tienen manchas de yema de huevo, ácido, alquitrán, fijador de epoxi, cera de sellar, pintura verde y sangre de mastodonte. La cara del experto es huesuda, casi todo nariz y barbilla, evolucionada para percibir, hurgar y llegar directo a los huecos, las brechas y los descuidos. Su barba larga de color ceniza revolotea al viento como pelusa de pájaro atrapada en una alambrada de púas. Después de un centenar de años de indefensión, la suya sería la última cara a la que Landsman recurriría en busca de ayuda o de información, pero Berko sabe más de la vida de los sombreros negros de lo que sabrá nunca Landsman.

De pie al lado de Zimbalist, delante de la puerta de piedra con arco de la tienda, un mozo joven sin barba sostiene un paraguas para evitar que le caiga nieve en la cabeza al vejestorio. La tarta negra del sombrero del chaval ya está espolvoreada con una gruesa capa de escarcha. Zimbalist le dedica la misma atención que uno dedica a un árbol enmacetado.

—Está usted más gordo que nunca —dice a modo de saludo cuando Berko se le acerca con aires de fanfarrón, con un tenue fantasma del peso del martillo de guerra todavía presente en sus andares—. Grande como un sofá.

—Profesor Zimbalist —dice Berko balanceando ese mazo invisible—. Parece usted algo que ha caído de la bolsa sucia de un aspirador.

—Lleva usted ocho años sin molestarme.

—Sí, se me ocurrió darle un respiro.

—Muy amable. Lástima que todos los demás judíos de la mondadura de patata que es este maldito distrito se dediquen a calentarme los cascos durante todo el día. —Se vuelve hacia el licenciado del paraguas—. Té. Tazas. Mermelada.

El mozo murmura una alusión en arameo a la obediencia abyecta sacada del
Tratado sobre la jerarquía de perros, gatos y ratones
, le abre la puerta al experto en demarcaciones y entran todos. El interior es una única sala enorme y llena de ecos, dividida por la teoría en un garaje, un taller y una oficina con las paredes cubiertas de archivadores de acero para mapas, testimonios enmarcados y todos los volúmenes de lomo negro de la Ley sin fin y sin fondo. Las enormes puertas correderas son para que entren y salgan las furgonetas. Tres furgonetas, a juzgar por la tríada de manchas de aceite que hay sobre el suelo liso de cemento.

Landsman cobra por —y vive para— percibir aquello en que no se fija la gente normal, y sin embargo ahora le da la impresión de que hasta el momento de entrar en la tienda de Zimbalist, el experto en demarcaciones, no había prestado bastante atención a las cuerdas. Cordel, soga, cordón, cinta, filamento, bramante, cabo y cable; polipropileno, cáñamo, goma, cobre encauchado, Kevlar, acero, seda, lino y terciopelo trenzado. El experto en demarcaciones se sabe de memoria pasajes larguísimos del Talmud. Topografía, geografía, geodesia, geometría, trigonometría: para él son como un reflejo, como poner el ojo en la mirilla de un arma de fuego. Pero la vida entera del experto en demarcaciones gira en torno a la calidad de sus cuerdas. La mayor parte de las mismas —se pueden medir en metros, o en
versht
, o en palmos, como hacen los expertos en demarcaciones— están pulcramente enrolladas en madejas que cuelgan de la pared o bien apiladas por tamaños en husos metálicos. Pero hay otra gran parte amontonada por todos lados en forma de embrollos y enredos. Zarzas, hebras sueltas, enormes nudos de duende espinosos de cordeles y cables, vagando por la tienda como plantas rodadoras.

—Este es mi compañero, profesor, el detective Landsman —dice Berko—. Si quiere usted a alguien que le caliente los cascos, se lo recomiendo.

—¿Un pelmazo como usted?

—No me haga hablar.

Landsman y el profesor se dan un apretón de manos.

—A este lo conozco —dice el experto en demarcaciones acercándose para echar un mejor vistazo a Landsman, mirándolo con los ojos entornados como si fuera uno de sus diez mil mapas de demarcaciones—. Es el que atrapó al maníaco Podolsky. Y también mandó a la cárcel a Hyman Tsharny.

Landsman se pone rígido y saca la lámina de metal de su escudo antiexplosiones, listo para una buena bronca. Hyman Tsharny, un blanqueador de dinero
verbover
que tenía una cadena de videoclubes, contrató a dos
shlossers
filipinos —asesinos a sueldo para que lo ayudaran a consolidar un negocio peliagudo. Pero el mejor confidente de Landsman es Benito Taganes, el rey de los donuts chinos al estilo filipino. La información de Benito condujo a Landsman al restaurante de carretera situado junto al aeródromo donde los desventurados
shlossers
estaban esperando una avioneta, y sus testimonios sacaron de circulación a Tsharny, pese a los mejores esfuerzos del más grueso
kevlar
jurídico que el dinero
verbover
pudo comprar. Hyman Tsharny sigue siendo el único
verbover
que ha sido alguna vez condenado y sentenciado por cargos criminales en el distrito.

—Míralo. —La cara de Zimbalist se abre por la parte inferior. Sus dientes son como los tubos de un órgano hecho de huesos. Su risa suena como un puñado de tenedores oxidados y cabezas de clavos tintineando en el suelo—. Se cree que me importa una mierda esa gente, que sus espaldas se marchiten tanto como sus almas. —El experto deja de reírse—. ¿Qué pasa, creía usted que yo era uno de ellos?

Da la impresión de que es la pregunta más letal que le han hecho nunca a Landsman.

—No, profesor —contesta este. Landsman también tiene ciertas dudas sobre el hecho de que Zimbalist sea realmente un profesor, pero ahí en la oficina, por encima de la cabeza del mozo que ahora forcejea con el hervidor eléctrico, se encuentran las credenciales y los certificados enmarcados de la Yeshiva de Varsovia (1939), de la Polish Free State University (1950) y de la Bronfman Manual and Technical School (1955). Además de los testimonios,
haskamos
, y declaraciones juradas, firmadas por todos y cada uno de los rabinos del distrito, o por lo menos eso parece, desde los más insignificantes hasta los peces gordos, desde Yakovy hasta Sitka. Landsman finge que le echa otro vistazo a Zimbalist, pero ya es obvio solamente por el enorme
yarmulke
que le cubre el eczema de la parte trasera del cráneo, con sus elegantes bordados de hilo plateado, que el experto en demarcaciones no es un
verbover
—. No cometería esa equivocación.

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
8.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Emerald Lie by Ken Bruen
The Mirrored World by Debra Dean
Frogs' Legs for Dinner? by George Edward Stanley
The Dramatist by Ken Bruen