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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

El Sistema (50 page)

BOOK: El Sistema
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Si admitimos estas reflexiones que me parecen elementales, debemos preguntarnos si ambos principios siguen vigentes en los momentos actuales. Yo creo que no. Me da la sensación de que la percepción que tienen los ciudadanos acerca de quienes administran sus «intereses comunes» se aleja bastante de estos dos principios originarios. El paso del tiempo ha ido provocando una perversión de estas ideas iniciales, de tal manera que el Estado —la forma «moderna» de organizar la administración de los intereses comunes— ha llegado a convertirse en una especie de fin-en-símismo, cuyo poder y funciones no se diseñan primordialmente en función de los intereses de la sociedad, sino que, por el contrario, su estructura actual ahoga muchas iniciativas sociales y perturba el normal desarrollo de la misma.

Al mismo tiempo, existe una percepción bastante extendida acerca de que los «políticos» atienden, como principio básico de su actuación, a sus propios intereses por encima de aquellos que corresponden a la sociedad en su conjunto. Es muy posible que esta percepción sea una generalización excesiva, y, formulada en tales términos, posiblemente injusta. Pero creo que existe en cuanto tal y no cabe duda que es un dato preocupante, porque afecta a la esencia misma de un modelo político. Negar que sea así, no es suficiente. Es necesario preguntarse por qué se ha instalado ese modo de pensar colectivo. Insisto en que cuando se instala un modo de pensar, más tarde o más temprano se traduce en un modo de comportamiento. Por tanto, esbocemos algunas ideas acerca del proceso.

Anteriormente decíamos que el Estado —y ahora lo convierto en sinónimo de cualquier organización con poder público destinada a administrar los intereses comunes de los ciudadanos— emana de la sociedad. Parece lógico, en consecuencia, que quienes detentan el poder en el seno de la sociedad, pretendan que este se refleje en el Estado. En una síntesis apretada, podría decirse que tres clases sociales han hecho su aparición a lo largo de la historia: la «aristocracia», la «burguesía» y el «proletariado». Por tanto, si el principio que hemos expuesto es cierto, sería lógico que en determinados momentos históricos cada una de esas clases haya dominado el aparato del «Estado».

En páginas anteriores concedía importancia a una frase de Carlos Seco Serrano. Conviene recordarla ahora: «Para todo el mundo occidental, la época contemporánea queda articulada por dos ciclos revolucionarios, protagonizado el primero por la burguesía liberal y el segundo por el proletariado militante». Sería ridículo por mi parte pretender desarrollar ahora esta idea en toda su profundidad. Me basta con destacar uno de sus aspectos: el proceso de afirmación de las clases sociales en cuanto al dominio del aparato del Estado.

Hasta el advenimiento de las democracias modernas, hasta la instauración del principio del sufragio, la estructura del poder político estaba dominada por la «aristocracia», en cuanto clase. No pretendo, en esta apretada síntesis, acudir a explicaciones históricas concretas. A los efectos que ahora persigo, me parece suficiente constatar que, cualquiera que sea la forma concreta de organizar el «poder público», hasta la revolución «liberal» dicho poder se localizaba en la «aristocracia». En este sentido, el rey, al menos originariamente, es un
primus inter pares,
de forma que su poder emana de o está mediatizado por el resto de los «aristócratas». Desde este punto de vista, el reinado de Isabel y Fernando, los reyes
católicos,
se caracteriza por una afirmación del poder real frente al ostentado por la «nobleza». Deducir de esta lucha el surgimiento del Estado moderno es, posiblemente, una exageración.

Lo importante es constatar que una clase —la «aristocracia»— ostenta unos privilegios de poder público con los que se conforma la «organización» del poder político. En este contexto, las luchas del rey contra los nobles —y viceversa— tienen el valor de luchas
intra clase,
disputas que surgen en el seno de una misma clase social y cuyo objetivo es dilucidar quiénes, dentro de esa clase, ostentan la primacía en el ejercicio del poder político. El modelo, como es sabido, acaba por imponer el poder del rey, provocando la monarquía absolutista, cuya máxima expresión se encuentra en lo que antes decía: el concepto mítico de la Corona —en expresión de García Pelayo— cuya esencia es, ni más ni menos, la afirmación de que el poder del rey deriva directamente de Dios.

El modelo cae a consecuencia de las revoluciones burguesas que, desde este punto de vista, aparecen como una pretensión de afirmar una clase —la burguesía— frente a otra —la aristocracia— en lo referente al poder del Estado. Permítame el lector que transcriba unas palabras de García de Cortázar y González Vega escritas en su
Breve Historia de España
:

Después de cien años en los que los Borbones habían hecho olvidar el papel del Parlamento, la iniciativa llana recupera la asamblea como único instrumento de legitimidad.

