Yo había regresado el día anterior de tres jornadas de forrajeo —que me llevaron con una cuadrilla de mochileros casi hasta las orillas del Mosa— y ahora estaba entre la multitud con mi amigo Jaime Correas, de pie encima de los cestones de las trincheras sin riesgo momentáneo de recibir un mosquetazo. Había centenares de soldados mirando por todas partes, y se decía que el marqués de los Balbases, nuestro general Spínola, también observaba el desafío junto a don Pedro de la Daga y los otros capitanes principales y maestres de los demás tercios. En cuanto a Diego Alatriste, estaba en una de las primeras trincheras con Copons, Garrote y los otros de su escuadra, muy callado y muy quieto, sin apartar los ojos del lance. El sotalférez Minaya, sin duda puesto al corriente por nuestro capitán Bragado, había tenido un detalle de buen camarada: venir temprano a pedirle prestada a Alatriste una de sus pistolas, so pretexto de algún problema con las suyas, y ahora se encaminaba hacia los de enfrente con ella al cinto. Aquello decía mucho en favor de la hombría de bien de Minaya, y dejaba resuelto el asunto dentro de la bandera. Diré al hilo de esto que muchos años más tarde, después de Rocroi, cuando las vueltas y revueltas de la fortuna me llevaron a ser oficial de la guardia española del rey Felipe nuestro señor, tuve ocasión de favorecer a un joven recluta de apellido Minaya, Y lo hice sin el menor reparo, en recuerdo del día en que su padre tuvo la gentileza de salir a pelear a campo abierto bajo los muros de Breda, llevando al cinto la pistola del capitán Alatriste.
El caso es que allí estaban, aquella mañana de abril, con el sol tibio en lo alto y miles de ojos clavados en ellos, los cinco ante los cinco. Se encontraron en un pequeño prado que ascendía en declive hacia la puerta de Bolduque, a cosa de cien pasos, en tierra de nadie. No hubo preliminares, golpes de sombreros ni cortesías, sino que a medida que se acercaban unos a otros empezaron a darse pistoletazos y metieron mano a las espadas, mientras uno y otro campo, que hasta ese instante habían guardado un silencio mortal, estallaban en un clamor de gritos de ánimo a sus respectivos camaradas. Sé que de siempre la gente de buena voluntad ha predicado la paz y la palabra entre los hombres y condenado la violencia; y sé, mejor que muchos, lo que hace la guerra en el cuerpo y en el corazón del hombre. Mas, pese a todo eso, pese a mi facultad de raciocinio, pese al sentido común y a la lucidez que dan los años y la naturaleza, no puedo evitar un estremecimiento de admiración ante el coraje de los que son valientes. Y vive Dios que aquéllos lo eran. Cayó a los primeros tiros don Luis de Bobadilla, el segundo de los entretenidos, y llegaron los demás a las manos, cerrándose con mucho vigor y mucho encono. Llevóse uno de los holandeses un pistoletazo que le rompió el pescuezo, y otro de sus compañeros, el escocés, viose con el vientre pasado por la espada del soldado Pedro Martin, quien la perdió alli, y hallándose con las dos pistolas descargadas fue acuchillado en la garganta y en el pecho, yéndose al suelo encima del que acababa de matar. En cuanto a don Carlos del Arco, se dio tan buena maña con el francés que le había tocado en suerte que a poco, entre tajo y tajo, pudo pegarle un tiro en la cara; aunque el entretenido se retiró de la pelea dando traspiés con una bellaca cuchillada en un muslo. Minaya remató al francés con la pistola del capitán Alatriste e hirió malamente a otro holandés con la propia, librándose sin un rasguño; y Eguiluz, con la mano zurda estropeada de un balazo y la herreruza en la diestra, dio dos mojadas muy limpias al último enemigo, una en un brazo y otra en los ijares cuando el hereje, viéndose herido y solo, resolvió, como Antígono, no huir, sino ir en alcance de la utilidad que tenía a las espaldas. Luego los tres que quedaban en pie despojaron a los adversarios de sus armas y de las bandas, que llevaban anaranjadas como solían llevarlas los que sirven a los Estados; y aún habrían traído a nuestras líneas los cuerpos de Bobadilla y Martín si los holandeses, furiosos por el desenlace, no hubieran consolado la derrota con una granizada de balas. Fueron retirándose poco a poco los nuestros sin perder la compostura, con la desgracia de que un plomo de mosquete entróle a Eguiluz por los riñones, y aunque alcanzó las trincheras ayudado por sus compañeros, murió a los tres días de aquello. En cuanto a los siete cuerpos, permanecieron casi toda la jornada en campo abierto, hasta que al atardecer hubo una breve tregua y cada cual recuperó a los suyos.
