A través de una ventana, el incendio de afuera iluminaba de rojo las paredes. Todo estaba revuelto en la casa: muebles rotos, cortinas chamuscadas por el suelo, cajones boca abajo, enseres desordenados. Crujían mis pies al pisar todo aquello cuando anduve arriba y abajo en busca de una alacena o una despensa que aún no hubieran visitado nuestros rapaces camaradas. Recuerdo la tristeza inmensa que se desprendía de aquella vivienda saqueada y a oscuras, ausentes las vidas que habían dado calor a sus estancias; desolación y ruina que en otro tiempo fue hogar donde sin duda había reído un niño, o donde alguna vez dos adultos intercambiaron gestos de ternura, o palabras de amor. Y así, la curiosidad de quien zascandilea a sus anchas por un recinto que en lo común le está vedado fue dando paso, en mi ánimo, a una desolación creciente. Imaginaba mi propia casa en Oñate, desalojada por la guerra; en fuga o tal vez algo peor mi pobre madre y mis hermanillas, holladas sus habitaciones por algún joven extranjero que, como yo, vela esparcidas por el suelo, rotas, quemadas, las humildes trazas de nuestros recuerdos y nuestras vidas. Y con el egoísmo que es natural en el soldado, me alegré de estar en Flandes y no en España. Pues aseguro a vuestras mercedes que, en negocio de guerra, siempre es de algún consuelo que la desgracia la sufran extraños; que en tales lances resulta envidiable quien a nadie tiene en el mundo, y no arriesga otro afecto que la propia piel.
Nada hallé que mereciese la pena. Me detuve un Momento a orinar contra la pared, y disponíame a salir de allí mientras abrochaba el calzón cuando algo me detuvo con sobresalto. Estuve quieto un instante, escuchando, hasta que volví a oírlo de nuevo. Era un gemido bajo y prolongado; un lamento débil que sonaba al fondo de un pasillo estrecho, lleno de escombros. Habríase tomado por el de un animal que sufriera, de no templarlo a veces entonaciones casi humanas. Asi que desenvainé mi daga con tiento —en tales angosturas, el estoque no era manejable— y me acerqué pegado a la pared, muy poco a poco, en averiguación de aquello.
El incendio de afuera iluminaba media habitación, proyectando sombras de contornos rojizos en una pared de la que pendía un tapiz roto a cuchilladas. Bajo el tapiz, en el suelo y con la espalda apoyada en el ángulo que formaban la pared y un armario desvencijado, había un hombre. Las llamas reflejadas en el acero de su peto revelaban la condición de soldado, e iluminaban un pelo rubio y largo, revuelto, sucio de lodo y de sangre, unos ojos muy descoloridos y una terrible quemadura que le tenía todo un lado de la cara en carne viva. Estaba inmóvil, fijos los ojos en la claridad que entraba por la ventana, y salía de sus labios entreabiertos aquel lamento que yo había oído desde el pasillo; un gemido apagado y constante en el que, a veces, intercalaba palabras incomprensibles en lengua extranjera.
Fuime a él despacio, ojo avizor, sin soltar la daga y bien atento a sus manos, por si empuñaba algún arma. Pero aquel desgraciado no estaba en condiciones de empuñar nada. Parecía un viajero sentado a la orilla del río de los muertos; alguien a quien el barquero Caronte hubiese dejado atrás, olvidado, en un penúltimo viaje. Me estuve un rato en cuclillas junto a él, observándolo con curiosidad, sin que pareciese reparar en mi presencia. Siguió mirando la ventana, inmóvil, con su quejido interminable y sus palabras incompletas y extrañas, incluso cuando le toqué el brazo con la punta de mi daga. Su rostro era una representación espantosa de Jano: un lado razonablemente intacto, y el otro convertido en un amasijo de carne quemada y rota, entre la que brillaban minúsculas gotas de sangre. Sus manos también parecían carbonizadas. Yo había visto varios holandeses muertos en los establos en llamas de la parte de atrás de la casa, e imaginé que ése, herido en la refriega, se había arrastrado entre los tizones encendidos para refugiarse allí.
—
Flamink?
—pregunté.
No respondió sino con su interminable gemido. Al cabo de un rato de observarlo concluí que se trataba de un hombre joven, no mucho mayor que yo. Y por el peto y la ropa, uno de los jinetes de caballos corazas que nos habían estado cargando por la mañana, frente al molino Ruyter. Quizá hasta habíamos peleado cerca uno del otro cuando holandeses e ingleses intentaban romper el cuadro y los españoles reñíamos a la desesperada por nuestras vidas. La guerra, razoné, tenía extrañas idas y venidas, curiosos vaivenes de la fortuna. Sin embargo, apaciguado tras el horror de la jornada y el alcance de los fugitivos, yo no sentía ya hostilidad ni rencor. Muchos españoles había visto morir aquel día, pero aún más enemigos. De momento mi balanza estaba pareja, aquél era un hombre indefenso, y yo iba saciado de sangre. Así que envainé mi daga. Luego salí afuera, con el capitán Alatriste y los otros.