Lo que en principio parecía una reunión estamental a la vieja usanza para reorganizar la vida pública en tiempo de guerra, progresa, rápido, hacia una revolución liberal de guante blanco. La rica burguesía gaditana, contagiada del pensamiento europeo, caminó a su ritmo en una asamblea privada de clases populares... En consonancia con el decreto de convocatoria de las constituyentes, la Constitución gaditana declara la soberanía nacional en detrimento del rey, al que se le arrebataba la función legisladora, atribuida ahora a las Cortes. La representación se articulaba en un parlamento unicameral, al que se accedía después de un complicado sistema de compromisarios, que exigía una renta para ser elegido. Símbolo del liberalismo radical, «La Pepa» aparece, no obstante, tamizada por la religión y la nobleza.

Lo que estos autores llaman «tamizada por la religión», significa, ni más ni menos, que la Constitución de 1812 reconoce a la religión católica como la única del Estado, afirmando, además, que es la única «verdadera», declaración curiosa para una norma constitucional, máxime cuando pretende ser la expresión de una «revolución liberal». Pero, posiblemente, se pudo conseguir lo que la realidad permitía obtener y por ello hubo que transigir en determinados aspectos. En todo caso, fíjese el lector que los autores citados afirman dos cosas de interés: que las asambleas estaban privadas de presencia de las «clases populares» y que el sistema de representación parlamentaria exigía una cierta renta para ser elegido (modelo de sufragio censatario pasivo).

En el fondo, se trata de una afirmación de la clase burguesa frente a la aristocrática. Mientras esta ostenta el poder, la conexión sociedad-Estado es automática, no precisa de vínculos intermedios puesto que el factor dominante de la «aristocracia» es la transmisión hereditaria: por el mero hecho de nacer se es aristócrata y, consiguientemente, se ejerce un cierto grado de poder jurídico-público. La afirmación de la burguesía implica romper este mecanismo. El instrumento para ello es el derecho de sufragio: se ostenta el poder público, no por nacimiento, sino por haber sido elegido. Claro que si interponemos el modelo de sufragio censatario pasivo o activo, es decir, la necesidad de disponer de una determinada renta para ser elegido o elector, el propósito de la afirmación de los «propietarios-burgueses» frente a los «aristócratas» queda excesivamente al descubierto. Las tendencias provenientes, sobre todo, de los pensadores que construyeron la Constitución americana llevaban, irremisiblemente, a que el sufragio fuera universal, es decir, sin limitación por razones de renta.

Claro que, como decía anteriormente, la burguesía fracasó en nuestro país, y, como indican los autores citados, «el fracaso del constitucionalismo retrata la debilidad de la burguesía española, incapaz de dirigir de manera consecuente el cambio, y acusa el lastre del núcleo conservador dispuesto a coger las armas contra cualquier alternativa liberal». Las consecuencias del fracaso de la burguesía española en la asunción del papel histórico que le había correspondido han sido muy potentes, y a ello he dedicado algunas páginas al hablar del «poder económico privado» en España. Pero en estos momentos me importa reseñar que, al margen de otras consideraciones, las revoluciones liberales pretendían traducir en términos de poder en el Estado la influencia que en la sociedad tenía la clase de los «propietarios-burgueses». Que lo consiguieran más o menos no invalida el intento, sobre todo cuando en otros países occidentales el modelo fructificó.

Esa expresión de «ausencia de las clases populares» prepara el terreno a la segunda de las revoluciones antes mencionada. Ahora, la clase social protagonista de la misma va a ser el «proletariado militante». De nuevo huyo de pretender dar una explicación histórica del marxismo, pero creo no faltar a la verdad si digo que uno de sus principios básicos era la afirmación contraria al derecho de propiedad. Toda la construcción teórica de la «plusvalía» reside en la idea esencial de considerar «ilegítimo» el derecho de propiedad, en tanto en cuanto no es más que la capitalización de la plusvalía generada por el trabajo individual de otros. El modelo es relativamente simple: los «propietarios» —unos pocos— eran tales a condición de que otros —muchos más— fueran no propietarios.

Por ello tiene su lógica que el intento de afirmación de la clase proletaria (no propietaria) frente a la burguesa (propietaria) residiera en la construcción de un modelo que tuviera como uno de sus pilares básicos la negación de la propiedad privada. La única propiedad reside en el Estado. Fundamentos filosóficos aparte, esta es la idea central. La inexistencia de sufragio universal, el Estado centralizador, la planificación central, la inexistencia de libertades ciudadanas, etcétera, son consecuencias derivadas de este eje central del modelo.