Nadie en el tercio puso en cuestión la honra del capitán Alatriste. La prueba es que una semana más tarde, cuando se decidió el ataque al dique de Sevenberge, él y su escuadra se hallaban entre los cuarenta y cuatro hombres escogidos para la tarea. Salieron de nuestras líneas al ponerse el sol, aprovechando la primera noche de niebla cerrada para ocultar su movimiento. Iban al mando los capitanes Bragado y Torralba, y todos llevaban las camisas puestas por fuera, sobre jubones y coletos, para reconocerse unos a otros en la oscuridad. Era éste uso corriente entre las tropas españolas, y de ahí proviene el nombre de
encamisadas
que dábase a tales acciones nocturnas. Se trataba de aprovechar la natural agresividad y la destreza de nuestra gente en combate cuerpo a cuerpo para, infiltrándose en campo hereje, dar a rebato sobre el enemigo, matar cuanto fuera posible, incendiar sus barracas y tiendas sólo en el momento de la retirada para no hacer luz, y luego largarse a toda prisa. Como se trataba siempre de tropas escogidas, participar en una encamisada se consideraba de mucha honra entre españoles, y a menudo pugnaban unos con otros por ser de la partida, teniendo a muy agria ofensa verse fuera de ella. Las reglas eran estrictas, y por lo común se ejecutaban disciplinadamente para ahorrar vidas propias en la confusión de la noche. De todas ellas, que menudearon en Flandes, fue famosa la de Mons: quinientos tudescos a sueldo de los orangistas muertos, ysu campamento hecho cenizas. O aquella otra en la que sólo medio centenar fue elegido para dar un golpe de mano nocturno, y a la hora de la partida llegaron de todas partes soldados espontáneos que pretendían incluirse en ella, por su cuenta; y al cabo, cuando se empezó a caminar, en vez del silencio acostumbrado todo era algarabía y discusiones en mitad de la noche, que más parecía razzia moruna que encamisada de españoles, con tres centenares de hombres apresurándose por el camino para llegar antes que los otros, y el enemigo despertándose sorprendido para ver venírsele encima una nube de energúmenos enloquecidos, vociferantes y en camisa, que lo mismo acuchillaban sin cuartel que se increpaban entre ellos, compitiendo por quién degollaba más y mejor.
En cuanto a Sevenberge, el plan de nuestro general Spínola era recorrer a la sorda, con mucho sigilo, las dos horas largas de camino hasta el dique, y luego dar de rebato sobre quienes lo custodiaban y arruinar la obra, rompiendo las esclusas a hachazos e incendiándolo todo. Decidióse que media docena de mochileros fuéramos de la partida, a fin de transportar los pertrechos necesarios para el fuego y la zapa. Así que aquella noche me vi caminando con la fila de españoles por la orilla derecha del Merck, donde la niebla era más espesa. En la brumosa oscuridad sólo se oía el ruido amortiguado de los pasos —calzábamos esparteñas o botas envueltas en trapos, y había pena de vida para quien hablara en voz alta, encendiese una cuerda o llevase cebados la pistola o el arcabuz— y las camisas blancas se movían como sudarios de fantasmas. Hacía tiempo que habíame visto forzado a vender mi hermoso estoque de Solinguen, pues los mochileros no podíamos llevar espada, y caminaba con sólo mi daga bien ceñida a la cintura; pero no iba, pardiez, falto de impedimenta: portaba a hombros una mochila con cargas de pólvora y azufre envueltas en petardos, guirnaldas de alquitrán para los incendios, y dos hachas bien afiladas para romper cabos y maderas de las esclusas.
