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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

El Sistema (12 page)

BOOK: El Sistema
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4. EL GRAN ERROR: CONFUNDIR PROGRESO TÉCNICO CON PROGRESO SOCIAL

En las páginas anteriores he diseñado el siguiente esquema: la «inteligencia ortodoxa» aplicó un «principio de eficiencia» que consistía, substancialmente, en una «convergencia nominal con Europa», para lo cual diseñó un «modelo interior» construido sobre los dos pilares básicos del sofisma de la «peseta fuerte» y la «marginación de lo industrial». En el subsuelo de este esquema se encontraba la conversión de la «inteligencia ortodoxa» a los «principios del mercado». Pero, como antes explicaba, tal proceso fue mucho más nominal que real, pero no solo en el plano de la construcción teórica, sino, además, en su aplicación práctica.

Si alguien quiere diseñar un modelo de mercado, debe aplicarlo hasta sus últimas consecuencias, sin perjuicio, como inmediatamente explicaré, de los correspondientes mecanismos correctores. Lo que no se puede hacer es aplicarlo a medias y, además, interferir desde el Estado en su funcionamiento. Eso es exactamente lo que ha ocurrido en España. Por un lado, la política presupuestaria, con los altos déficits estatales y de las Administraciones públicas, provocaba que la política monetaria fijara altos tipos de interés, con lo que se causaba una revaluación artificial de la peseta. Por tanto, en este primer aspecto el Estado estaba distorsionando el funcionamiento del mercado en perjuicio, obviamente, del tejido industrial español.

Pero, además, otro mercado capital, el de trabajo, seguía estando sometido a leyes dimanadas de la dictadura. De esta manera, los empresarios, que sufrían las consecuencias de la «peseta fuerte» y su correlativo nivel de tipos de interés, no podían adaptarse a las circunstancias mediante el ajuste de plantillas. Por tanto, teníamos un mercado artificial de los tipos de interés y de la peseta y otro, igualmente artificial, del precio de la mano de obra. Ya puede comprender el lector que el modelo era no solo inexacto sino, además, incongruente.

Independientemente de estos factores técnicos, existe un problema de filosofía básica que me importa sobremanera. El modelo de economía de mercado ha demostrado ser el mejor sistema para conseguir el progreso técnico. Esta afirmación ya no responde a una concepción teórica: se trata de una evidencia empírica, de una realidad tangible. Pero ese es su nivel: el progreso técnico. Por ello, confundir progreso técnico con progreso social es el error que permite la politización del principio de eficiencia, una de cuyas manifestaciones sustanciales es la exaltación patológica del mercado. Mis viejas convicciones liberales me permiten afirmar dos cosas: primero, que el mercado no es perfecto; segundo, y más importante, que entre progreso técnico y progreso social no existe una relación automática. Quisiera desarrollar a continuación estos dos puntos que fueron sucintamente tratados en el discurso que pronuncié el 9 de junio de 1993 con ocasión de mi investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid.

El pensamiento doctrinario liberal sostiene que si existiera un marco legal que obligara a todos, incluido el Estado, y, dentro de él, cada agente económico persiguiese sus propios fines individuales, el «mercado» garantizaría por sí solo un desarrollo económico armónico y satisfactorio. Creo que esta afirmación es en sí misma una simplificación. Por otro lado, en un entorno de economía mundial cada vez más globalizada, el principio debería ser verdad a nivel de relaciones económicas internacionales y no circunscrito a espacios territoriales más o menos amplios. Pero, como tuve ocasión de analizar en el discurso pronunciado en Estepona clausurando una de las Jornadas Internacionales organizadas por Banesto, la realidad nos demuestra que, frente a los avances teóricos en favor de la libertad de comercio mundial, sigue vigente el mantenimiento de bloques, de áreas abiertas en su interior que siguen constituyendo instrumentos que dificultan la libertad que proclaman como principio, con mecanismos cada vez más sofisticados.

El mercado, por sí solo, no puede dar respuesta a todas las necesidades, a todos los problemas reales de una sociedad. Puede darla, y con matices, a los problemas de un sector económico determinado, pero no a las auténticas demandas de una sociedad en su conjunto. Nunca ha sido así y posiblemente hoy menos que nunca. Y lo afirmo en un contexto de triunfo de la economía de mercado y con un fermento intelectual a nivel personal que siempre se ha producido en esos caldos liberales.

Es claro que el mercado no puede proveer de determinados bienes públicos que son imprescindibles para que tenga sentido la idea del Estado y el concepto de civilización: la defensa, la justicia, el ordenamiento tributario, las infraestructuras... Tampoco parece realista esperar que las actuaciones puramente individuales puedan dar respuesta adecuada a los problemas de la degradación del medio ambiente o a la congestión de las grandes urbes. El mercado tiene que situarse en su ámbito propio y no esperar de él algo que ni siquiera los más acérrimos defensores del puro doctrinarismo liberal jamás pretendieron.