—Hay un hombre dentro —dije—. Un soldado.
El capitán, que no había cambiado de postura desde mi marcha, apenas levantó la mirada.
—¿Español u holandés?
—Holandés, creo. O inglés. Y está malherido.
Alatriste asintió lentamente con la cabeza, cual si a tales alturas de la noche lo extraño hubiera sido toparse con un hereje vivo y con buena salud. Luego encogió los hombros, como preguntándome por qué iba a contarle aquello.
—Pensé —sugerí— que podríamos ayudarlo.
Ahora me miró por fin. Lo hizo muy despacio, y vi girar su rostro en el contraluz del fuego cercano.
—Pensaste —murmuró.
—Sí.
Aún estuvo un rato quieto, mirándome. Luego se volvió a medias hacia Sebastián Copons, que seguía a su lado, la cabeza apoyada en la pared, sin abrir la boca, su ensangrentado cachirulo siempre hacia el cogote. Alatriste cambió con él una ojeada breve y después me observó de nuevo. Oí crepitar las llamas en el largo silencio.
—Pensaste —repitió, absorto.
Se puso en pie dolorido, cual si le costara desentumecer los huesos. Parecía de mala gana y muy cansado. Vi que Copons se levantaba tras él.
—¿Dónde está?
—En la casa.
Los guié por las habitaciones y el pasillo hasta el cuarto de atrás. El hereje seguía inmóvil entre el armario y la pared, gimiendo en voz muy baja. Alatriste se detuvo en el umbral y le echó un vistazo antes de acercarse. Después se inclinó un poco más y lo estuvo observando otro rato.
—Es holandés —concluyó al fin.
—¿Podemos socorrerlo? —pregunté.
La sombra del capitán Alatriste estaba ahora inmóvil en la pared.
—Claro.
Sentí que Sebastián Copons pasaba por mi lado. Sus botas crujieron sobre la loza rota del suelo mientras se acercaba al herido. Entonces Alatriste vino hacia mí, y Copons echó mano a los riñones y sacó la vizcaína.
—Vámonos —me dijo el capitán.
Me resistí a la presión de su mano en mi hombro, estupefacto, viendo cómo Copons apoyaba la daga en el cuello del holandés y lo degollaba de oreja a oreja. Alcé el rostro, estremecido, para encontrar la faz oscura de Alatriste. No veía su mirada, aunque la supe fija en mí.
—Estaba… —empecé a decir, balbuceante.
Callé de pronto, pues las palabras se me antojaron de golpe inútiles. Hice un ademán de rechazo, irreflexivo, para sacudirme del hombro la mano del capitán; pero ésta se mantuvo firme, aferrándomelo. Copons se incorporaba ya con mucha flema, y tras limpiar la hoja de la daga en la ropa del otro, la devolvía a la funda. Luego pasó por nuestro lado y fuese pasillo adelante, sin decir esta boca es mía.
Giré con brusquedad, sintiendo al fin mi hombro libre. Después di dos pasos en dirección al joven que ahora estaba muerto. Nada era distinto en la escena, salvo que su lamento había cesado, y que por la gola de la coraza le descendía un velo oscuro, espeso y reluciente, cuyo rojo se fundía con el resplandor del incendio en la ventana. Parecía aún más solo que antes; una soledad tan estremecedora que produjo en mí una pena intensa, hondísima, como si fuera yo mismo, o tal vez parte de mí, quien estuviera en el suelo, la espalda contra la pared, los ojos quietos y abiertos mirando la noche. Sin duda, pensé, hay alguien en alguna parte que aguarda el regreso de este que ya no irá a sitio alguno. Tal vez haya una madre, una novia, una hermana o un padre que rezan por él, por su salud, por su vida, por su regreso. Tal vez hay una cama en la que durmió de niño y un paisaje que lo vio crecer. Y nadie en ese lugar sabe todavía que él está muerto.
Ignoro cuánto seguí allí quieto, mirando el cadáver. Pero al cabo escuché pasos, y sin necesidad de volverme supe que el capitán Alatriste había permanecido todo el tiempo a mi lado. Sentí el olor familiar, áspero, a sudor, cuero y metal de sus ropas y avíos militares. Y luego, la voz.