También temblaba de frío pese al jubón de paño basto que me había puesto bajo la camisa, que sólo parecía blanca de noche y tenía más agujeros que una flauta. La niebla creaba un espacio irreal alrededor, mojándome el pelo y goteando por mi cara como si fuera lluvia fina o chirimiri de mi tierra, tornándolo todo resbaladizo y haciéndome andar con mucho tiento, pues un resbalón en la hierba húmeda significaba irme abajo, al agua fría del Merck, lastrado con sesenta libras de peso en el lomo. Por lo demás, la noche y el aire brumoso me permitían ver menos de lo que vería un lenguado frito: dos o tres difusas manchas blancas delante de mí y dos o tres semejantes detrás. La más próxima, a cuya zaga hacía yo diligente camino, era el capitán Alatriste. Su escuadra iba en vanguardia, precedida sólo por el capitán Bragado y dos guías valones del tercio de Soest, o de lo que quedaba de él, cuya misión, aparte guiarnos por ser gente plática en aquel paraje, consistía en engañar a los centinelas holandeses, acercándose lo bastante para degollarlos sin que diese tiempo a tocar al arma. Habíase elegido a ese efecto un camino que entraba en terreno enemigo tras discurrir entre grandes pantanos y turberas, con pasos muy estrechos que a menudo consistían en diques por los que sólo podían ir los hombres en hilada de uno.
Cambiamos de margen del río, cruzando una empalizada de pontones que nos llevó al dique que separaba la orilla izquierda de los pantanos. La mancha blanca del capitán Alatriste caminaba silenciosa, como de costumbre. Lo había visto equiparse despacio a la puesta de sol: coleto de búfalo bajo la camisa, y sobre ella la pretina con espada, daga y la pistola que le había devuelto el sotalférez Minaya, cuya cazoleta cubrió de sebo para protegerla del agua. También ajustóse al cinto un frasquito de pólvora y una bolsa con diez balas, pedernal de repuesto, yesca y eslabón, por lo que pudiera precisar. Antes de guardar la pólvora comprobó su color, ni muy negra ni muy parda, su grano, que era fino y duro, y se llevó un poco a la lengua para comprobar el salitre. Después le pidió a Copons la piedra de esmeril, y pasó un rato largo adecuando los dos filos de su daga. El grupo de vanguardia, que era el suyo, iba sin arcabuces ni mosquetes, pues ellos debían dar el primer asalto al arma blanca y asegurar a sus camaradas; y para semejante tarea convenía andar ligeros y mover las manos sin embarazo. El furriel de nuestra bandera había pedido mochileros jóvenes y dispuestos, y mi amigo Jaime Correas y yo nos presentamos voluntarios, recordándole que nos habíamos dado ya buena maña en el golpe de mano contra el rastrillo de Oudkerk. Cuando me vio cerca, con mi camisa por fuera, ceñida la daga de misericordia y listo para salir, el capitán Alatriste no dijo que le pareciera bien o que le pareciera mal. Se limitó a asentir con la cabeza, señalándome con un gesto una de las mochilas. Luego, a la luz brumosa de las fogatas, todos pusimos rodilla en tierra, rezóse el padrenuestro en un murmullo que recorrió las filas, nos santiguamos y echamos a andar hacia el noroeste.