La eficiencia debe situarse, como decía, en su ámbito, que consiste en la asignación de los recursos disponibles. Cuando un modelo de competencia funciona a la perfección, lo que garantiza es la asignación eficiente de los recursos, que es lo mismo que decir que no existen recursos ociosos. No cabe duda de que esta eficiencia que garantiza el mercado es una propiedad muy deseable en un sistema económico, pero definitivamente no es la única que la sociedad exige.

Dicho más claramente: una asignación eficiente de los recursos puede coexistir con una distribución muy desigual de la renta y ser percibida por la sociedad como injusta. Cuando esto es así, el mecanismo del mercado puede crear tensiones sociales y políticas difícilmente soportables a largo plazo. Es exactamente lo mismo que antes decía: el principio de eficiencia es deseable para la consecución del progreso técnico, pero entre el progreso técnico y el social no existe una relación de automaticidad y el objetivo político último debe ser el progreso social.

Por poner un ejemplo comprensible, es claro que el principio de eficiencia empresarial reclama en muchos sectores empresariales españoles la reducción del coste laboral, que es tanto como decir reducción de la plantilla, puesto que el ajuste a la baja de los salarios es solo creíble a través de su mantenimiento nominal y erosión por vía de inflación. Una política de este tipo es eficiente empresarialmente hablando. Se tratará de un problema de costes: cantidades invertidas en la reducción de plantilla,
versus
capacidad empresarial de subsistir por mayor eficiencia futura. En este sentido, la creación de paro, el aumento del desempleo no es un problema empresarial, sino del país. Una empresa puede permitirse una regulación de plantilla. Un país, no. Si el principio de eficiencia se lleva hasta sus últimos extremos en un país como España, las consecuencias políticas, económicas y sociales serán difícilmente soportables.

En mi experiencia profesional he comprobado cómo la banca, uno de los grandes empleadores de España, tiene necesidad imperiosa de reducir sus efectivos humanos. En las empresas industriales «eficientes», las que ganan dinero, la reducción del empleo va a ser, muy probablemente, una constante de la estrategia empresarial. En las no eficientes el problema, obviamente, es mucho mayor porque, al ser expulsadas del mercado, la destrucción de empleo puede ser total. En el sector agrario trabaja en nuestro país un porcentaje de población activa muy superior al europeo, cuando la calidad de la tierra y la tecnología son, seguramente, inferiores en España. En el sector público español casi nadie duda seriamente de la inflación de puestos de trabajo. Idéntica situación se observa en las empresas con pérdidas que son financiadas con recursos del Estado o del sector público.

En todo lo anterior he rehuido voluntariamente cuantificar con cifras y datos las afirmaciones que he realizado, porque me parece que no es necesario definir la situación de un modo más concreto, dado que un análisis general es suficiente para comprender que estamos ante una situación problemática. Hasta dónde llegue en términos de cifras es a estos efectos un poco indiferente, porque, en cualquier caso, es problemática. Las causas pertenecen al pasado. Pero si dejamos que el mercado opere sin corrección o compensación de algún tipo sobre un país como el nuestro, con sus lastres históricos, pueden producirse efectos muy complicados en el horizonte colectivo.

La estabilidad social no solo es un objetivo de toda política, sino, fundamentalmente, un medio necesario para implementarla. Cuando la adopción de un postulado dogmático perteneciente a la esfera del progreso técnico provoca tensiones en el nivel de la estabilidad social, ello indica que se están cometiendo errores que quizá no lo sean en lo que a un puro diseño teórico se refiere, pero desde luego lo son en otros terrenos y de manera especial en el manejo del tiempo.

Hay que advertir, además, que el problema no reside solo en que la economía de mercado pueda coexistir con núcleos de marginación importantes, sino que el principio del mercado aplicado extemporáneamente y sin contrapesos de algún tipo, puede provocar esos núcleos allí donde no existían, con el agravante de que si ese efecto coincide con la integración en áreas político-económicas superiores —la Unión Europea, en nuestro caso—, las consecuencias negativas pueden ser difícilmente reversibles. Ni siquiera acepto la tesis de que la eliminación de los núcleos marginales es solo una cuestión de tiempo, en el sentido de que el modelo acabará funcionando correctamente y provocando la desaparición de los núcleos de marginación. En un plano estrictamente teórico estaría dispuesto a razonar sobre la tesis, pero no en términos políticos, porque cuando las cosas se llevan a determinado extremo el factor tiempo se convierte en esencial. Entre otras razones, porque no sabemos de cuánto tiempo disponemos.

Conviene recordar que, al margen de sus errores científicos, la utopía del colectivismo ha funcionado como válvula de escape, como refugio para los sectores más desfavorecidos. Este salvavidas, este refugio, ha dejado de existir. Pero los problemas no. Están vivos y cada vez más vivos entre nosotros. Por eso he repetido en multitud de ocasiones que los empresarios, los que de verdad creen en el modelo de economía de mercado, están asumiendo en estos momentos una responsabilidad histórica. La economía de mercado se enfrenta consigo misma como consecuencia de su propio éxito.