—Un hombre sabe cuándo ha llegado al final… Ése lo sabía.
No respondí. Seguía contemplando el cuerpo degollado. Ahora la sangre formaba una inmensa mancha oscura bajo las piernas extendidas. Es increible, me dije, la cantidad de sangre que tenemos en el cuerpo: al menos dos o tres azumbres. Y lo fácil que resulta vaciarlos.
—Es cuanto podíamos hacer por él —añadió Alatriste.
Tampoco ahora respondí, y estuvo buen espacio sin decir nada más. Por fin lo oí moverse. Aún siguió un instante cerca de mí, como si dudara entre hablarme otra vez o no; cual si entre los dos quedasen infinidad de palabras no dichas, que si él salía de allí sin pronunciar ya no se dirían nunca. Pero permaneció callado; y al cabo, sus pasos empezaron a alejarse hacia el pasillo.
Fue entonces cuando me revolví. Sentía una cólera sorda y tranquila, que jamás había conocido hasta esa noche. Una cólera desesperada, amarga como los silencios del propio Alatriste.
—¿Quiere decir vuestra merced, capitán, que acabamos de hacer una buena obra?… ¿Un buen servicio?
Nunca antes le había hablado en ese tono. Los pasos se detuvieron y la voz de Alatriste sonó extrañamente opaca. Imaginé sus ojos claros en la penumbra, mirando absortos el vacío.
—Cuando llegue el momento —dijo— ruega a Dios que alguien te lo haga a ti.
Así fue como ocurrió todo, la noche en que Sebastián Copons degolló al holandés herido y yo aparté de mi hombro la mano del capitán Alatriste. Y así fue también como franqueé, sin apenas darme cuenta, esa extraña línea de sombra que todo hombre lúcido termina cruzando tarde o temprano. Allí, solo y de pie ante el cadáver, empecé a mirar el mundo de modo muy diferente. Y vime en posesión de una verdad terrible, que hasta ese instante sólo había sabido intuir en la mirada glauca del capitán Alatriste: quien mata de lejos lo ignora todo sobre el acto de matar. Quien mata de lejos ninguna lección extrae de la vida ni de la muerte: ni arriesga, ni se mancha las manos de sangre, ni escucha la respiración del adversario, ni lee el espanto, el valor o la indiferencia en sus ojos. Quien mata de lejos no prueba su brazo ni su corazón ni su conciencia, ni crea fantasmas que luego acudirán de noche, puntuales a la cita, durante el resto de su vida. Quien mata de lejos es un bellaco que encomienda a otros la tarea sucia y terrible que le es propia. Quien mata de lejos es peor que los otros hombres, porque ignora la cólera, y el odio, y la venganza, y la pasión terrible de la carne y de la sangre en contacto con el acero; pero también ignora la piedad y el remordimiento. Por eso, quien mata de lejos no sabe lo que pierde.
De Íñigo Balboa a don Francisco de Quevedo Villegas. A su atención en la Taberna del Turco. En la calle de Toledo, junto a la Puerta Cerrada de Madrid.
Querido don Francisco:
Escribo a vuestra merced por deseo del capitán Alatriste, para que veáis, dice, los progresos que hago en la escritura. Excusad por tanto las faltas. Os diré que sigo adelante con mis lecturas, en lo posíble, y aprovecho para practicar buena letra cuando tengo ocasión. En ratos de ocio, que en la vida del mochilero y en la del soldadoson tantos o más que los otros, aprendo del padre Salanueva las declinaciones y los verbos en latín. El padre Salanueva es capellán de nuestro tercio, y en palabras de los soldados dista muchas leguas de ser un santo varón; pero tiene cuentas pendientes con mi amo o le debe favores. El caso es que me trata con afición y dedica el tiempo que está sobrio (es de los que beben más que consagran) a mejorar mi educación con ayuda de unos Comentarios de César y libros religiosos como el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y hablando de libros, debo agradecer a vuestra merced el envío de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, segunda parte de El ingenioso hidalgo, que estoy leyendo con tanto gusto y aprovechamiento como la primera.