La hilera se detuvo de pronto y los hombres se agacharon, pasándonos uno a otro en voz muy baja la palabra de reconocimiento, que sólo entonces acababa de desvelar en cabeza el capitán Bragado:
Amberes
. Todo había sido muy explicado antes de la partida, de modo que, sin necesidad de órdenes ni comentarios, una sucesión de camisas blancas fue pasando por mi lado, adelantándose a derecha e izquierda. Oí el chapoteo de los hombres que se movían ahora alejándose por ambos lados del dique, con el agua por la cintura, y el soldado que iba detrás tocóme el hombro, haciéndose cargo de la mochila. El rostro era una mancha oscura, y pude oír su respiración agitada al ceñirse las correas y seguir camino. Cuando volví a mirar al frente, la camisa del capitán Alatriste había desaparecido en la oscuridad y la niebla. Ahora las últimas sombras pasaban por mi lado, desvaneciéndose con amortiguados sonidos de acero que salía de las vainas y el suave cling—claLng de arcabuces y pistolas que por fin se cargaban y eran montadas. Avancé todavía unos pasos con ellas hasta que me dejaron atrás, y entonces me tumbé boca abajo en el borde del talud, sobre la hierba húmeda que sus pasos habían revuelto de barro. Alguien gateó por detrás hasta apostarse conmigo. Era Jaime Correas, y los dos nos quedamos allí, hablando en voz muy baja, mirando con ansiedad hacia adelante, a la oscuridad que se había tragado a los cuarenta y cuatro españoles que iban a intentar darles una mala noche a los herejes.
Transcurrió el tiempo de un par de rosarios. Mi camarada y yo estábamos ateridos de frío, y nos apretábamos el uno contra el otro para comunicarnos calor. No se oía nada salvo el discurrir de la corriente por el costado del dique que daba al río.
—Tardan mucho —susurró Jaime.
No respondí. En ese momento imaginaba al capitán Alatriste, el agua fría hasta el pecho, la pistola en alto para tener seca la pólvora, y la daga o la espada en la otra mano, acercándose a los centinelas holandeses queguardaban las esclusas. Luego pensé en Caridad la Lebrijana, y acabé haciéndolo también en Angélica de Alquézar. A menudo, me dije, las mujeres ignoran lo que de cabal y de temible hay en el corazón de algunos hombres.
Sonó un tiro de arcabuz: uno solo, lejano, aislado, en mitad de la noche y de la niebla. Lo estimé a más de trescientos pasos frente a nosotros, que nos agazapamos aún más, sobrecogidos. Después volvíó el silencio por un instante, y de pronto quebróse todo en una sucesión furiosa de estampidos, pistoletazos y mosquetería. Excitados, enardecidos por aquello, Jaime y yo intentábamos penetrar las tinieblas, sin resultado. Ahora la escopetada se propagaba a un lado y a otro, subiendo en intensidad, atronando cielo y tierra como si una tormenta descargase sus truenos más allá de la cortina oscura. Hubo un estampido seco, fuerte, y al cabo lo siguieron dos más. Y entonces sí pudimos ver que la bruma clareaba algo: un débil resplandor lechoso y luego rojizo, que se multiplicaba suspendido en las minúsculas gotitas de humedad que llenaban el aire reflejándose en el agua oscura, bajo el talud donde seguíamos tumbados. El dique de Sevenberge estaba en llamas.
Nunca supe cuánto duró aquello; mas sé que, a lo lejos, la noche resonaba como debe de resonar el mismo infierno. Nos incorporamos un poco, fascinados, y en ese momento escuchamos rumor de pasos que venían a la carrera sobre el dique. Luego una sucesión de manchas blancas, de camisas que corrían en la oscuridad, empezó a definirse a través de la niebla, pasando por nuestro lado hacia las líneas españolas. Seguían los estampidos y los arcabuzazos al frente mientras las siluetas claras que venían de allí continuaban pasando veloces, pasos en el barro, imprecaciones, un resuello entrecortado por el esfuerzo, el gemido de alguien maltrecho a quien sostenían los camaradas. Ahora el crepitar de la mosquetería se venía más y más a sus alcances, y las camisas blancas, que al principio llegaban en tropel, empezaron a espaciarse entre ellas.