No hay ya referente alternativo. No existe un modelo contrapuesto sobre el que volcar las contradicciones que generan las insatisfacciones producidas por el modelo de mercado. Por eso, este tiene que ser capaz de dar solución a los problemas con los que se enfrenta. Es urgente percatarse de esta realidad. Es urgente centrarse en este problema capital. Es necesario que este modo de pensar se instale entre los defensores de la libertad. Porque en el fondo es eso lo que está en juego. Nadie debe descartar que si el modelo del mercado fracasa surgirán nuevas utopías, nuevas vías de escape a la frustración social. Y no tengo duda de que, en un país como el nuestro, si el principio de eficiencia se aplica sin tomar en consideración nuestra propia realidad como país, el modelo creará situaciones de tensión social difícilmente soportables.

Estas consideraciones me llevaron a organizar, con la colaboración fundamental de Rafael Pérez Escolar y José María Javierre, el encuentro en el Vaticano sobre «Ética y capitalismo», que tuvo lugar en Roma los días 13, 14 y 15 de enero de 1992. Por cierto que la decisión de abordarlo se tomó en un memorable almuerzo que tuvo lugar en el Vaticano, al que asistieron los cardenales Etxegaray y Javierre. La verdad es que siempre he sentido emoción cuando penetro en el recinto del Vaticano. Independientemente de la posición religiosa que cada uno tenga, una institución como la Iglesia católica que, al margen de sus componentes políticos —que lógicamente los tiene—, es depositaria, para millones de personas, de un valor intangible tan importante como es la «vida ulterior», no puede menos que fascinarme. Siempre he sentido una especial inquietud por la realidad religiosa, y a lo largo de mi vida he buscado respuesta a muchos interrogantes. El que lo haya conseguido o no es, por el momento, un tema estrictamente íntimo. Pero, en todo caso, la organización de la Iglesia, que ha sabido sobrevivir casi dos milenios, que ha sido capaz de mantener la flexibilidad en algunos puntos sustanciales en momentos capitales de su historia —como el Congreso de Nicea—, es algo que, como decía, me resulta fascinante.

El encuentro me parecía importante para la propia Iglesia católica porque el mero hecho de que personas de distintas ideologías políticas y credos religiosos, de indudable prestigio internacional, fueran capaces de reunirse en el propio Vaticano para discutir abiertamente de «ética y capitalismo», proporcionaba una imagen de apertura a la Iglesia católica que, en mi opinión, era claramente beneficiosa. Pero aparte de los problemas de imagen, la verdadera preocupación subyacía. Si me permite el lector, voy a transcribir las palabras que figuran en mi diario y que reflejan lo que pensaba sobre el encuentro en los días preparatorios:

No se trata de filosofar baratamente, pero no cabe duda de que la caída del modelo comunista deja sin referente alternativo a muchos millones de personas. La economía de mercado no ha resuelto todos los problemas. Y es que no los puede resolver. Hay que circunscribirla a su ámbito propio, que es la producción de bienes y servicios. Pero nada más. No se puede construir un código de valores sociales extraído únicamente de los principios de la economía de mercado. Palabras como rentabilidad, eficiencia, productividad... tienen su propio terreno, pero es imposible extrapolarlas para determinar cuáles son los valores socialmente aceptados en el seno de una sociedad. Además de ser peligroso para la convivencia ordenada, sería inútil, puesto que, más tarde o más temprano, alguien vendría, con cualquier nombre, a levantar una nueva doctrina. En Roma no pretendemos encontrar soluciones sino, simplemente, iniciar el debate, transmitir a las gentes la idea de que no creemos que todo esté solucionado.

El debate fue importante por la calidad de los asistentes, aunque las ponencias, en algunos casos, no estuvieron a la altura de la importancia del suceso. En otro orden de cosas, el momento más solemne fue el encuentro con el Papa delante de personajes tan significativos de la vida internacional. Comenzó el cardenal Etxegaray con unas breves palabras en francés. Después, llegó mi turno. Insisto en que, al margen de las convicciones religiosas que cada uno pueda tener, para mí resultó emocionante el dirigirme a una persona de la significación de Juan Pablo II en un ambiente vaticano adornado de la presencia de personajes de nivel mundial. El Papa contestó en un discurso medido, mitad en italiano y mitad en inglés. Fue sorprendente el que, en ese discurso, el Papa se refiriera a mí, con nombre y apellido. Este hecho causó cierta conmoción entre los asistentes, creando alguna confusión. La verdad es que yo no esperaba la cita personal. En una organización tan prudente como la Iglesia católica no suele hacerse referencia a personas individuales.

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