En cuanto a nuestra vida en Flandes, sabrá v.m. que ha experimentado algún cambio en los últimos tiempos. Con el invierno se acabó también el estar de guarnición a lo largo del canal Ooster. El tercio viejo de Cartagena se encuentra ahora bajo los mismos muros de Breda, participando en el asedio. Es vida dura, pues los holandeses están muy gentilmente fortificados, y todo es zapa y contrazapa, mina y contramina, trinchera y contratrinchera, de modo que nuestras fatigas se asemejan más a las de topos que a las de soldados. Eso causa incomodidades, suciedad tierra y piojos a más no poder. Es además trabajo muy expuesto por las salidas y ataques que hacen desde la plaza y el fuego constante de arcabucería. Las murallas de la villa no son de ladrillo sino de tierra. Eso dificulta hacer escarpa para el asalto con el batir de nuestra artillería. Se sustentan con quince baluartes bien protegidos y fosos con catorce revellines, tan bien concertado todo que murallas, baluartes, revellines, reparos y fosos se defienden unos a otros con tanta fortuna que cada aproximación de los nuestros es dificultosa y cuesta trabajos y vidas. Defiende la ciudad el holandés Justino de Nassau, pariente del otro Nassau. Y cuéntase que tiene dentro franceses y valones en la puerta de Ginneken, ingleses en la de Bolduque y flamencos y escoceses en la de Amberes. Todos ellos pláticos en cosas de la guerra, de manera que no es posible tomar la villa por asalto. De ahí la necesidad del cerco paciente que, con mucho esfuerzo y sacrificio, mantiene nuestro general don Ambrosio Spínola con quince tercios de naciones católicas. Son entre ellos los españoles, como suelen, el menor número, pero también los que se emplean siempre en las tareas de peligro que requieren gente plática y disciplinada.
Maravillaría a vuestra merced ver con sus ojos las obras de asedio y la invención con que éstas han sido hechas. Seguro que son asombro de la Europa entera, pues cada aldea y fuerte alrededor de la villa están unidas por trincheras y baluartes, para impedir las salidas de los sitiados y para evitar les venga socorro de afuera. En nuestro campo hay semanas enteras que se usan más el pico y la zapa que la pica y el arcabuz.
El país es llano, con prados y árboles, escaso de vino, con agua mala y doliente, y se ve muy ruín y desprovisto por la guerra, de modo que el bastimento escasea. Cuesta una medida de trigo ocho florines, cuando se la encuentra. Hasta la simiente de nabos está por las nubes. Los villanos y vivanderos de los pueblos cercanos no osan, si no es a hurtadillas, traer cosa alguna a nuestro campo. Algunos soldados españoles, que tienen en menos la reputación que el hambre, comen la carne de los caballos muertos, que es miserable alimento. Los mochileros salimos a forrajear a veces muy lejos y hasta en tierras enemigas, expuestos a la caballería hereje, que a veces nos coge a la gente derramada o nos acuchilla muy a su gusto. Yo mismo heme visto no pocas veces fiando mi salud a la velocidad de mis piernas. La carestía es grande, como digo, tanto en nuestras trincheros como dentro de la ciudad. Eso juega en nuestro beneficio y en el de la verdadera religión, pues franceses, ingleses escoceses y flamencos de los que guarnecen la villa, acostumbrados a vida de más deleite, sufren peor el hambre y las privaciones que los de nuestro campo, y en especial que los españoles. Que aquí es casi toda gente vieja muy hecha a sufir en España y a pelear fuera de ella, sin otro socorro que un mendrugo de pan duro y un poco de agua o vino para ir tirando.
En cuanto a nuestra salud, yo estoy bien. Mañana cumplo quince años y he crecido algunas pulgadas más. El capitán Alatriste sigue como siempre, con pocas carnes en el cuerpo y pocas palabras en la boca. Pero las privaciones no parecen afectarlo demasiado. Tal vez porque, como él dice (torciendo el bigote en una de esas muecas suyas que podrían tomarse por una sonrisa), anduvo escaso la mayor parte de su vida, y a todo se hace hábito el soldado, y en especial a la miseria. Ya sabés que es hombre poco dado a tomar la pluma y a escribir cartas. Pero me encarga os diga que agradece las vuestras. También me encarece os salude con todas su consideración y todo su afecto. También que transmitáis lo mismo a los amigos de la taberna del Turco y a la Lebrijana.
Y una última cosa. Sé por el capitán que v.m. frecuenta Palacio en los últimos tiempos. En ese caso, es posible que alguna vez encuentre a una niña, o jovencita, llamada Angélica de Alquézar, que sin duda ya conoce. Era, y tal vez lo siga siendo, menina de su majestad la reina. En tal caso quisiera pediros un servicio muy particular; que si veis llegada y oportuna la ocasión, le digáis que Íñigo Balboa está en Flandes sirviendo al rey nuestro señor y a la sante fe católica, y que ya ha sabido batirse honrosamente como español y como soldado.
Si hacéis eso por mí, querido don Francisco, será aún mayor la afición y amistad que siempre os profeso.
Que Dios os guarde y nos guarde a todos.
Íñigo Balboa Aguirre.
(Fechado bajo las murallas de Breda, el primer día de abríl de mil seiscientos veinte y cinco)