La caída del Muro de Berlín ha puesto de manifiesto, con toda crudeza, hasta qué punto el modelo implantado por la revolución de la «no propiedad» se ha saldado con un fracaso estruendoso en los órdenes económico, social y humano. Como antes decía, el coste ha sido muy profundo. El marxismo ha estado latente, de modo expreso o implícito, en muchos intelectuales de este siglo. En España saldamos con un fracaso la revolución liberal. Los intelectuales, en gran medida, hasta la «caída del Muro», se apuntaban al modo de razonar propio del marxismo. Esta dualidad permite comprender muy fácilmente por qué pervive en nuestro país la vieja y pesada tradición autoritaria. Porque las fuerzas de «regreso» no han dejado de ser una realidad, una especie de amenaza latente. Quizá, incluso, sirva para explicar, en alguna medida, este temor reverencial a la derecha. Posiblemente no se trate tanto de discutir un determinado modelo —que, por cierto, en los momentos actuales no se sabe muy bien cuál es— como de «intuir» que algo sucede, que España no ha pasado por los ciclos históricos de otros países occidentales en la misma medida que ellos lo hicieron y, consiguientemente, que ello ha de tener sus consecuencias. Y es indudable, en mi opinión, que las tiene.

Antes decía que la «inteligencia» había asumido los postulados «liberales» de una manera epidérmica, porque la realidad demostraba que la tradición autoritaria, expresada en muchas ocasiones bajo los viejos clichés del despotismo ilustrado, subsistía, incluso inconscientemente, en muchos de los que se declaraban fervorosamente partidarios de la libertad. Y es que los pueblos son siempre reflejo de su historia, y cuando se olvidan de ello se ven obligados a vivirla de nuevo.

2. LA APARICIÓN DE LA CLASE POLÍTICA

Una vez llegados a este punto, detengámonos unos momentos para tratar de analizar lo ocurrido en el seno de la sociedad moderna después de las dos revoluciones anteriormente citadas. A mi juicio, una idea surge con claridad: la eliminación de los criterios tradicionales para dividir a la sociedad en clases.

La aristocracia ya no existe en cuanto clase. El título nobiliario tiene hoy una significación quizá algo distinta a la de una alta condecoración, pero cualitativamente muy similar.

Pero no solo ha desaparecido la aristocracia en cuanto clase, sino que, igualmente, se ha diluido la distinción entre «propietarios» y «no propietarios». Las características estructurales de la burguesía se han extendido entre la antigua clase proletaria. La ampliación a todas las capas sociales del derecho de propiedad ha difuminado de una manera notable los perfiles de distinción entre la clase burguesa y la proletaria. Esto, obviamente, no quiere decir que no subsistan núcleos de marginación social ni que la generalización de la propiedad sea un postulado inconmovible. No me refiero a eso ni pretendo hacer un análisis de estructura social. Simplemente, creo percibir en España que la rigidez de la distinción entre propietarios y no propietarios, como un elemento básico definidor de un atributo de clase, carece de perfiles nítidos. Al menos, creo que no hay base para perfilar —a los efectos de la tesis que sustento— una distinción de clases tan radical como la que estaba en la base de la segunda de las revoluciones a las que anteriormente hacía referencia. Todavía podría descubrirse un efecto adicional: la alteración de determinados parámetros con los que medir el «reconocimiento social». En el tomo XIII de la
Nueva Historia de España,
en el capítulo dedicado a la quiebra del Antiguo Régimen pueden leerse las siguientes palabras: «La estructura social española de finales del siglo
XVII
estaba fundada en el sistema feudal y se remontaba a la Edad Media. Se despreciaban las actividades manuales y las ocupaciones productoras y los diversos estamentos sociales seguían atados al esquema medieval, en el que unos rezaban, otros combatían y unos terceros trabajaban para que vivieran los demás. Estos estamentos eran el clero, la nobleza y los demás». Esta situación de base fue la que provocó la revolución liberal. Es evidente que el modelo de «unos rezan, otros combaten y los demás trabajan» ha desaparecido de la sociedad española, a pesar de que, como digo, la revolución burguesa no hubiera triunfado en nuestro país.

Sin embargo, determinadas profesiones u ocupaciones pasaron a ser, en cierta medida, patrimonio de la burguesía emergente y la antigua aristocracia. No me refiero ahora a la eliminación del carácter infamante del trabajo, propio de las actitudes aristocráticas en determinados momentos de la historia. Ni tampoco a la pervivencia de la condición de «propietario» en cuanto «oficio» (¿quizá clase?) u «ocupación social». Ambas experiencias históricas aparecen superadas. Lo que quiero decir es que determinados patrones del reconocimiento social han variado sensiblemente en esta sociedad en la que los perfiles nítidos de clases no tienen —ni mucho menos— la fuerza de antaño.

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